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sábado, 18 de octubre de 2014

El vigilante

Por E Ruiz


  
::::                                                                                                                                                         
   Pegado siempre a la vía, formando parte integrante de ella, más parecía un instrumento mecánico que un hombre. No conocía el mundo más que el pequeño espacio que abarcaba su vista.

   Dos altos muros de granito recubren una cueva artificial; bajo sus pies, las venas de la tierra metálica atraviesan el túnel misterioso. Nervios de acero forman parte de un nuevo mundo en contacto, en movimiento. Ellos existen saliendo y entrando de esas bocas. Repentinamente el poderoso sonido: es el grito de una cabeza sin ojos que escupe una serpiente demoníaca.

   Sobre un montecillo de arena, donde los pies se hunden al andar del camino incierto, alzábase una  caseta de madera que servía de alojo nocturno. Allí vivía el vigilante. Nadie se acordaba de él y él a nadie recordaba. Brusco y salvaje, fiel a sus deberes, sin pensar en el porvenir, sostenía un pasado que era igual al presente, ahí ejercitaba el mayor de los heroísmos, el que se desarrolla en el secreto impenetrable de una existencia obscura, sin recibir halagos de la suerte, ni solicitar aplausos mundanos, él, el nacimiento de un alma desgraciada que sabe sucumbir sin ver más allá de un horizonte impuesto por fuerzas superiores, por dioses de cristal.
   Atento siempre al más ligero rumor, velado mientras los demás duermen, arrojado por la civilización sobre una roca. Apenas sonaba el lejano silbato corría a su puesto y los trenes pasaban frente a él, despidiendo chispas de fuego, ensordeciendo los aires con su retemblar de trueno, sin dejar tiempo para apreciar los detalles del conjunto diabólico que ofuscaba su vista y, al salir del túnel para entrar a otro, lanzaban infernales resoplidos que ahogaban la respiración. El hombre ciego, mudo, sordo y sin aire, adoptaba fantásticamente su actividad: alinear con esmero aquellas venas de metal. Cuidaba con dedicación las vías, como un padre que vela por el hijo, y al oprimir la palanca que permitía el cruce de los rieles, le parecía que estrechaba una mano amiga.

   Veía pasar un año con la misma tranquilidad inmutable y conforme; los trenes veían siempre al pasar los años a su fiel vigilante, quieto en su tumba con los cabellos grises, ojos cansados, rostro curtido… Lo único que variaba en el vigilante era el objeto destinado a lucir en su mano al paso del tren, una bandera que servía de sustentáculo.  


   Cuando la bandera estaba arrollada, el tren pasaba desdeñoso y confiado: la vía estaba libre. Si la bandera desplegada era verde, el tren refrenaba su marcha, avanzaba con recelo. Si era roja, se detenía amedrentado ante la ráfaga de sangre que se agitaba ante su vista, anunciando la proximidad de un peligro.

   Aquellas vías representaban una inmensa red de almas entrelazadas en pasiones que a su vez se servían como objetos de amor. El positivismo que se extiende a todo el mundo, buscando ensanchar más la esfera de los goces materiales a través de un nuevo espíritu que confunde la realidad. La fortuna de un comerciante, los ideales del artista, los pensamientos del sabio, el criminal en fuga, los ojos extraños… todo eso viajaba en el tren y todo eso se encontraba pendiente breves instantes de la mano del vigilante. Todo puesto en juego con un simple accionar. Una pequeña vacilación, un mínimo esfuerzo, como apretar un simple botón, bastaría para trocar en polvo tantos destinos que pasarían sin dejar huella en este mundo. ¡Aquí la importancia del vigilante!
   Nunca mayor desdén fue soportado con mayor abnegación, y al ver aquellos cíclopes de ojo encarnado salir de una negra caverna para meterse en otra y pasar y repasar por delante de su caseta, no se le ocurría exclamar: “¡Ay! Corran… vuelen… para que tanto se muevan es preciso que yo permanezca siempre inmóvil, siempre plantado en el hierro. Si ven nuevos horizontes es a cambio de que yo no conozca más espacio que esta sepultura. ¿De qué serviría que el rayo, aprisionado en un alambre, merodeara y deletreara sumiso la palabra humana, y que el vapor arrastrara pesados trenes y férreas máquinas empujándolas a su capricho por todos los confines del mundo, de igual modo que la voluntad mueve a su antojo la materia humana en los sublimes esfuerzos del poder, si yo no hiciera fecunda esa potencia, manteniéndola siempre en el buen camino? Una ligera inclinación de mi mano bastaría para tocar los instrumentos de la vida en ciegos y terribles gritos de destrucción y muerte. Sigan su camino sin mirar en mí, crucen confiados, no se detengan, yo velo por ustedes, nada tienen que temer. El esclavo más ciego de la civilización no faltará jamás a su puesto!”


   Pero el vigilante, nuestro vigilante de nacimiento, no se le podían ocurrir tales cosas, realmente le eran innecesarias, él apenas sabía hablar. Bastaba con que conociera el rudimentario manejo de las herramientas. Nada más.

   Una noche, después de haberse alejado un tren que se detuvo breves instantes por un accidente imprevisto, al dirigirse a su caseta tropezó con un bulto junto a la vía, la sorpresa y el asombro mostró a un recién nacido.

   El vigilante llevó al niño a su hogar y, experimentando extrañas y desconocidas sensaciones instaló al pequeño en un lecho improvisado. El niño se reanimó al sentir el calor de aquél espacio y lentamente fue desapareciendo de sus extremidades el frío del abandono y de la noche. Al día siguiente el número de los vivientes en la caseta aumentó con una cabra.

   El niño se llamó como su padre adoptivo, pero los pocos empleados de la línea férrea que le conocían, le distinguieron con un nombre que recordaba el número del tren que lo vio nacer… le llamaban el hijo del 96.
   Aquella hermosa criatura fue para el corazón del vigilante un rayo vivificante. Su naturaleza salvaje se sintió agitada por sentimientos dulces y risueños.

   El oficio mecánico y la vida monótona habían hecho del vigilante un artefacto, pero la mirada del pequeño penetró la áspera superficie y le hirió muy dentro, denunciando la existencia de un corazón que hasta entonces nadie había echado de menos. Jamás placer más grande fue sentido por el vigilante al tener entre sus brazos el pequeño cuerpo de su hijo adoptivo.

   Creció el hermoso ser como lo hace la flor de ciudad, aprisionada a la hendidura de una piedra pero aferrada a la vida. Esa fuerza de existir que se manifiesta hasta en donde no es posible tener vida alguna.   


    Padre e hijo sentían profunda aversión hacia aquellas serpientes de metal que arrastraban sin cesar la felicidad y el reposo. El niño gemía profundamente al oír el silbato del tren, al grado de padecer estremecimientos nerviosos e inarticulados gritos que indicaban a la máquina alejarse del camino. El padre cumplía su obligación mientras el niño daba rienda suelta a su llanto, posterior corría a esconderse en la caseta. Apenas pasaba el tren, pasaba el dolor; con el tren se iba y con el tren revivía.

   Un día jugaba el niño delante de la caseta saltando sobre los rieles como saltan los pajarillos en las ramas de los árboles. El grito ahogado de un tren sonó en las entrañas de los montes; el vigilante llamó al niño y se colocó en su puesto de trabajo, pero el pequeño en lugar de buscar refugio en los brazos del padre se precipitó en dirección contraía, corriendo y gritando mientras agitaba los bracitos… gritaba el vigilante al correr tras él, mientras el niño comenzó a reír al sentirse perseguido por su padre y, repentinamente, envuelto en humo, apareció el tren en la boca del túnel. Era el número 96.

   Las manos del vigilante vacilaron. Un temblor convulsivo puso en emoción todos sus nervios, invadieron su corazón angustias de muerte y su cabeza oleadas de fuego…
   Nada más fácil para nuestro vigilante que, a unos metros de la palanca de mano, podía apresurarse a apartar al monstruo de la inocente víctima. Tan simple como oprimir un botón… -¿Cruzó este pensamiento por la mente del vigilante? ¿Se negaron a realizar semejante propósito unas manos rutinarias, acostumbradas durante muchos años a ejercitar la misma maniobra?- para dar luz a una vida y sacrificar los sueños de la humanidad, la civilización y el progreso…

   El tren pasó como pasa la planta del hombre sobre el césped, sin reparar en la florecilla que destroza y pulveriza. Una espantosa maldición llenó los ámbitos del espacio que retumbaba en las cóncavas montañas, mientras el infeliz vigilante recogía de la arena los sangrientos despojos del único ser a quien había querido en el mundo.

   En el terrible instante, volvió a sonar en dirección contraria la voz implacable del tirano. La fuerza del deber arrastró al vigilante. Mecánicamente, con los ojos cubiertos de lágrimas, el rostro lleno de sangre y estrechando el cadáver de su hijo sobre su corazón, llegó a las vías, y al ver acercarse al tren, extendió el brazo trémulo hacia el camino sosteniendo en su mano una bandera roja arrollada.

  El tren pasó fogoso, despidiendo a borbotones carcajadas y cánticos, sin reparar en el pobre esclavo. Finalmente, la vía estaba libre.




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