Por: Eduardo
Ruiz
Todas las revoluciones modernas han contribuido a
un reforzamiento del Estado. La de 1789 trajo a Napoleón, la de 1848
a Napoleón III, la de 1917 a Stalin, los disturbios italianos de
los años veinte a Mussolini, la república de Weimar a Hitler. Aquellas
revoluciones, sobre todo después de la guerra mundial hubo liquidado los
vestigios del derecho divino, se propusieron sin embargo, con una audacia cada
vez mayor, la construcción de la ciudad humana y de la llamada libertad real.
Albert Camus;
El hombre rebelde.
Nosotros, hijos
de la modernidad, tenemos el legado de la historia a nuestro paso. Cada
triunfo, cada bandera, cada imagen corresponde a nuestra concepción del mundo.
Una de esas grandes conquistas es la configuración de la llamada identidad dentro
del Estado-Nación. Hablar de la identidad en estos términos nos remite
inmediatamente a la Ilustración, a la Revolución Francesa y
a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. La libertè del
hombre frente al monopolio del poder, representado por la figura del Rey
divino, es la bandera revolucionaria del siglo XVIII, sin embargo, tras el
triunfo de este ideal se perfilan nuevos mecanismos de control, donde el
surgimiento de las banderas nacionales instaurará una maquinaria
ideológica para monopolizar al nuevo poder, ejerciendo así prácticas de dominio
que permitan fortalecer al Estado-Nación. Tales prácticas -necesarias desde una
perspectiva, peligrosas desde otras- forjarán la afinidad entre semejantes a
partir de la tierra, de las fronteras territoriales, de la sangre, de la
historia, así como de imaginarios colectivos al servicio del Estado.
Debemos
entender por Estado a la relación social y política entre los elementos que lo
conforman, la cual permite la coexistencia de sus integrantes. “El
legislador y el gobernante están íntimamente ligados a la ciudad; porque la
constitución o el gobierno consisten en la organización de sus habitantes. Pero
tengamos en cuenta que es un compuesto como cualquier otra totalidad integrada
de múltiples partes.”[1] Si bien Aristóteles no habla de un
concepto de Estado, podemos vincular ésta premisa a las prácticas de
integración que el Estado Moderno implanta a sus habitantes, pero sin olvidar
que el entretejido social está conformado por pequeñas partes, las cuales
ayudan a tensar con mayor fuerza los cánones ideológicos, o donde éstas mismas,
interfieren en la creación de nuevas configuraciones.
En nuestro
tiempo se intenta presentar un ente colectivo unificado en el Estado,
fundamentado en instituciones, las cuales intentan prevalecer por medio de
despliegues ideológicos; utilizando la educación, el arte, la
ciencia, la religión y hasta el mito como instrumentos de cohesión que permitan
dotar de una identidad imaginaria a cada uno de sus miembros. Cabe aclarar que
nuestra finalidad no es realizar una propuesta anarquista, sino observar desde
otra perspectiva el movimiento que se manifiesta entre la identidad y
el Estado-Nación.
Las líneas a
trazar son las siguientes: la identidad como forma de exclusión, donde el
proceso de reconocimiento entre “semejantes” propicia la exclusión de los “no
semejantes”; la herramienta ideológica –fundamento para sustentar las prácticas
de poder– en la que se consolidan los imaginarios sociales como agentes
flexibles de control; la inoculación del “rebelde”, es decir, aquel que se
opone a las prácticas ideológicas pero simultáneamente se vincula a ellas,
estableciendo así nuevos imaginarios que el Estado necesita para su renovación
ideológica.
I
La identidad
como forma de exclusión
¿Qué entendemos
por identidad en el Estado-Nación? Es importante señalar que la identidad vista
desde las primeras prácticas sociales, en las que el hombre se adhería para su
supervivencia, contaban con una predisposición inmediata a satisfacer tres
características vitales: alimentación, reproducción y seguridad. Podemos pensar
que hay un elemento intrínseco en la naturaleza humana que establece la
necesidad de encontrar sustento en grupos sociales y garantizar la
supervivencia. Para ello es importante vincular los elementos vitales y
adscribirse en las prácticas que permitan la continuidad de la vida. Mediante
la ayuda conjunta se recolectan alimentos en las sociedades arcaicas, se hace
propicia la reproducción y un orden jerárquico, y finalmente la seguridad, al
enfrentarse con “otros” grupos que atentan contra la existencia de los miembros
de la comunidad. Estas características que constituían la necesidad de crear
identidad en el lejano mundo primitivo, siguen siendo un elemento fundamental
en nuestro presente.
Visto desde el
panorama abordado en nuestro tema, podemos definir a la identidad como aquel
elemento que permite encontrar orden dentro de la vida social, un imaginario
colectivo que circula entre todos los integrantes de una comunidad
para permitir que ésta persista, y a su vez se reproduzcan los elementos que
afirman las prácticas de conservación de la misma. Esta identidad representa un
signo de cohesión para identificar los rasgos semejantes entre los
involucrados. Siendo así, la identidad puede ser entendida como un proceso
cultural de afinidades, gustos, preferencias, sentidos de pertenencia y
adscripciones a prácticas sociales. En estos procesos se forma gran parte de
nuestra percepción del mundo, desde lo social hasta lo particular. Dicho tipo
de identidad dentro de un Estado, propicia una gran variedad de identidades, lo
cual es observado en las distintas manifestaciones culturales dentro de una
gran comunidad.
Por lo general
tendemos a reconocer que la identidad es un símbolo de particularidad
individual, un rasgo de distinción ante “el otro”, es decir, aquello que
nos hace diferentes, distintos; una construcción y búsqueda constante de
nuestra autenticidad. Sin embargo, hablar de identidad permite llevarnos a
suponer que lo que somos puede ser una construcción otorgada desde lo externo,
es decir, el ser social esculpe nuestro ser individual. La implantación de
ideales y necesidades dirigidas desde arquetipos ideológicos que conducen a la
ilusión de una identidad propia, pueden ser las herramientas de nuestra
inclusión a diversas prácticas sociales. Cada individuo cree encontrar su
identidad al seguir cierto tipo de cánones que determinan su entorno cultural,
que va desde el uso de vestimentas y la afinidad musical, hasta las prácticas
violentas de exclusión racial. Nuestra identidad parte de la mirada de “uno
mismo” y “los nuestros”, a la de los “los otros”, aquellos que no soy “yo”,
esos que no “somos”. Nuestra identidad social está representada a través de
distintos simbolismos que reafirman nuestras prácticas, podemos observarlas en
la religión, en el lenguaje, en la historia, en la educación, en la raza. Este
proceso de domesticación y forjador de “identidad” se transmite de generación
en generación y, dependiendo del poderío ideológico[2], puede ser más inmediato.
Al encontrarse
o identificarse con estos rasgos, se nos expresa entonces que la identidad es
una representación social en donde el reconocimiento de “uno mismo”
requiere de la aceptación de un “nosotros”, donde para encontrar dicha
distinción se tienen que identificar a aquellos que son “los otros”. Si la
identidad trabaja en construir elementos semejantes, su campo de acción se
manifiesta en decir qué es lo que les otorga diferencia a los
otros. Los griegos veían a los extranjeros como bárbaros[3], a parir de ese momento se
realizaba un proceso de exclusión al establecer qué era y que no
era lo griego. Sólo excluyendo se permite delinear un cierto tipo de hombre al
cual es posible dotarle de identidad. Para el bárbaro nazi, todo aquél que no
correspondiera con su pasado histórico, con las características biológicas y
con la “superioridad de su raza”, no era digno de ser llamado hombre. La manera
de reconocernos establece el comportamiento que proyectaremos ante los otros,
es por ello que el poder ideológico puede convertirse en un arma sumamente
peligrosa –tal es el caso de los regímenes totalitaristas-
Para poseer
“identidad” se requiere de aparatos de control ideológico, para que de esta
manera se justifiquen las prácticas sociales y den fuerza a sus acciones, en
las cuales se excluyen a los “otros” que no correspondan con el tipo de
identidad establecida. Siendo la comunidad una organización hecha a parir de
individuos, es necesario que su funcionamiento se encuentre establecido en los
lazos creados en cada uno de sus elementos, para ello hay que hacer medible
cada parte, otorgar rasgos generales de identidad para que los individuos
adopten el modelo más adecuado a sus necesidades.
En un sentido
más espontáneo y posiblemente más auténtico, los elementos que moldean nuestra
identidad se encuentran en las actividades triviales, en el espacio vivencial,
en la cotidianidad, en las tradiciones, en la utilidad, y es que la vida
social sin identidad no podría existir. Tomando significados simbólicos, tales
como la pertenencia a la tierra, las tradiciones, la lengua, la religión, el
arte, en resumidas cuentas, en los movimientos culturales. Podemos apreciar estos
procesos en todo tipo de cultura, sin embargo, en el surgimiento del Estado
moderno se aprecian movimientos más complejos, pues se tiene el
proyecto de crear una nación fuerte, en continua competencia con las naciones
vecinas, para lo cual se necesita inscribir a todo el
conjunto de individuos en cánones específicos que doten de identidad y voluntad
a sus ciudadanos.
La identidad
construida en el Estado-Nación busca conservar un punto fijo de
hombre, rompe con la diversidad e implanta lo homogéneo, a su vez limita lo no
útil o lo que no considera digno, con valor y significado,
generando así una actitud excluyente, sin embargo hay elementos reactivos o
rebeldes, que son necesarios para mostrar las contradicciones de un sistema
social y éstos más allá de contrarrestar la estructura del Estado,
ayudan a su transformación (este punto será abordado más adelante)
Cultura y raza
se encuentra dentro de la psique de los individuos de una comunidad, cuando
ésta se vuelve compleja al instaurar un proyecto de Estado-Nación puede
impactar a un grado tremendamente excluyente, manifestando el despliegue
ideológico y su movimiento práctico en los imaginarios sociales. Para ilustrar
lo anterior expongo algunas características de los planes del surgimiento del
Estado mexicano: En el artículo “Para hacer nación: discursos
racistas en el México decimonónico”[4] Alicia Castellanos plantea
las dos vertientes del racismo en el México del siglo XIX y XX, el de Lucas
Alamán, quien proponía que los indios deberían seguir viviendo en colonias,
pero ahora llamadas repúblicas de indios. El otro discurso: “Que coman más
carne y menos chile y atraigámonos más inmigrantes de sangre europea”[5], palabras de Justo Sierra
para terminar con el problema indio en el proyecto de nación. En la legislatura
número XIII del Congreso de la Unión, Gómez Parada sentencia que a los
indios no había que fusilarlos, sino instruirlos. Estos procesos de “proyecto
nacional” inician desde el Porfiriato y se continúan observando con
Lázaro Cárdenas, donde el Estado-Nación asume un rol progresista e industrial.
Para finalizar
esta primera parte, podemos pensar que al establecerse los grupos dominantes se
da pie a la instauración de programas con fines de repartición ideológica, pero
no sólo por medio de libros de texto, sino con el despliegue de diversos
mecanismos como lo son el cine, la religión, la política, el periodismo, la
educación, el arte, donde además de distribuir sus ideas en la mentalidad de la
población, se irán excluyendo los elementos que no permitan consolidar el
“proyecto nacional”. Los grupos dominantes, dueños de privilegios, dan marcha a
la maquinaria ideológica, siendo la población receptora quien imitará sus
valores y hasta se identificará con tales “ideales”. En
dicha relación ideológica es donde los imaginarios ejercen su dominio.
II
La herramienta
ideológica
Hemos hablado
de la identidad como un instrumento que permite establecer orden dentro de la
estructura social del Estado-Nación, siendo las ideologías y los imaginarios,
elementos que configuran la identidad colectiva, los cuales trabajan en la
cohesión social, cuyo medio de operación es a través de la exclusión. Ahora
trataremos de observar la función de la herramienta ideológica en la
reproducción de las prácticas de poder.
Es a partir de la
Ilustración cuando comienzan a surgir con aplomo las nuevas ideologías
imperantes, tales como el canto a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad.
Las palabras acuñadas por los humanistas del momento buscan dirigirse a
un público cada vez más numeroso. Nunca antes se le habló al pueblo de igualdad
ante la ley humana, pues ésta nunca había existido, ya que previamente era
concebida por un Dios soberano; es este el momento para desprenderse de los
vínculos tradicionales de la Edad Media, otorgar al individuo un
sentimiento de independencia y a su vez de identidad en la nueva forma del
Estado.
La identidad
nacional se convierte en una bandera de libertad: es el rescate del
individuo que tendrá el valor de un ciudadano perteneciente a
fronteras y límites, así como derechos determinados por la nación de la que
forma parte. La guerra no es ya por Dios, sino por la defensa de la dignidad
del hombre, de la afirmación del sí mismo, de un humano que afirma lo humano.
El espíritu
revolucionario defiende al hombre que no quiere inclinarse, al
hombre que ha de rechazar el reino de los cielos y opta por la construcción de
la historia desde una perspectiva lógica y aceptable. La voluntad del
legislador versa desde El espíritu de las leyes hasta el Contrato
social, -el cual fue una especie de Biblia de la
Asamblea constituyente previa a la
Revolución Francesa- estableciendo así el ideal del nuevo
Estado. El individuo requiere creer en el orden de una gran sociedad, la cual
será modelada y fundada en la voluntad del legislador y de las voluntades que
conforman la nación. La sociedad surgida a partir de la
Revolución Francesa establece los nuevos ideales de la humanidad y a
su vez los nuevos procesos de construcción del individuo, pero esto sólo en
apariencia, en otros términos, se crea una verdad oculta bajo la máscara de la
universalidad. Se pretende explicar la historia desde un sentido progresista en
la cual se debe comprender al hombre y al mundo, estableciendo así nuevas
valoraciones que corresponden simplemente a las nacientes ideologías.
El sentido de
pertenencia del hombre a la tierra implica el reconocimiento de los
límites territoriales, los cuales estarán regidos por el Estado legislador y
los integrantes de la nación, ahora convertidos en ciudadanos. El sentido
patrio toma gran importancia dentro de los mecanismos ideológicos para sostener
los vínculos históricos de la especie, sólo con ellos el individuo habrá de
retomar la construcción de su identidad y, a su vez, la expansión y dominio “A
través del himno de la bandera, ella conduce a la expansión colonial y a
la comunidad laboral de las colonias”[6].
Las ideologías buscan explicar la realidad fuera de todo contexto
histórico, es decir, su poder es la descripción más adecuada de
la realidad, es decir una confabulación que responde a las necesidades de
producción material, en donde la realidad es lo que menos importa, pues ésta se
crea a partir de la interpretación que los grupos dominantes le otorguen: “También
las formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son
sublimaciones necesarias de su proceso material de vida, proceso empíricamente
registrable y sujeto a condiciones materiales”[7]. La
preocupación de los individuos, así como sus anhelos, están íntimamente ligados
a los procesos de producción material, los cuales establecen las necesidades de
consumo a la población, cuando ya no es posible satisfacer la necesidad, y las
contradicciones económicas son ampliamente marcadas, se inicia un proceso de
transformación.
Las ideologías
establecen puntos fijos en el horizonte, como si siempre hubieran existido o
siempre hubiesen sido los mismos. El ilustrado francés cae en este tipo de
discurso, lo cual se aprecia en el artículo I de la Declaración de
los Derechos del Hombre y el Ciudadano: “Los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden
fundarse en la utilidad común”[8]. Si la esencia del
concepto Nación está basada en el nacimiento de un individuo dentro de cierto
territorio, donde los miembros de éste gozarán de derechos y garantías, el
artículo no dice que la libertad es un derecho universal, sino que ese derecho
sólo es correspondiente si se es parte de una nación; derecho vinculado a la
actividad social con sus semejantes, con aquellos con quien posee “identidad”
nacional. Lo anterior es visto con mayor claridad en el artículo número III de
la misma declaración: “El principio de toda soberanía reside
esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo, ningún individuo, puede
ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella”[9]. El poder es otorgado
por la nación, donde los grupos dominantes se auto-denominan representantes de
ésta, pero la herramienta ideológica presenta a la nación
como un ser autónomo, libre de intereses particulares porque sus ambiciones
aspiran a la universalidad. Sin embargo las determinaciones
productivas y administrativas, ejes rectores de la estructura del Estado, son
llevadas a cabo por la naciente burocracia. Por ello mismo, el artículo número
III de de la declaración mencionada, corresponde a un discurso ideológico, ya
que en una nación la soberanía proviene de las instituciones que determinan y
administran las leyes, siendo así los grupos dominantes quienes se expresan a
partir de ellas.
La ideología
expresa parte del contacto con lo real, pero de manera insuficiente, capaz de
realizar manipulación al dirigirla a los grandes colectivos. El contacto de lo
real está en el hombre como un ser con necesidades y apetitos, del cual se
puede forjar un molde al dirigir sus pasiones e impulsarle a
desear y creer aquello que no es real pero que en su imaginario sí lo es.
Ejemplos de estos lo vemos en toda la historia de la humanidad, como el Hidalgo
que usa el estandarte guadalupano, o como el pueblo alemán que se alimentó con
el sueño de una raza aria. Ambos ejemplos nos plantean a un tipo de hombre bajo
necesidades reales que requieren de una plataforma ideológica para mover su
voluntad a la acción. La ideología es utilizada para dar una visión de la
realidad y el imaginario es la asimilación de un modelo de identidad. Hidalgo muestra
al indio una virgen india, le regala una madre[10]; Hitler le da a los
alemanes un modelo de hombre que levantará el ánimo de un pueblo deprimido y
angustiado. Ambos ejemplos emplean la imagen como instrumento ideológico y a su
vez la reivindicación con un pasado, con un legado histórico que se proyecta a
futuro. El imaginario es beber de la fábula ideológica, tomarla como realidad
verdadera, adquirir “conciencia” a través de ella y ejercer las prácticas encomendadas.
José Manuel
Villalpando nos dice sobre una de las características del cardenismo donde
podemos vincular el uso de los imaginarios:
Cárdenas dotó
al sistema político mexicano con una serie de pilares ideológicos que luego se
convirtieron en paradigmas del México moderno. El más importante fue el llamado
nacionalismo revolucionario, vinculado en todos sentidos a la defensa de la
soberanía nacional frente a la amenaza constante del exterior, particularmente
de Estados Unidos.[11]
El despliegue
ideológico se encuentra contenido en el discurso político como en
sus prácticas sociales, en las cuales, si bien defendían la soberanía nacional,
se utilizó el recurso de la amenaza exterior como un motivante de la defensa de
lo “nuestro” en un proyecto imaginario de unidad nacional.
Podemos
observar cómo la ideología y el imaginario tienen un contacto constante con la
realidad, pero vista y presentada desde la óptica del dueño del discurso. Otro
aparato de control del Estado y reproductor ideológico es la educación. Continuando
con Cárdenas y el periodo “socialista” en México, el general expresaba lo
siguiente: “…La educación socialista combate el fanatismo, capacita a los
niños para una mejor concepción de sus deberes para con la colectividad y los
prepara para la lucha social en la que habrán de participar cuando alcancen la
edad suficiente para intervenir como factores en la producción económica”[12]. En
otras palabras, se quiere establecer un nuevo orden social, anatemizar la
conciencia a partir de la lucha de clases por medio del despliegue educativo
socialista, superar la ideología religiosa y establecer la conciencia
proletaria.
En resumen, la
ideología trabaja en colocar la representación de lo real y el imaginario es el
motor de la práctica con que se trabaja para dirigir la voluntad y la
conciencia.
En estos
momentos podemos preguntarnos ¿Qué es lo que lleva a la empatía ideológica?
Podemos responder: la necesidad, ya sea por la opresión, la miseria; o por
elementos abstractos como el miedo al aislamiento, el deseo de poder, o el
resentimiento. Ambas ópticas requieren de la adhesión social dentro
de una población que le dé fuerza a su debilitada voluntad.
Sensación de poder y superioridad produce el agradable calor de estar
estrechados los unos con los otros. Es éste el triunfo del Estado-Nación.
No se trata de
la lucha por la supervivencia -pues gracias a la técnica y a los altos procesos
de producción, se han logrado satisfacer las necesidades primarias-
sino de generar la constante insatisfacción de querer poseer nuevas necesidades
implantadas. Para ello se requiere enfrentar al otro que amenaza contra la
felicidad propia, esto como producto de la ilusión otorgada por el progreso,
pues las dinámicas empleadas socialmente y adquiridas por el individuo responden
a necesidades económicas, por ende de producción en los marcos del capitalismo.
Erich Fromm nos dice:
El proceso
social, al determinar el modo de vida del individuo, esto es su relación con
los otros y con el trabajo, moldea la estructura del carácter; de ésta se
derivan nuevas ideologías –filosóficas, religiosas o política- que son capaces
a su vez de influir sobre aquella misma estructura y, de este modo, acentuarla,
satisfacerla y estabilizarla…[13]
El
Estado, para mantenerse y reproducirse, se vale de mecanismos cada vez más
sofisticados, tanto en la incorporación de necesidades como en la asimilación
de nuevos imaginarios tales como la igualdad de unos con otros, o
la creencia de que el pueblo manda a través de la democracia, o que todos
podemos alcanzar la felicidad si luchamos por ella. Los profesionales
de la ideología son los que se encargan de repartir la enseñanza del
Estado y éstos, como diría Althusser, los encontramos en la escuela, en la
iglesia, en el ejército, en la televisión, etc. A partir de estos elementos se
vincula la percepción de la realidad, asegurándose de enseñar las habilidades
prácticas que permitan el sometimiento del individuo a la ideología dominante.
Al individuo se
le reivindica mientras éste sea útil al fortalecimiento de los lineamientos
sociales en pro del Estado legislador. Aquél que no cumpla con las
reproducciones afianzadoras es visto como un detractor: “Un
patriota es el que sostiene la república en masa; cualquiera que la combate en
detalle es un traidor”[14]. Sin embargo, criticar a
la autoridad es un legado otorgado por la Ilustración. ¿Cómo el
Estado rector puede asimilar dicha contradicción?
III
El rebelde
Dado que
pretende encontrar unidad dentro de lo diverso, el Estado reconoce la
individualidad de sus congéneres como las múltiples expresiones de identidad
que en él se desarrollan; suprimirlas sería llevar a la posibilidad
de una insurrección. Un Estado débil aplicará la fuerza para condenar a los que
afrentan su dominio -por ello es que todo régimen autoritario está condenado a
la extinción- pero un Estado fuerte se valdrá de las diferencias y
contradicciones para inocularlas a su beneficio.
Valiéndose de
sus propias contradicciones, el Estado-Nación, se puede explicar mediante el
padre de la política moderna, Maquiavelo señala que “Un
príncipe hábil debe hallar una manera por la cual sus ciudadanos siempre y en
toda ocasión tengan necesidad del Estado y de él. Y así siempre le serán fieles”[15]. Las necesidades
que tienen los grupos inconformes al pugnar contra el Estado, crean tensión
para encontrar reconocimiento de su identidad. Esta demanda se hace hacia el
Estado, lo cual es una muestra clara de la necesidad que éste proporciona,
donde la demanda misma de reconocimiento es muestra clara de fidelidad.
¿Qué es el
rebelde? es aquél que se vuelve violentamente o en forma de guerra
contra un poder o autoridad, dando como resultado una rebelión. Este elemento
reactivo a todo orden es también un agente indispensable para la evolución del
Estado, pues el rebelde permite el movimiento y transformación de las prácticas
que se implantan. El rebelde crea también nuevas ideologías y da paso a un
nuevo orden. Personajes rebeldes podemos ver a lo largo de la
historia, ya sea Sócrates, Jesucristo, Lutero, Giordano Bruno, sin embargo al
rebelde que haremos referencia es el que surge a partir de la
Edad Moderna, pues la intención es ilustrar cómo el rebelde ha ayudado a
la evolución del Estado-Nación, donde las revoluciones modernas han permitido
la instauración de un Estado más flexible y a su vez más poderoso.
Si bien el
Estado moderno ha dejado atrás el fanatismo religioso y la cerrazón, por otra
parte arroja al hombre a un mundo desencantado, donde la fe consiste en la
ciega creencia del mundo de los procesos mecánicos y cientificistas, y el papel
que juega nuestro rebelde en la presente época dista mucho del
carácter universal de los personajes antes mencionados, ahora se enfrenta al
Estado, y le exige a éste su transformación.
El rebelde
viene a ser identificado, diría Camus, “Un hombre que dice
no. Pero si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su
primer movimiento”[16].
El rebelde establece una denuncia contra algo que no puede continuar,
dice no al estado de opresión en el que se encuentra inmerso,
pero a su vez, en ese no hay una afirmación, pues se reconoce
dentro del espacio que niega, que es la realidad a la cual no puede seguir
perteneciendo. El rebelde así, es aquél que invierte los juicios de valor, o al
menos los pone en crisis y transforma con nuevas ideologías. Pero ¿cuál es el
papel del Estado y el proceso de inoculación de agentes rebeldes? en
otras palabras ¿cómo se asimila la contradicción de las prácticas negativas
para reforzar al Estado?
La historia ha
mostrado que la conservación de un pueblo requiere que la mayoría de sus
individuos mantengan un sentimiento común por medio de las prácticas de
cohesión, las cuales son la causa de identidad y los fundamentos de toda
civilización. El planteamiento de principios indiscutibles o verdades sin discusión,
es la herencia de un legado que se transmite por generaciones, en
un principio por necesidad y posteriormente por hábito, por consiguiente se
modelan los arquetipos de las creencias comunes. La subordinación del individuo
es necesaria para el desarrollo de la cultura; sólo mediante el establecimiento
de parámetros, por ejemplo de lo bueno y lo malo, lo útil o lo
inútil, se incorporan las valoraciones fijas, y se trascienden por medio de la
educación. La conservación del Estado, podría pensarse, requiere de individuos
homogéneos, llanos, unidimensionales, empero, los instrumentos
de control ideológico de un Estado son tan diversos que reconoce la pluralidad
de los miembros que lo constituyen, entonces, al reconocer las diferencias,
necesita clasificarlas de acuerdo a sus necesidades, satisfacer las partes para
el beneficio y conservación del todo, pero sin perder los puntos fijos que son
la estructura del mismo. Por ejemplo, podemos observar la gran variedad de
partidos políticos, cada uno de ellos, ya sea de “izquierda” o
“derecha”, justifican la estructura general que los mantiene, son parte de los
mismos mecanismos de un sistema establecido.
Generar hombres
iguales, en cuanto a necesidades y pensamientos, llevaría al embrutecimiento
paulatino y a la degeneración del Estado. Se requieren los contrastes, puntos
divergentes que pongan en marcha el funcionamiento del gran motor, donde el
hombre corresponde al engranaje de la maquinaria.
Los puntos
fijos mantienen la estructura, son los individuos que han adoptado la ideología
imperante a través de los educadores ideológicos, así como por la tradición y
costumbre. Los puntos fijos son los elementos que conforman las prácticas
imaginarias del Estado-Nación, como diría Tagore “Una nación, en el sentido
de la unión política y económica de un pueblo, es el aspecto que asume toda una
población cuando se organiza para cierto fin mecánico”[17][17]. La población
en este sentido no se explica en el ser individual sino en el conjunto social,
donde el ser individual cree tener una independencia, una autonomía, un libre
criterio para elegir, sin embargo, este tipo de individuo es una constante
repetición, pues aspira a lo que todos sus congéneres desean, creyendo tener
distancia de ellos. Este resultado surge de las necesidades que el sistema
capitalista ha implantado: la constante competencia en las fuerzas productivas.
En la lucha emprendida se vislumbra la necesidad del poder, la comodidad, la
codicia, la rivalidad; se hace a un lado lo humano, pues lo que al Estado le
importa es el buen funcionamiento de la maquinaria, donde los hombres, que
antes eran mecánicos, son ahora objetos de la máquina.
El imaginario
para consolidar el punto fijo, en la supuesta independencia del hombre, crea el
imaginario de individualidad y autonomía; es el hombre el dueño de sus deseos y
apetitos, donde la constante competencia le hace mirar al “otro” con recelo.
Sin embargo, dicha “autonomía” le convierte a su vez en un ser temeroso de las
adversidades y el cambio. Este individuo no puede sobrevivir bajo su propia
fuerza, por ello requiere del “otro” para mantenerse, para escapar de la
sensación de miedo e inseguridad de estar solo consigo mismo. Ejemplos de estas
prácticas hay muchos, la administración del tiempo libre es muestra clara; el
hombre no debe encontrar descanso, pues su descanso debe estar confinado a
prácticas que le impidan acercarse al ocio. El entretenimiento se dirige a
actividades consumistas, desde visitar plazas comerciales, cines, galerías,
bares u otros centros de diversión. Erich Fromm nos dice al respecto:
El hombre
moderno cree que sus acciones están motivadas por el interés personal, en
realidad su vida se dedica a fines que no son suyos… El “yo” en cuyo interés
obra el hombre moderno es el yo social, constituido esencialmente por el papel
que espera deberá desempeñar el individuo y que, en realidad, es tan sólo el
disfraz subjetivo de la función social objetiva asignada al hombre dentro de la
sociedad.[18]
Retomemos ahora
a los agentes reactores para analizar cómo éstos fortifican al Estado. Pongamos
como ejemplo a los intelectuales, cuya labor transita en cuestionar
y discutir sobre la realidad, reflexionar sobre la eticidad de las costumbres, o postular distintos escenarios de
mundos posibles. Ellos son elementos de reblandecimiento que pretenden poner en
crisis a la estructura dominante. Hablan de la novedad y la diversidad, se
niegan al estancamiento que ofrece la estabilidad de los puntos fijos. Si es
necesario, serán exterminados, muchas veces no por el Estado, sino por el mismo
rechazo de sus compatriotas, ya que al ser una minoría son evidentemente
débiles, y al cuestionar los imaginarios sociales como la igualdad, la
educación, la fe, las leyes, y todo lo que implica fuerza para el colectivo,
provocará que sus principios sean peligrosos y considerados como dañinos. Sin
embargo los agentes reactivos participan, si tienen el poder necesario, en la
misión de hacer compartida su insatisfacción o inconformidad, generando así
nuevas prácticas de reconocimiento social, por ende del Estado.
La voz reactiva
no pugna contra el Estado, sino contra el funcionamiento de éste; vitupera
los instrumentos de dominio, señala culpables de toda índole, como a la
economía, la razón, la ignorancia, y sin embargo su ejercicio es mantenido por
el financiamiento del Estado mismo; si sus obras son influyentes ante la masa
suena la alarma, pero como en nuestros días eso es imposible, se les puede
inocular con facilidad.
Dicho de otra
manera, podemos imaginar al Estado como un cuerpo vivo, el cual, si es lo
suficientemente fuerte, podrá resistir alguna infección y a su vez generar los
anticuerpos necesarios para contrarrestar el mal, dicho proceso de asimilación
del ente negativo será procesado y puesto al servicio del fortalecimiento general.
Lo duradero es
la fuerza de la comunidad que reconoce los arquetipos mediante la creencia y el
sentimiento de unidad, por su parte los menos contribuyen al
cambio mediante procesos de inoculación benéfica para el Estado. Otros grupos
minoritarios buscan inclusión en los aparatos institucionales del Estado y el
reconocimiento de su diferencia con la sociedad. Movimientos indigenistas,
feministas, homosexuales, emplean sus fuerzas para que el Estado les reconozca,
tratan de reblandecer las estructuras fijas e incorporar nuevas prácticas
regidas por un Estado de derecho. La negación y descontento que tiende a
cuestionar la autoridad sirve para que ésta se vuelva flexible e incluyente,
donde un Estado fuerte podrá incluir las diferencias, pues como se ha mencionado,
requiere de la movilidad de los mecanismos que permitan el “progreso”. Cuando
se duda de la credibilidad de las instituciones, no se vitupera a la
institución en sí, sino a los integrantes que la conforman y vician. Por ello,
desde la gran Revolución Francesa solamente se han suscitado
movimientos de Reforma y no revoluciones.
Cada movimiento
social busca reafirmar al Estado, no proponer modelos distintos, la
Revolución se proyecta a la humanidad, y los movimientos sociales a la
conservación de un modelo fijo y específico. Tal es el caso de los sistemas
totalitarios, en donde el uso de ideologías son las consignas con que los
líderes proceden. Los nazis inventaron la llamada superioridad biológica para
definir su identidad, excluyendo a todo mundo y convirtiendo sus instrumentos
ordenadores en máquinas brutales. La identidad creada en el nazismo retoma
la idea de la bestia rubia de la que Nietzsche habla, pero deforma su
discurso y lo convierten en una práctica imaginaria a través de la propaganda
ideológica. El Estado alemán era excluyente en todo sentido, lo cual era viva
muestra de la necesidad imperiosa de mantener el punto fijo.
Los Estados que
buscan la unidad dentro de lo diverso, “respetando” y “reconociendo” las
diferencias, son más eficaces en la creación de imaginarios, inoculan a los
agentes reactores, pues éstos no se manifiestan contra el Estado sino que
reclaman legislaciones que aprueben su “identidad”, reconociendo así a la
autoridad.
Recordando a
Maquiavelo: “El que llegue a príncipe mediante el favor del pueblo debe
esforzarse en conservar su afecto, cosa fácil, pues el pueblo sólo pide no ser
oprimido”[19].Es por eso que
nuestro gobierno vela por la creación de nuevas leyes que tengan a todo grupo
social contento en su proceso de integración totalitaria. La libertad de
expresión es la voz de nuestra libertad, voz que reclama justicia, pero que sin
la fuerza colectiva y el reconocimiento del Estado, es sólo una voz más que al
verse desprotegida queda en silencio.
Nuestra
identidad es un estandarte moderno que aún debemos considerar si es justo y
necesario levantar al aire. El sueño de la identidad dentro del proceso
Estado-Nación, ha llevado a grandes conflictos, desde la negación a otros,
persecuciones, muerte; hasta la manipulación de grupos dominantes para
justificar prácticas de poder. La identidad, dentro de los mecanismos que
forman parte del Estado, es un fenómeno bastante confuso, pues desde una
perspectiva, es la evolución de los ideales del hombre, de la liberación de
antiguas cadenas y, desde otra, es la configuración de nuevos símbolos
opresivos, que más allá de afirmar la esencia del hombre, son prácticas de
control ideológico que sólo impulsan a la cerrazón, al engaño, al deseo
vehemente de formar parte del engranaje de un todo fragmentado. Tanto la
industria cultural, como la necesidad de consumo, son muestras claras del
embrutecimiento paulatino al que todos estamos expuestos. Nadie vitupera los
beneficios de la técnica, ni de los sistemas de producción, por el contrario,
se ensalza con orgullo el progreso y se ve nuestro tiempo como la consumación
de la historia. Nuestra cultura material justifica la dominación desde su
carácter ideológico y se reproduce por medio de las experiencias concretas en
el acceso a la comodidad y el lujo: el ideal burgués. Este sueño lleva tras de
sí la propia aniquilación del individuo, pues las valoraciones reproducidas
están dentro de los aparatos de producción y utilidad.
Los grupos
rebeldes vituperan el orden y permiten que la estructura del Estado sea
flexible, ya que la fuerza reactiva está a la espera del reconocimiento que
sólo el Estado le puede otorgar. Las revoluciones sociales no imputan al
Estado, sino a las prácticas ejercidas internamente por éste. El espíritu
rebelde sería efectivo si se buscaran nuevos arquetipos, tal vez nuevas
ideologías capaces de hacer creer en nuevos imaginarios. Finalmente ese es el
trabajo del arte y la filosofía. En su lugar se instaura un punto fijo de
hombre, al cual el Estado ha domesticado para no confiar en sí mismo, ni en los
otros; su voluntad debe estar apuntalada ante la ley que se hace valer por el
Estado, como diría Maquiavelo: “El ciudadano no siente responsabilidad
con el pueblo, pues ésta la entrega a quien le puede otorgar la libertad al ser
oprimido por los enemigos del propio pueblo, es por ello que el ciudadano se
entrega al Estado.”[20]
Quizás sea el
Estado-Nación un paradigma, el cual es relativamente nuevo ante nuestros ojos.
Posiblemente la cercanía que tenemos, como hijos de nuestro tiempo, nos impide
matizar y distinguir sus partes. Un hecho evidente es que nuestra labor
consiste en atrevernos a mirar más allá del sentido inmediato, pensar
dialécticamente, ver la contradicción y hacer uso del sentido crítico. Hemos de
preguntarnos entonces sobre la posibilidad de que una cosa pueda surgir de su
antítesis. Tarea complicada, pero quizás, no imposible.
Permitámonos
especular lo siguiente: “El Estado es el nuevo ídolo del pueblo. Estado
llamo yo al lugar donde todos, buenos y malos, son bebedores de venenos:
Estado, lugar donde todos, buenos y malos, se pierden a sí mismos: Estado, al
lugar donde el lento suicidio de todos, se llama: “la vida”[21]
Habría que
detenerse y reflexionar con bastante profundidad las palabras de Zaratustra,
preguntarse en qué medida tal especulación tiene alguna verdad contenida, pues
de ser así, nos diría que ahí donde termina el Estado comienza el hombre, y
aquí donde estamos, en nuestro Estado, se encuentra la barbarie.
[2] La Ideología nazi tuvo una rápida implantación
social, diría Erich Fromm en su texto Miedo a la libertad: En
la psicología del nazismo; desde una perspectiva psicológica, hay
una disposición a someterse ante el nuevo régimen, motivada por un estado de cansancio
y resignación como consecuencia de la Posguerra. Los alemanes,
principalmente jóvenes, encuentran en Hitler su salvación y esperanza. Asimilan
una obediencia ciega al líder, así como el odio a las minorías raciales; apetitos
de conquista, exaltación del pueblo alemán y de la raza nórdica, como elementos
de atracción emocional que lograron convertir a gran parte de un pueblo en
seguidores apasionados de una ideología, en muy poco tiempo.
[3] La voz “bárbaro” no denota necesariamente a los guerreros norteños de pelo
en pecho. Ya en el siglo V a.C. su significado remitía simplemente a alguien
que fuera “diferente de nosotros.
[4] Sánchez Díaz De Rivera, M. (2006). Reseña de: Los
caminos del racismo en México. De Gómez, J. Núñez, F. Castellanos. Cuicuilco,
37 (13), 207-212.
[8] Disponible en: http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/derhum/cont/30/pr/pr23.pdf
[10] El profesor Mauricio Pilatowsky en su conferencia: “La virgen de
Guadalupe en la colonización del imaginario mexicano”, nos
dice: “…Guadalupe es también acompañante de los defensores de su mito;
legitima la causa de quien la porta. Su utilización en todo tipo de luchas
funciona para proteger a los que pelean, mientras que amenaza a los que los
enfrentan, en la fantasía de los portadores de su imagen la madre los protege
mientras ellos defiendan su virginidad, y el que se atreva a desflorarla
atraerá sobre sí la ira del Padre”.
[11] Villalpando, J. y Rosas, A. (2003). Historia de México a través
de sus gobernantes. México: Planeta Mexicana.
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