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martes, 27 de diciembre de 2016

El imperio de las nalgas, sexo en la era de la vulgaridad

Alejandro  Pérez Gómez

A los trece años conocí el porno. Todo el mundo sabe que a la medianoche Golden  se transforma en un canal de películas XXX y yo lo descubrí cambiando aleatoriamente los canales de la tele una noche de insomnio. Con todo y que para ese época la industria de la pornografía ya tenía cierto auge, –tanto como para ser parte de la programación de un canal de paga- no había cobrado las dimensiones que posee hoy día. La llegada y posicionamiento del internet como herramienta indispensable en la actualidad ha logrado que el  acceso a todo tipo de contenido de esta clase sea cada vez más sencillo pero sobre todo más demandado. Los más retorcidos gustos han creado la necesidad de que el porno  se subdivida en categorías rayanas en lo absurdo y lo grotesco convirtiéndolo en una de las industrias más rentables del mundo.

Pero, ¿qué vende el porno que resulta tan redituable a los que lo producen? Algunos poco cautelosos dirán que lucra con el sexo pero no es así. El sexo o para decirlo mejor el reduccionismo a la genitalidad es la mitad de sus materias primas pero no es el producto final.  La otra mitad de la materia prima -por extraño que parezca- la pone el que está al otro lado del monitor, pues el segundo componente son las fantasías. En efecto, los realizadores se sirven de ambas cosas para lograr poner a la venta una promesa, quizás tanto  más falsa cuanto  más atrayente: la “realización” de las fantasías sexuales listas para ver en HD.

 El  cuerpo ha estado a la venta o ha sido moneda de cambio  desde tiempos inmemoriales, no por nada la prostitución es llamada el oficio más antiguo. Pero no es por ese tipo de  comercio  por lo que  está dispuesto a pagar quien visita un sitio porno,  sino por ver alguien que encarne sus deseos y cumpla por él lo que en última instancia es humanamente imposible. De ahí que hay incluso quienes, asiduos espectadores de pornografía, sienten aversión por la prostitución.  
El porno no lucra estrictamente con el sexo sino con la  apoteosis  del acto sexual, frecuentemente falseado, exagerado y llevado a los límites de lo creíble. Es por eso que para la inmensa mayoría de los “consumidores” los actores porno son poco más que héroes; semidioses cuyas hazañas fálicas, anales o vaginales son reseñadas, discutidas y laureadas   en foros de discusión en línea a pesar de que se sabe con seguridad que en la filmación intervienen mil y un artificios y trucos para lograr que nuestros nuevos Heracles tengan prolongadas erecciones, torrentes eyaculatorios, orgasmos estrepitosos, y orgías que harían palidecer a Calígula.  Esta es pues, la diferencia cualitativa  entre  prostitución y pornografía por la que se decanta el cliente: rentar por unos minutos la realidad física del cuerpo a secas con sus respectivas y naturales limitaciones  o comprar  la fantasía de cumplir toda fantasía, hacerse con una imagen de lo imposible, tener un héroe que castiga con la verga a las que se portan mal.

El papel del espectador en la pornografía es totalmente pasivo y no requiere ningún  esfuerzo mental -ya no digamos físico. La prosecución de imágenes fluye con tan solo dar clic y ponerse cómodo, cambiando entre videos según resultan o no, lo esperado dando un nuevo clic. Pero en este ciclo hay un proceso perjudicial cuyo mayor peligro estriba en ser  casi imperceptible: la deshumanización una atrofia progresiva de la imaginación.

Hay una gran diferencia entre tener sexo por placer y en experimentar placer al ver a dos personas teniendo sexo, más aún cuando sabemos de antemano que es ante todo un artificio -y artificio es ya una  palabra bastante generosa para el porno- del que además no participamos. El que el  porno sea en sí mismo un montaje del que se tenga cierta dependencia o gusto exacerbado indica que somos víctimas de nuestra propia mentira; lo que fue concebido como ficción viene a resultar la “realidad” a perseguir, un ideal de vida que por inalcanzable no deja de ser tan adictivo como esclavizante.  Es por ello que entre más falso y aberrante sea, más parece convencer a su público.

Podría preguntarse dónde está lo deshumanizante si dos personas teniendo relaciones sexuales es lo más natural del mundo, si el acto sexual no es exclusivo del hombre, pues biológicamente hablando en ése sentido nuestra especie no dista mucho de cualquier otro mamífero. Sin embargo, a poco que se le considere notaremos que en el caso del hombre la conducta sexual abarca mucho más que el mero aspecto biológico y atraviesa la moral, las relaciones afectivas y sociales e incluso la espiritualidad. Formas de convivencia en las que sí nos diferenciamos de cualquier otro animal. Las formas explicativas que hacen consistir al acto sexual en pura animalidad dejan de lado –sin fundamento- estos correlatos y hacen del hombre una argamasa molecular víctima de sus hormonas, -neurofisiología- o de su tiempo –-materialismo histórico. 
Mostrando simple llanamente a dos personas que tienen relaciones es que se falsea la realidad sexual del hombre, pues como se ha dicho, en el aspecto biológico  no hay diferencia con cualquier otro animal. La crudeza de las imágenes pornográficas da cuenta de un mundo al que no pertenecemos, a saber, el de la pura corporeidad sin rastro alguno de actividad psíquica, emocional etc. En la pantalla vemos la mentira que queríamos ver y por la que además pagamos: dos animales cogiendo a secas. Esta falsación de la vida afectiva del ser humano tiene un efecto enajenante porque al presentar al hombre como no es, estos aspectos de lo que nos hace propiamente humanos se escapan de nosotros inadvertidamente haciendo que al considerarlos posteriormente los miremos con extrañeza y preguntemos: ¿qué  hacen estas cosas aquí?            

 ¿De dónde obtuvo algo tan falso un poder tan enajenante?  Sospechamos que la respuesta recae en la capacidad de desear sin límite y en la infundada creencia de que dicha capacidad debe regir nuestra vida.  En efecto, los deseos vienen a nosotros en un tropel que no da tregua pero de eso no se sigue que todo lo que deseamos se benéfico y mucho menos que en el cumplimiento de todos nuestros deseos  estribe la felicidad. De vuelta del mundo porno, la imaginación y el deseo quedan  falsamente saciados como alguien que por mitigar el hambre fuera capaz de comer piedras. Pero alimentarse no es llenar la panza sino darle al cuerpo lo que necesita, y lo que necesita y lo que apetece no son siempre lo mismo.

Aquí en el mundo, donde el acto sexual dura unos minutos, donde no hay senos gigantescos dispuestos para nosotros, culos que eclipsan el horizonte, vergas que se mimeticen con los  rascacielos, o como dicen por ahí, como brazo de albañil, la realidad nos parece enfadosa, aburrida y chocante porque hemos llegado a creer nuestra propia mentira, y más aún a comprarla en pay per view.           
   

1 comentario:

  1. La prostitución no es el oficio más antiguo del mundo. Para que haya prostitución tiene que haberse institucionalizado la propiedad privada, y debe haber una economía monetaria, lo que supone que ya hay una especilización del trabajo. Más antiguo que el trabajo de prostituta es el de sacerdote, guerrero o pastor. Puedo decirte que, en África, la prostitución se desarrolló (y mucho) con la llegada de los colonizadores europeos. Por ejemplo, en la Guinea española, la llegada de los madereros españoles estableció un principio de desigualdad: las empleados en una empresa disponían de más recursos económicos, con lo cual podían acaparar mujeres. De ahí al inicio de la prostitución sólo hay un paso.

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