Por E Ruiz
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Pegado siempre a la vía, formando parte integrante de ella, más parecía
un instrumento mecánico que un hombre. No conocía el mundo más que el pequeño espacio que abarcaba su vista.
Dos altos muros de granito recubren una cueva artificial; bajo sus pies,
las venas de la tierra metálica atraviesan el túnel misterioso. Nervios de
acero forman parte de un nuevo mundo en contacto, en movimiento. Ellos existen
saliendo y entrando de esas bocas. Repentinamente el poderoso sonido: es el grito de una cabeza sin ojos que escupe una serpiente demoníaca.
Sobre un montecillo de arena, donde los pies se hunden al andar del
camino incierto, alzábase una caseta de
madera que servía de alojo nocturno. Allí vivía el vigilante. Nadie se acordaba
de él y él a nadie recordaba. Brusco y salvaje, fiel a sus deberes, sin pensar
en el porvenir, sostenía un pasado que era igual al presente, ahí ejercitaba el mayor de los heroísmos, el que
se desarrolla en el secreto impenetrable de una existencia obscura, sin recibir
halagos de la suerte, ni solicitar aplausos mundanos, él, el nacimiento de un
alma desgraciada que sabe sucumbir sin ver más allá de un horizonte impuesto
por fuerzas superiores, por dioses de cristal.
Atento siempre al más ligero rumor, velado mientras los demás duermen,
arrojado por la civilización sobre una roca. Apenas sonaba el lejano silbato
corría a su puesto y los trenes pasaban frente a él, despidiendo chispas de
fuego, ensordeciendo los aires con su retemblar de trueno, sin dejar tiempo
para apreciar los detalles del conjunto diabólico que ofuscaba su vista y, al
salir del túnel para entrar a otro, lanzaban infernales resoplidos que ahogaban
la respiración. El hombre ciego, mudo, sordo y sin aire, adoptaba
fantásticamente su actividad: alinear con esmero aquellas venas de
metal. Cuidaba con dedicación las vías, como un padre que vela por el hijo, y
al oprimir la palanca que permitía el cruce de los rieles, le parecía que estrechaba una mano amiga.
Veía pasar un año con la misma tranquilidad inmutable y conforme; los
trenes veían siempre al pasar los años a su fiel vigilante, quieto en su tumba
con los cabellos grises, ojos cansados, rostro curtido… Lo único que variaba en
el vigilante era el objeto destinado a lucir en su mano al paso del tren, una
bandera que servía de sustentáculo.
Cuando la bandera estaba arrollada, el tren pasaba desdeñoso y confiado:
la vía estaba libre. Si la bandera desplegada era verde, el tren refrenaba su
marcha, avanzaba con recelo. Si era roja, se detenía amedrentado ante la ráfaga
de sangre que se agitaba ante su vista, anunciando la proximidad de un peligro.
Aquellas vías representaban una inmensa red de almas entrelazadas en
pasiones que a su vez se servían como objetos de amor. El positivismo que se
extiende a todo el mundo, buscando ensanchar más la esfera de los goces
materiales a través de un nuevo espíritu que confunde la realidad. La fortuna
de un comerciante, los ideales del artista, los pensamientos del sabio, el
criminal en fuga, los ojos extraños… todo eso viajaba en el tren y todo eso se
encontraba pendiente breves instantes de la mano del vigilante. Todo puesto en
juego con un simple accionar. Una pequeña vacilación, un mínimo esfuerzo, como
apretar un simple botón, bastaría para trocar en polvo tantos destinos que
pasarían sin dejar huella en este mundo. ¡Aquí la importancia del vigilante!
Nunca mayor desdén fue soportado con mayor abnegación, y al ver aquellos
cíclopes de ojo encarnado salir de una negra caverna para meterse en otra y
pasar y repasar por delante de su caseta, no se le ocurría exclamar: “¡Ay!
Corran… vuelen… para que tanto se muevan es preciso que yo permanezca
siempre inmóvil, siempre plantado en el hierro. Si ven nuevos horizontes es a
cambio de que yo no conozca más espacio que esta sepultura. ¿De qué serviría
que el rayo, aprisionado en un alambre, merodeara y deletreara sumiso la
palabra humana, y que el vapor arrastrara pesados trenes y férreas máquinas
empujándolas a su capricho por todos los confines del mundo, de igual modo que
la voluntad mueve a su antojo la materia humana en los sublimes esfuerzos del
poder, si yo no hiciera fecunda esa potencia, manteniéndola siempre en el buen
camino? Una ligera inclinación de mi mano bastaría para tocar los instrumentos
de la vida en ciegos y terribles gritos de destrucción y muerte. Sigan su camino
sin mirar en mí, crucen confiados, no se detengan, yo velo por ustedes,
nada tienen que temer. El esclavo más ciego de la civilización no faltará
jamás a su puesto!”
Pero el vigilante, nuestro vigilante de nacimiento, no se le podían
ocurrir tales cosas, realmente le eran innecesarias, él apenas sabía hablar.
Bastaba con que conociera el rudimentario manejo de las herramientas. Nada más.
Una noche, después de haberse alejado un tren que se detuvo breves
instantes por un accidente imprevisto, al dirigirse a su caseta tropezó con un
bulto junto a la vía, la sorpresa y el asombro mostró a un recién nacido.
El vigilante llevó al niño a su hogar y, experimentando extrañas y
desconocidas sensaciones instaló al pequeño en un lecho improvisado. El niño se
reanimó al sentir el calor de aquél espacio y lentamente fue desapareciendo de
sus extremidades el frío del abandono y de la noche. Al día siguiente el número de los vivientes en la caseta aumentó con una
cabra.
El niño se llamó como su padre adoptivo, pero los pocos empleados de la
línea férrea que le conocían, le distinguieron con un nombre que recordaba el
número del tren que lo vio nacer… le llamaban el hijo del 96.
Aquella hermosa criatura fue para el corazón del vigilante un rayo
vivificante. Su naturaleza salvaje se sintió agitada por sentimientos dulces y
risueños.
El oficio mecánico y la vida monótona habían hecho del vigilante un
artefacto, pero la mirada del pequeño penetró la áspera superficie y le hirió
muy dentro, denunciando la existencia de un corazón que hasta entonces nadie
había echado de menos. Jamás placer más grande fue sentido por el vigilante al tener entre sus
brazos el pequeño cuerpo de su hijo adoptivo.
Creció el hermoso ser como lo hace la flor de ciudad, aprisionada a la
hendidura de una piedra pero aferrada a la vida. Esa fuerza de existir que se
manifiesta hasta en donde no es posible tener vida alguna.
Padre e hijo sentían profunda aversión
hacia aquellas serpientes de metal que arrastraban sin cesar la felicidad y el
reposo. El niño gemía profundamente al oír el silbato del tren, al grado de
padecer estremecimientos nerviosos e inarticulados gritos que indicaban a la
máquina alejarse del camino. El padre cumplía su obligación mientras el niño
daba rienda suelta a su llanto, posterior corría a esconderse en la caseta.
Apenas pasaba el tren, pasaba el dolor; con el tren se iba y con el tren
revivía.
Un día jugaba el niño delante de la caseta saltando sobre los rieles como
saltan los pajarillos en las ramas de los árboles. El grito ahogado de un tren sonó en las entrañas de los montes; el
vigilante llamó al niño y se colocó en su puesto de trabajo, pero el pequeño en
lugar de buscar refugio en los brazos del padre se precipitó en dirección
contraía, corriendo y gritando mientras agitaba los bracitos… gritaba el vigilante al correr tras él, mientras el niño comenzó a reír al sentirse perseguido por su padre y,
repentinamente, envuelto en humo, apareció el tren en la boca del túnel. Era el
número 96.
Las manos del vigilante vacilaron. Un temblor convulsivo puso en emoción
todos sus nervios, invadieron su corazón angustias de muerte y su cabeza
oleadas de fuego…
Nada más fácil para nuestro vigilante que, a unos metros de la palanca de mano, podía apresurarse a apartar al monstruo de la inocente víctima. Tan
simple como oprimir un botón… -¿Cruzó este pensamiento por la mente del
vigilante? ¿Se negaron a realizar semejante propósito unas manos rutinarias,
acostumbradas durante muchos años a ejercitar la misma maniobra?- para dar luz
a una vida y sacrificar los sueños de la humanidad, la civilización y el
progreso…
El tren pasó como pasa la planta del hombre sobre el césped, sin reparar
en la florecilla que destroza y pulveriza. Una espantosa maldición llenó los
ámbitos del espacio que retumbaba en las cóncavas montañas, mientras el infeliz
vigilante recogía de la arena los sangrientos despojos del único ser a quien había
querido en el mundo.
En el terrible instante, volvió a sonar en dirección contraria la voz
implacable del tirano. La fuerza del deber arrastró al vigilante. Mecánicamente,
con los ojos cubiertos de lágrimas, el rostro lleno de sangre y estrechando el
cadáver de su hijo sobre su corazón, llegó a las vías, y al ver acercarse al
tren, extendió el brazo trémulo hacia el camino sosteniendo en su mano una
bandera roja arrollada.
El tren pasó fogoso, despidiendo a borbotones carcajadas y
cánticos, sin reparar en el pobre esclavo. Finalmente, la vía estaba libre.
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