Por Jorge Guarneros
Por fin despierta. “¿Cuánto he
dormido?” Se siente pesada, no reconoce en dónde está. Todo es diferente: la
cama esta muy suave, su cuerpo se hundió en el colchón. Una sabana delgada
cubre su desnudez. En el techo hay un candelabro que jamás había visto; no
tiene focos. Todo se siente diferente. El aire es muy fresco y se huele el
aroma de una flor…”Amapola…”. Respira hondo tratando de absorber el olorcillo
que la reconforta. Siente como el olor de aquella planta la impulsa a
levantarse de esa cama mullida. Retira la sabana de su cuerpo y se pone la bata
que esta a sus pies. A tientas busca que ponerse para no pisar el
suelo frío. No encuentra nada y pone sus pies tibios en el piso frío y un
pequeño escalofrío recorre su espalda. El helado suelo hace que sus pezones se
levanten tanto que se pueden notar a través de la bata. Antes de dar el primer paso se detiene y mira
con detenimiento el cuarto… “¿Dónde estoy…?” Se pregunta mientras amarra el
cordón de la bata alrededor de su cintura tan fuerte como si quisiera que algo
la protegiera de la extrañeza que le provoca el lugar. Busca una puerta, pero
no tiene perilla que girar y sus esfuerzos por jalarla son inútiles… La puerta
no se abre. “¡La ventana!” Corre hacia ella, retira las cortinas. La luz del
día la enceguece y hace que de un paso atrás. Estira sus manos y encuentra un
pasador, pero esta atascado. Por más esfuerzo que hace no logra abrir la ventana.
Cansada por el esfuerzo se retira de la ventana y va a sentarse a la orilla de
al cama. “Es muy suave”. Ya no tiene frío. Sus pezones vuelven a relajarse.
Hace un esfuerzo por recordar cómo es que fue a dar a ese cuarto del que no
puede salir. Cierra los ojos para concentrarse en los últimos acontecimientos
que su memoria le trae: “Sí, salía del teatro, era de noche, las nueve de la
noche. Me encontré con Helena, nos saludamos y después me fui y… No sé. No
recuerdo qué pasó después... ¡Sólo amanecí aquí!”
Desesperó por no recordar más.
Caminaba de un lado a otro de la habitación buscando una salida que no había.
Sus pensamientos ahora estaban revueltos, no podía hilvanar una idea clara,
razonarlos. “¡No es posible que no lo recuerde!” Grita mientas sigue andando de
aquí para allá, rodeando una y otra vez la cama, buscando ya no una salida sino
una respuesta, un recuerdo que le dijera qué hace ahí en esa habitación de
puerta sin perilla, de una ventana que no se puede abrir y de una cama muy
suave que parece que la absorbe cada vez que se sienta en ella.
-La ventana… ¡Hay luz afuera! ¡Es
de día! ¡Ya debe de haber gente en la calle!- Corre de nuevo hacia la ventana,
se asoma y golpea el vidrio con ambas manos a la vez que grita con todas sus
fuerzas -“¡Ayuda! ¡Por aquí!” Después de un rato nota que nadie pasa ni hay
quien escuche su voz. La desesperación la envuelve tan fuerte como la cinta de
la bata alrededor de su cintura.
Trata de serenarse. Vuelve a la
cama, ahora se recuesta en ella. Le agrada sentir como se hunde poco a poco en
el suave colchón. “Es tan suave como estar en un sueño”, piensa.
Lentamente sus parpados comienzan
a cerrarse. El cansancio mental se apodera de su cuerpo y lo lleva del estado
de tensión en el que se encontraba a una sensación de relajamiento tan agradable que por un breve instante le
hace olvidar de la situación en la que se halla. Pero hay algo extraño: no
puede conciliar el sueño, por más cansada y aletargada que se siente, no puede
dormir. Algo se lo impide. Trata de incorporarse de la cama, pero no puede. La
cama antes suave ahora se siente dura y
la aprisiona no dejándola levantarse. En su desesperación trata de girar
la cabeza, pero solo puede hacerlo un poco. Aun así logra ver la puerta
abierta. Un aire fresco entra por ella trayendo el olor de las amapolas. Las
cortinas se mueven… “¡La ventana también está abierta!”, piensa con desespero.
Por más esfuerzo que hace no consigue arrancarse del colchón. Grita con la
esperanza de poder ser oída… Pero nada. Está sola, sin poder moverse de ese
colchón en el que se ha hundido y en el que la desesperación y el terror se
apoderan de su mente -“!¿Por qué estoy aquí?¡”-, continua gritando. El
candelabro que esta encima de ella se enciende iluminando toda la habitación.
Los focos antes ausentes ahora alumbran cada rincón del cuarto. Aterrorizada,
Isabel no sabe que pasa. Su rostro se desfigura en un horrible gesto cuando
escucha una voz que viene desde fuera de la puerta: “Despierta Isabel,
despierta…”. En seguida todo oscurece… Isabel despierta muy agitada. De
inmediato reconoce que esta en su habitación: ahí esta su closet, su espejo
oval, su cajonera de madera color marrón, y a lado de su cama su cómoda con su
lámpara. Recobrada del sobresalto, se levanta de la cama y a tientas trata de
ponerse sus sandalias para ir a encender la luz del cuarto. Se acerca a su
cómoda para prender la lámpara, pero el foco se ha fundido. Una sensación de
confusión la domina. No se siente a gusto. Decide sentarse en su cama para
calmarse. Poco a poco recuerda la pesadilla que tuvo, y se dice que solo fue
eso, un sueño, una pesadilla provocada por una cena pesada y dormir a deshoras.
El olor de una flor llega a su nariz, la reconoce… “Amapolas”. Un escalofrío
recorre su espalda, y como un susurro escucha que la llaman... “Isabel, Isabel,
despierta…”.
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