[1769]
Comedia en un acto y en
prosa.
ba
D. A. F. Marqués de Sade
PERSONAJES
CLARICE.
CLEON,
galán de Clarice.
ARISTE,
filósofo.
LA
PRESIDENTA DE POUVAL, amiga de Clarice.
JASMIN,
lacayo de Clarice.
DOS
CRIADOS.
La
acción se desarrolla en el campo, en casa de CLARICE, a una legua de París.
ACTO ÚNICO
Escena primera
CLARICE,
CLEON.
CLARICE.
A
decir verdad, Cleon, vuestro filósofo es un personaje muy gracioso. ¿Pero es de
verdad filósofo?
CLEON.
Señora,
de tal tiene todas las ridiculeces, escaso ingenio y verdaderamente todas las
impertinencias.
CLARICE.
¡Ah!
El personaje nos divertirá. Es precisamente lo que se necesita en el campo, y
deseo entretenerme a su costa.
CLEON.
¡Ah,
Clarice! ¡Qué suerte tenéis de poder distraeros pensando en el placer! A mi no
me preocupa mas que mi amor, y vos lo tratáis con tanta ligereza...
CLARICE.
Por
favor, Cleon, dejemos ese lenguaje tan insulso; no es el momento de pensar en
eso. Guardemos, pues, sí, guardemos esas melifluas palabras para los ratos de
ocio que tendremos que pasar en el campo. Ahora, pensemos solamente en
burlarnos de ese ridículo personaje que nos habéis proporcionado. ¡Sí, deseo
probar mis encantos sobre un filósofo! El triunfo me parece sumamente
divertido. Pero... no os alarméis, Cleon; solo deseo la victoria para ofreceros
la corona.
CLEÓN.
¡Oh,
Clarece...! ¿Cómo se puede ser a un tiempo tan coqueta y tan tierna? Pues bien,
sí, os juro...
CLARICE.
¡Nada
de juramentos, por favor...! Aquí llega nuestro hombre. Cuidad de interpretar
bien vuestro papel.
Escena segunda
ARISTE, CLEON, CLARICE.
CLARICE.
¡Llegáis
muy temprano, Ariste! Me habéis preocupado esta mañana; vuestros ojos decían
que no habéis pegado ojo en toda la noche.
ARISTE.
Señora,
todo este boato me deslumbra sin satisfacerme; este lujo esta hecho para los
sentidos, que ningún imperio tienen sobre mi. Mi alma recibe sus impresiones
como un simple espejo y solo los objetos de la pura inteligencia pueden
impresionarme vivamente. ¿De qué sirven estas galas, todo este rico ajuar con
que esta ataviado mi aposento? ¿De qué estas plumas, estas colgaduras? ¿No es
ridículo disponer todo este aparato para el simple sueno de un hombre? ¿Es así
como se dormía en Lacedemonia? ¡Un tocador para mí! ¡Oh, Licurgo! ¿Qué dirías
de todo esto?
CLARICE.
(Aparte.) ¡Qué hombre tan vulgar! (En voz alta.) Pero, señor, ¿queréis acaso
que desamueble mi casa para vos? Es de sabios prescindir o acomodarse a todo,
según la ocasión. Creedme, gocemos de las dulzuras de la vida cuando se
presenten; esa es la verdadera filosofía. ¿Pues en qué consiste la vuestra,
señor, si me hacéis la merced?
ARISTE.
Aborrecer
la molicie, huir del lujo, hacer el bien, odiar el mal. He aquí, señora, mi
sabiduría.
CLARICE.
¿Sólo
eso? Y, sin duda, el fruto de esa sabiduría será la felicidad, ¿no?
ARISTE.
Y
hacer feliz a los demás, señora.
CLEON.
(A CLARICE.)
Clarice,
vos seréis filósofo en cuanto lo deseéis.
CLARICE.
(A CLEON.)
Os
haré compartir mi sabiduría. Pero deseo que me digáis, Ariste: ¿cómo os
arregláis para ser feliz?
ARISTE.
Es
muy sencillo. No tengo prejuicios, no dependo de nadie, vivo con muy poco, no
amo a nadie y digo siempre lo que pienso.
CLEÓN.
No
amar nada me parece una postura poco apta para hacer feliz a los demás.
ARISTE.
Pero,
señor... ¿Sólo se hace el bien a quienes se ama? ¿Amáis al miserable a quien
acaso aliviáis de paso? Así es como distribuimos a la humanidad los socorros de
nuestras luces.
CLEÓN.
¿Es
con luces como hacéis a la gente feliz?
ARISTE.
Si,
señor, y así lo somos.
Escena tercera
Los anteriores y LA PRESIDENTA DE POUVAL.
LA
PRESIDENTA. (Entrando, mientras oye las últimas palabras del filósofo.)
¡Bien
escasa me parece esa felicidad! ¿Acaso nunca tenéis otro placer?
ARISTE.
Os
pido perdón, señora: el de despreciarlos todos.
LA
PRESIDENTA.
Pero
¿qué estáis haciendo con vuestra alma, pobre amigo?
ARI
STE.
¿Que
qué hago? La empleo en el único uso digno de ella: observo las maravillas de la
materia.
LA
PRESIDENTA.
Precisamente
buscaba a alguien que me las hiciera contemplar. Hace buen tiempo, filósofo,
vos me daréis el brazo para dar una vuelta por el parque.
CLARICE.
Presidenta,
tomad a Cleon. ¿No sabéis acaso que me estoy instruyendo? Quiero hacerme
filosofo, y el señor esta dispuesto a inculcarme los principios de su ciencia;
y es la hora de mi clase.
CLEON.
(Confuso.)
Clarice...
CLARICE.
Cleon,
la señora os espera.
CLEÓN.
(Al irse.) ¡Ah, cruel! ¡Os aprovecháis de mi confusión!
LA
PRESIDENTA. (Mientras sale.) Clarice, cuidado con la lección.
Escena cuarta
ARISTE, CLARICE.
CLARICE.
Ariste,
intentan tranquilizarme. El cara a cara no es peligroso, ¿no es cierto? Mas
contestadme, pues en verdad deseo instruirme. Ya que estáis tan resuelto a no
amar nada, ¿nunca habéis encontrado nada amable?
ARISTE.
Conozco
superficies, simplemente, pero se desconfiar del fondo, señora.
CLARICE.
Queda
por saber si esta bien fundada dicha desconfianza.
ARISTE.
¡Oh,
muy bien fundada! Podéis creerme. He visto lo suficiente como para convencerme
de que sólo los tontos, los malvados y los ingratos pueblan esta tierra.
CLARICE,
(Con tono de reproche.)
Si
observarais bien, tal vez fueseis menos injusto... para ser más feliz... Mas
decidme, Ariste, ¿tenéis en París algún negocio apremiante?
ARISTE.
Ninguno,
señora. Un filósofo jamás tiene prisa.
CLARICE.
Pues
bien, os retengo aquí; el campo debe complacer a la filosofía y os aseguro aquí
soledad, reposo y libertad.
ARISTE.
(Con acento duro, pero levemente enternecido.)
¿La
libertad, señora...? ¡Temo que no falléis vuestra palabra!
CLARICE.
¿Por
qué este temor, Ariste? ¿Acaso me creéis tan desagradecida por habérosla
turbado (esta libertad) y no haberos concedido la de ir a pasear con la
presidenta? Ya lo veo, Ariste, ese es el reproche que queréis hacerme, y es
duro en verdad. Y, para vengarme de el, os la voy a enviar. (Sale.)
Escena quinta
ARISTE.
(Solo.)
Esta
mujer me adora, esta bien claro. Esta pequeña muestra de celos acaba de
convencerme. ¡He aquí a la filosofía fuertemente comprometida! Mas ¿qué hacer?
Una hermosa mujer, una buena casa, todas las comodidades del mundo..., esto es
muy tentador. Vayamos entonces hasta el final, y a fe mía, ya que ella misma se
arroja en mis brazos, ¡será preciso esperarla!
Escena sexta
LA PRESIDENTA, ARISTE.
LA
PRESIDENTA.
¿Qué
sucede, filósofo? Al regresar he encontrado a Clarice que se quejaba de vos.
Esta loca esta mujer. Apuesto a que esta desesperada por lo que no le habéis
contado. Se cree hermosa, tiene treinta y dos años: no os equivoquéis con ella,
necesitaría un poco de filosofía para corregirse de ser tan coqueta. Pero,
entonces, no ha querido aprovecharse de vuestros servicios. Queréis acaso
probar conmigo, Ariste? Os haré mas caso del que pensáis, ya que soy ya a
medias filósofo, así como me veis.
ARISTE.
¿Vos,
señora? ¿Y de qué escuela? ¿Estoica, epicúrea?
LA
PRESIDENTA.
¡Oh,
a fe mía que el nombre no viene al caso! Tengo diez mil escudos de renta y los
gasto alegremente. Tengo buen vino de Champaña, que bebo con mis amigos Me
cuido bien. Hago lo que me place y dejo vivir a cada cual a su manera. Esa es
mi escuela.
ARISTE.
Esta
muy bien, señora, y he ahí precisamente lo que enseñaba Epicuro.
LA
PRBSIDENTA.
¡Oh!
Os confieso que no me han ensenado nada; todo eso sale de mí. Hace veinte años
que no he leído más que la lista de mis vinos y el menú de mis comidas.
ARISTE.
Mas...
sobre esa base debéis ser la mujer mas feliz del mundo.
LA
PRESIDENTA.
¡Feliz
yo! Me falta un marido a mi medida. Mi presidente era un bestia. Sólo valía
para el Palacio de Justicia; conocía las leyes, eso es todo. Yo quiero un
hombre que sepa amarme, que sólo se dedique a mí...
ARISTE.
(Con un tono más tierno.)
Encontraréis
mil, señora...
LA
PRESIDENTA.
¡Oh,
yo no quiero más que uno, pero lo quiero bueno! Nacimiento, fortuna, todo me da
igual; sólo me interesa la persona.
ARISTE.
En
verdad, señora, me asombráis; sois la primera mujer con principios que he
encontrado. Pero ¿es exactamente un marido lo que deseáis?
LA
PRESIDENTA.
Si
señor, un marido que me pertenezca de todas las maneras. Los amantes suelen ser
bribones que nos abandonan, sin que a nosotras nos sea permitido siquiera
quejarnos. Mientras que un marido es para nosotras la faz del mundo, y si acaso
me faltara el mío, quisiera poder ir a dar cien bofetadas, con mi titulo en la
mano y la mejor intención, a los sinvergüenzas que me lo hubieran arrebatado.
ARISTE.
¡Muy
bien, señora, muy bien! El derecho de propiedad es un derecho inviolable. Pero
¿sabéis que hay muy pocas almas como la vuestra? ¡Qué valor, qué energía!
LA
PRESIDENTA.
Los
tengo como una leona. Ya se que no soy bonita, pero diez mil escudos de renta
como regalo de bodas bien valen las amabilidades de una; Clarice, ¿no es cierto?
Y aunque el amor escasee en este siglo, ¿no es posible conseguirlo con diez mil
escudos?
Escena séptima
CLARICE, LA PRESIDENTA, ARISTE.
CLARICE.
¿Es
posible, querida presidenta, que hayáis podido mantener una entrevista de una
hora con un filósofo, vos, que bostezáis en cuanto se os habla de la razón?
LA
PRESIDENTA.
A
fe mía, que vuestra razón no conoce el sentido común. Preguntad a este sabio si
acaso la mía no es buena. Estábamos hablando del estado que conviene a una
mujer honesta, y esta de acuerdo en que lo mejor es un buen marido.
CLARICE.
¡Pues
vaya! ¿Acaso estamos hechas para ser esclavas? ¿Y que sucede con la libertad,
que es el primero de todos los bienes? (Mira a ARISTE mientras
pronuncia estas palabras.)
ARISTE.
Señora,
los lazos del corazón no son menos poderosos que los de la esclavitud; y si la
libertad tiene sus encantos, posee asimismo sus escollos y peligros. Las
inclinaciones felices son un gran bien, y la inconstancia es tan natural al
hombre que, cuando experimenta una atracción digna de encomio, es siempre
necesario evitarse prudentemente toda posibilidad de cambio.
LA
PRESIDENTA.
¿Oís,
señora? ¡Este hombre es de los míos! No halaga, es lo que se llama un verdadero
filósofo. Tratad de seducirlo, si podéis. En cuanto a mi, me retiro encantada.
Adiós, filósofo. (Mirándole con ternura.) Necesito descanso. No he
podido pegar un ojo en toda la noche. (Sale.)
Escena octava
CLARICE, ARISTE.
CLARICE.
¿Habéis
observado ese guiño, Ariste? Esa mujer esta loca por vos.
ARISTE.
¡Por
mi, señora! ¡No se os ocurra ni pensarlo! Ni nuestros gustos, creo, ni nuestros
caracteres están hechos para coincidir. Bebo poco, juro todavía menos y no me
gusta nada que me encadenen.
CLARICE.
Pero,
señor, ¡diez mil escudos de renta...!
ARISTE.
Son
un insulto, cuando se habla a la gente como yo.
CLARICE.
¡Ah!
Veo de repente qué puede ser aquello que llamo filosofía. Y advierto que un
filósofo no piensa como otro hombre. ¡Qué feliz sois, Ariste, de querer guardar
siempre esta feliz y dulce libertad! En vano predico contra el yugo del
himeneo; mas por atractivo que sea para mí vuestro sistema, por persuadida que
este de que la libertad es el único bien real, mucho me temo que ha llegado el
momento de renunciar a ella.
ARISTE
¿Qué
oigo, señora? ¿Vais a aceptar una nueva cadena?
CLARICE.
No
lo sé...
ARISTE.
¿Que
no lo sabéis?
CLARICE.
Ellos
lo quieren.
ARISTE.
Mas
¿quiénes son «ellos», señora? ¿Quiénes son esos enemigos que se han atrevido a
proponeros este asunto? Mejor aún, ¿quién es ese esposo que os han destinado?
CLARICE.
Es
Cleon.
ARISTE
¡Cleon,
señora! No me extraña ese aire expeditivo que ha adoptado aquí. Él pregunta,
decide y hasta desdeña ser amable en ocasiones; muestra esa especie de cortesía
aprovechada que parece rebajarse hasta nosotros. Se ve muy bien que nos hace
los honores de su casa, y de ahí deduzco que le debo, forzosamente, respeto y
deferencia.
CLARICE.
Os
debéis una mutua sinceridad uno al otro, pues intento que en mi casa todo el
mundo sea igual.
ARISTE.
¿Lo
intentáis en verdad, Clarice? ¡Ah, vuestra elección destruye esa igualdad entre
el resto de los hombres y aquel que está destinado a poseeros...! No hablemos
mas de ello, pues ya he dicho demasiado; esta morada no esta hecha para un
filosofo. Permitidme que me vaya.
CLARICE.
¡No!
Tengo necesidad de vos, y me arrojáis a esas dudas de las que solamente vos
podéis sacarme. Hay que confesar que la filosofía es algo muy consolador. Mas
si un filósofo fuese un embustero, seria un peligroso amigo. ¡Adiós! No quiero
que se nos vea juntos tan a menudo... Ariste..., ¡quedaos, os lo ordeno!
Escena novena
ARISTE.
(Solo.)
¡Ánimo!
Cleon solo se sostiene de un hilo... Y por otra parte, si me falla Clarice, la
presidenta me parece una mujer muy adecuada para consolarme. Tiene treinta mil
libras de renta... y cincuenta años, desde luego, pero descorcha una botella de
vino de Champaña todas las noches, y eso no la llevara muy lejos. Extremare con
ella mis atenciones y cuidados, se trata de una buena mujer y no reparará en lo
demás. Otras mas sutiles que ella se equivocan todos los días.
Escena décima
CLARICE, volviendo de repente, ARISTE.
CLARICE.
¡Ariste!
Lucinda viene a cenar conmigo. Ha enviado a decirme que vayamos juntas esta
noche al baile. Quiero que vos me deis vuestro brazo; Cleon llevará a la
presidenta. Y me alegro de antemano por esta entrevista a solas que les
proporciono, pues quiero poner a prueba la virtud de este pobre muchacho.
ARISTE.
A
lo que parece, señora, tenéis mala opinión de la presidenta; tenedla, al menos,
mejor de la de Cleon. Se debe estimar aquello que se ama, es el mero triunfo del
amor propio. Cleon no tiene otra cosa que sacrificar que a vos misma. Cualquier
otro, desdeñando vuestros encantos, sólo podría envilecer su corazón; una vez
seducido por vos, Clarice, Cleon esta a prueba de todo... Pero no le
atormentéis, señora, que sea el quien os de el brazo. El baile no esta hecho
para mi; esta frívola diversión, fatal escollo de la razón, no esta de acuerdo
con mis principios; dejadme lo poco que me queda de ellos, Clarice, los
necesito más de lo que creéis.
CLARICE.
¡Ah,
eso es hablar como un ángel! Pero vendréis al baile, lo quiero, está decidido,
y no me agrada que me contraríen. Id a preparaos. ¡Qué pinta tenéis! ¿Por qué
no vais vestido como todo el mundo? Este traje y este peinado os dan un aspecto
vulgar que no es el vuestro por naturaleza.
ARISTE.
Pero,
señora, ¿es por el aspecto por lo que se debe juzgar a los hombres? ¿Queréis
que me someta a los caprichos de la moda y que me vista como vuestro marqués?
CLARICE.
¿Y
por qué no, señor? Sabed bien que la gente se aprovecha de vuestra sencillez, y
que esa simplicidad debilita en los espíritus la consideración que os es
debida. Yo misma necesito de toda mi reflexión para haceros justicia. La
primera ojeada esta en contra de vos, y ella es muchas veces la que decide.
¿Por qué no adornar entonces la virtud con todos los encantos que pueda tener?
ARISTE.
No,
señora, el artificio no esta hecho para ella. Más hermosa es la virtud cuanto
más desnuda está. Se la desfigura adornándola.
CLARICE.
Pues
bien, señor, ¡que ella se contemple sola y a su gusto! En cuanto a mí, os
declaro que este aspecto rústico y bajo me desagrada. ¿No resulta extraño que
habiendo recibido de la naturaleza un rostro distinguido se presuma al
degradarlo?
ARISTE.
Pero,
señora, ¿qué diríais de un filosofo que se acicalara cuidadosamente? Y...
CLARICE.
(Interrumpiéndole.)
Diría
que desea agradar y que hace bien. No os engañéis sobre ello, Ariste, solamente
se llega a gustar a los demás con muchos cuidados.
ARISTE.
Pues
nada deseo tanto como triunfar a vuestros ojos.
CLARICE.
Si
ese cuidado os preocupa, dadle al menos un cuarto de hora. Y eso no es todo,
soy mucho más exigente de lo que pensáis. Ese traje daña a la vista, no esta
hecho para ir al baile. Yo iré con un dominó color rosa; quiero que me sigáis
vestido de igual manera.
ARISTE.
(Con asombro.)
¡Ah,
ah, ah!
CLARICE.
Ariste...
ARISTE.
Señora...
CLARICE.
Lo
quiero.
ARISTE.
¡Ah,
señora, dejadme por lo menos ese carácter que da la gravedad de mi estado!
CLARICE.
¡No,
no! Ya no es hora de resistir más. Acabo de enviar a buscar a propósito la
galante vestimenta que os preparo. ¿Y cuál es, por favor, ese quimérico estado
en el que os empecinéis? Me parece bien que se sea sabio, pero también me
parece que todos los colores son iguales para la sabiduría. ¿Ese marrón del
señor Guillermo es acaso más auténtico que el color rosa o el azul celeste? ¿En
virtud de que capricho imitáis más en vuestro vestido a la piel de la castaña
que al pétalo de la rosa o que a esos matojos de ese lila con que se corona la
primavera? En cuanto a mí, os confieso que el color rosa encanta mi vista; este
color tiene no se que ternura que me llega hasta el alma. ¡Estaréis encantador
con un domino color rosa!
ARISTE.
¡Color
rosa, señora! ¡Un filósofo de color rosa!
CLARICE.
Si,
señor, color rosa pálido. ¡Qué queréis, es mi locura, sólo mía! ¡Y, además,
qué! ¿Os negáis a venir al baile con un domino semejante al mío? Es bastante
extraño que me rehuséis esta minucia. La importancia que a ello concedéis me
enseña a cuidar por mi misma de cosas mas serias.
ARISTE.
Pero,
señora, ¡es una extravagancia como para hacerme perder la reputación!
CLARICE.
Hermosa
desgracia, el día en que perdáis tal reputación, así os conseguiréis otra;
andad, andad, así ganareis con el cambio.
ARISTE.
Señora,
es para mi terrible no poder complaceros, pero...
CLARICE.
¡Me
impacientáis! Ya os lo he dicho, no me gusta nada verme contrariada. Comenzaré
por peinaros de otra manera. Jasmin, ven a peinar al señor, y no le ahorres,
tus cuidados. Adiós, voy a enviar mi respuesta. Ariste, cuento con vos. (Traen
un tocador a escena.)
Escena undécima
DOS LACAYOS, ARISTE.
ARISTE.
¡Cielos,
adonde he llegado! ¿Qué dirá la gente? (Se sienta al tocador.) Amigo
mío, péiname como quieras.
JASMIN.
Señor,
permitidme examinar un poco vuestro rostro. Nosotros también tenemos principios
en nuestro arte, como vos tenéis los vuestros... (Le mira bajo la
nariz.) Capirotes, sí, capirotes, esto es lo que necesita este señor..., la
nariz larga, la frente amplia, los ojos pequeños..., un capirote, si, solo eso
puede hacer juego con su rostro... Tengo orden de la señora de no descuidar
nada, y confío en que ella y vos quedareis contentos.
ARISTE.
Amigo
mío, solo podré estarlo de vuestra rapidez; por favor, terminemos pronto, el
tiempo del tocado es para mi el mejor perdido, y nunca he podido concebir que
hombres sensatos hayan podido someterse a estas costumbres tan locas como vanas
y ridículas.
JASMIN.
Señor,
en vuestro propio interés seria conveniente que este principio no tuviera
vigor.
ARISTE
(A su tocador.)
¡Un
filosofo en el tocador! Sí, heme aquí. ¡Amor, amor! ¿Qué no obligas a hacer a
los hombres? En vano intenta resistirte la filosofía. Como si no buscaras
instaurar tu imperio más que en aquellos corazones que más desconfían de sus
ilusiones pérfidas... Cuanto más se quiere apartar tu fuego, más buscas
reavivarlo, mejor haces sentir tu poderío. Solo presentas a los hombres el
camino del error; mas, ¡oh cruel, cómo sabes adornarlo tan bien de flores para que
lo prefieran al de la razón! (Un LACAYO entra con el dominó.)
EL
LACAYO.
De
parte de la señora.
ARISTE.
(Sigue en el tocador, vistiéndose y mirándose en el espejo, tras haber
observado el dominó.)
¡Vestimenta
ridícula! Hombre frívolo, ¿en que te ocupas? Deberías inventar máscaras, pero
solamente para ocultar tus defectos. Pero, ay, tu amor propio te esconde esta
necesidad. Debes saber, al menos, que ese es el menor homenaje que adeudas a la
virtud. Dadme entonces este domino, ya que así lo quieren. (Se lo pone y se
mira en el espejo; los lacayos retiran el tocador y salen. ARISTE se
adelanta, en dominó, hasta el borde del escenario.) Hay que convenir en que
la necesidad es un placentero escenario. Si yo fuese galante, servicial,
complaciente y amable, apenas si me prestarían atención. Solo esto suele verse
en el mundo, y la vanidad de las mujeres se sacia con estos pródigos homenajes.
Pero amansar o domesticar a un filósofo, hacer flaquear a su espíritu y
ablandar su alma, es un triunfo difícil y raro, halaga su vanidad. Vamos a
reunirnos con Clarice en este extraño atuendo. (Intenta salir.)
Escena duodécima
CLEON, ARISTE.
CLEON.
(Le mira con aire indignado.)
Señor,
si hablara con un hombre de mundo, le propondría como tema de discusión que se
enzarzará conmigo a cuchilladas; pero hablo a un filósofo y sólo quiero
desafiarme con él de franqueza y verdad.
ARISTE.
(Parado.) ¿De qué se trata, señor? Vuestras palabras me sorprenden.
CLEÓN.
Yo
amaba a Clarice, señor, y ella me amaba, y nosotros íbamos a unirnos. No se que
revolución ha ocupado su alma de repente, pero ya no desea que le hablen ni de
amor ni de enlaces. Al principio, solo tuve sospechas acerca de la causa de
este cambio, pero este domino me confirma en mi opinión. Ibais al baile esta
noche con ella; el color rosa la enloquece. Tomáis sus colores, luego ya está
hecho, señor, vos sois mi rival.
ARISTE.
¿Yo,
señor?
CLEÓN.
No
puedo ni dudarlo, pues todas las circunstancias que lo comprueban aturden mi cabeza.
Vuestros paseos secretos, vuestras conversaciones al oído, miradas, palabras
que se escapan y, sobre todo, su odio hacia la presidenta, todo os traiciona,
todo sirve para aclararme las cosas. He aquí entonces, señor, lo que os
propongo. Es preciso que uno de nosotros se rinda ante el otro. Pero la
violencia es un medio injusto y la generosidad nos pondrá de acuerdo. Quiero,
idolatro, a Clarice; estaba feliz sin vos, y todavía puedo seguir siéndolo. Mis
cuidados, el tiempo, y vuestra ausencia pueden hacerla volver a mí. Si, por el
contrario, tengo que renunciar a ella, veréis en mí a un hombre en el colmo de
la desesperación y la muerte será mi único recurso. Juzgad, Ariste, si vuestra
situación es la misma, consultad con vuestra conciencia y respondedme. Si os
jugáis la felicidad de toda vuestra vida al cederme esta conquista, no exigiré
nada y me alejaré.
ARISTE.
¡Id,
señor! No venceréis a Ariste en generosidad y, a pesar de lo que me cuesta, os
probare que soy digno de vuestro proceder.
CLEÓN.
Me
retiro contento, señor; cuento con vuestra promesa y ocultad esta conversación;
no sirve para nada que se divulgue. Os dejo, no vaya a ser que sospechen de
nosotros.
Escena decimotercera
ARISTE.
(Solo.)
Por
fin, he aquí la ocasión de demostrar una virtud heroica. ¡Ah, señores, gente
del gran mundo, así aprenderéis a admirarnos! Pero tal vez no lleguen a
enterarse. ¡Claro que sÍ! Clarice lo contará a sus amigas y unas se lo dirán a
otras. La aventura resulta lo bastante extraña como para hacer ruido. Y después
de todo, en el peor de los casos, la publicaré yo mismo. El bien tiene que ser
conocido, no importa el como. Nuestro siglo necesita de estos ejemplos; son
verdaderas lecciones para la humanidad. Sin embargo, no seamos virtuosos en
contra nuestra y vayamos a retirarnos de Clarice antes de asegurarnos a la
presidenta. Pero hela aquí. Veamos el efecto de sus reflexiones.
Escena decimocuarta
ARISTE, LA PRESIDENTA.
LA
PRESIDENTA.
¡Ah,
filosofo, que hermoso estáis! Mas ¿qué veo? ¡Cielos, reconozco el color de
Clarice! Os veo muy atento en estudiar sus gustos. Id, Ariste, id a hacer valer
los cuidados que tomáis en complacerla, sin duda tendrán su precio.
ARISTE.
Mi
natural ingenuidad no me permite ocultaros que en la elección de este color me
he limitado a seguir su capricho; mas todavía, señora, confesare que mi primer
deseo ha sido agradar a sus ojos. El más cuerdo no está libre de debilidades y
cuando una mujer nos rodea con cuidados halagadores, es difícil no sentirse afectado.
Pero ¡cómo se ha debilitado mi reconocimiento! Me no reprocho, señora, y debéis
asimismo reprochármelo.
LA
PRESIDENTA.
¡Ah,
filósofo, ojalá fuera verdad! Pero este dominó confunde mis ideas.
ARISTE.
Pues
bien, señora, me lo he puesto con sentimiento y me lo voy a quitar con alegría,
y si mi sencillez primera...
LA
PRESIDENTA.
No,
quedaos como estáis, os encuentro encantador; pero ¿qué digo? ¡Ah, que feliz
debéis sentiros al ser tan hermoso, Ariste, y ojalá fuera yo tan bella!
ARISTE.
Pero
¿cómo, señora? ¿No sabéis que la hermosura y la fealdad sólo existen en la
mente? Nada es bello y nada es feo en sí; a tantos hombres distintos, tantos
gustos distintos también.
LA
PRESIDENTA. (Melindrosa.)
Me
halagáis demasiado, filósofo; sé que sólo el alma tengo hermosa.
ARISTE.
Pues
bien, ¿no es acaso esa la hermosura por excelencia, la única digna de llegar al
corazón?
LA
PRESIDENTA.
Creedme,
Ariste, sola, esa belleza tiene pocos encantos.
ARISTE.
Tiene
pocos para el vulgo; pero, una vez más, vos no os limitáis a ella. ¿No supone
nada un aire noble, una mirada que impone, una fisonomía con carácter? ¿Y desde
cuándo la majestad no es la reina de todas las gracias?
LA
PRESIDENTA.
¿Y
qué me decís de mi obesidad?
ARISTE.
¡Ah,
señora! La obesidad, que es un exceso entre nosotros, constituye una belleza en
Asia. ¿Creéis, por ejemplo, que los turcos no son expertos en mujeres? Pues
bien, todos los talles elegantes que se exhiben y admiran en París no serian
siquiera admitidos en el serrallo del Gran Turco. Y el Gran Turco no es un
ingenuo: en una palabra, la salud rebosante es la madre de los placeres, y la
obesidad es su símbolo.
LA
PRESIDENTA.
Lográis
hacerme creer que mi exceso de grasa no me perjudica. Pero ¿y esta nariz que no
se acaba nunca y que siempre va por delante de mi rostro?
ARISTE.
Pero,
Dios mío, ¿de qué os quejáis? ¿Es que acababan alguna vez las narices de las
damas romanas? Mirad los bustos antiguos.
LA
PRESIDENTA.
Al
menos, ellas no tenían esta boca enorme y estos labios tan gruesos.
ARISTE.
Los
labios gruesos, señora, son el encanto de las bellezas africanas, son como dos
cojines donde descansa la dulce y tierna voluptuosidad. En cuanto a una boca
bien hendida, no conozco nada que de a la fisonomía más alegría y apertura.
LA
PRESIDENTA.
Bien
es verdad, cuando los dientes son hermosos, pero por desgracia...
ARISTE.
Id
a Siam. Los bonitos dientes son para el pueblo llano y constituye una verdadera
vergüenza tenerlos así. Todo lo que se denomina belleza depende del capricho de
los hombres, y la única hermosura real es la del objeto que nos atrae.
LA
PRESIDENTA. (Ocultándose tras el abanico.)
¿Por
ventura seré yo el vuestro, querido filósofo?
ARISTE.
Perdonad,
señora, si vacilo. Mi delicadeza me vuelve tímido, y he hecho profesión de un
desinterés que todavía no basta para estar por encima de cualquier sospecha. Me
habéis hablado de diez mil escudos de renta y este detalle me ha hecho temblar.
LA
PRESIDENTA.
Marchad,
señor, sois demasiado justo para atribuirme sospechas tan bajas; es Clarice
quien os detiene; veo vuestros rodeos, dejadme.
ARISTE.
(La retiene vivamente.)
¡Qué
injusticia, señora! Deteneos, no me acusaréis más cuando sepáis mi conducta.
Cleon había sido despedido, se ha quejado a mí y le he prometido convencer a
Clarice para que le de su mano. Creed ahora que la amo...
LA
PRESIDENTA. (Con viveza.)
¿Es
posible? ¡Ah, me encantáis! Ya no resisto a este sacrificio.
ARISTE.
Alejaos,
señora, helos allí.
LA
PRESIDENTA.
Adiós,
os espero. No me hagáis languidecer. Esta noche abandonaremos el campo y
volaremos a París a encadenar el himeneo y el amor. (Sale con precipitación
ridícula.)
Escena decimoquinta
CLARICE, CLEÓN, ARISTE.
CLARICE.
¡Vaya, que dominó tan bonito! Aproximaos para que lo vea. Resulta encantador,
¿no es verdad, Cleon? Yo misma lo he escogido.
CLEÓN.
(Con aspecto muy sombrío.) Bien lo veo, señora.
ARISTE.
Hablemos
de cosas mas importantes, señora, dejemos estos discreteos. Vengo a responder
de un crimen y a cumplir un serio deber. Cleon os ama y vos lo habéis amado; ha
perdido vuestro amor y yo he sido la causa.
CLARICE.
Si
señor, ¿y a qué viene este misterio? Yo misma acabo de declararlo.
ARISTE.
Y
yo, señora, os declaro que no causaré la desgracia de un hombre digno que os
merece y que se muere si no os consigue. Os amo tanto como el pueda amaros; os
lo confieso sin vergüenza, pero, su sentimiento tiene, con respecto al mío, la
fuerza de la costumbre y acaso encuentre en mi mismo fuerzas que no hay en
el...
CLEON.
¡Ah,
señor! ¡Pero qué hombre! ¡Sois encantador! ¡Me dejáis confundido! ¿Qué puedo
hacer...?
ARI
STE.
Nada,
señor. ¿Acaso no estoy demasiado pagado con el placer de haceros feliz? Vuestra
generosidad me ha dado el ejemplo. No hago sino imitaros.
CLARICE.
¿Dónde
esta, entonces, la presidenta? ¡Ah, Lucinda, ojalá hubierais llegado antes!
¡Quisiera que el universo entero pudiera ser testigo del triunfo de la
filosofía!
ARISTE.
(Tomando la mano de CLARICE y poniéndola en la de CLEÓN.)
Sed
felices y dejad de extrañaros de un esfuerzo que, por penoso que sea, encuentra
en si mismo su recompensa. (Con ternura, a CLARICE.) Clarice, gozad de
vuestra felicidad y dejadme obrar. (Sale.)
Escena decimosexta
CLARICE, CLEON.
(En cuanto sale ARISTE, se echan ambos a reír)
CLARICE.
Va
a consolarse en los brazos de la presidenta; ella ha tomado la cosa por lo
trágico.
CLEÓN.
A
fe mía, señora, que así lo creo.
CLARICE.
¡Ah,
con que impaciencia espero el desenlace de esta historia! Pero ¿qué oigo?
Escena decimoséptima y última
LA PRESIDENTA y ARISTE en el fondo del escenario.
CLARICE y CLEON en primer término.
LA
PRESIDENTA. (Al filósofo.)
¡Filósofo,
sois entonces mío! Venid que os abrace. (Le pasa alrededor del cuello una
cinta color rosa.) Dejadme gozar de mi triunfo.
ARISTE.
¡Ah,
señora!, ¿qué imperio habéis conseguido sobre mí? ¡Oh, Sócrates! ¡Oh, Platón!,
¿en que se ha convertido vuestro discípulo? ¿Lo reconocéis envilecido en este
estado?
LA
PRESIDENTA. (Conduciéndole al primer término.)
¡Encantador,
encantador...!
ARISTE.
¡Cielos,
señora, evitadme esta humillación!
LA
PRESIDENTA.
¿A
qué llamáis humillación? Quiero que os enorgullezcáis de pertenecerme y de
llevar mis cadenas.
CLARICE.
Que
no están hechas precisamente para sonrojar.
CLEON.
Están
sostenidas por las manos del amor.
LA
PRESIDENTA.
¡Helo
aquí, helo aquí, a este hombre tan orgulloso y que, sin embargo, suspira en mis
rodillas por los bellos ojos de mis cajas de caudales! Os lo entrego, mi papel
ha terminado. (Vuelven las risotadas.)
CLARICE.
¡He
aquí al filósofo desenmascarado!
ARISTE.
(Arrancándose de las manos de la gente que le rodea y arrojando el dominó.)
¡Sexo
abominable, que razón tenía en despreciaros! ¡Sí, yo os maldigo para siempre!
Triunfo de vuestras injurias; lejos de alarmarme, vuestra debilidad reafirma el
imperio de mi razón. ¿Qué sería entonces la filosofía, si la virtud no la
socorriera en todo instante?
CLARICE.
He
aquí al imbécil confundido. ¡Ojalá el hombre que quería dar ejemplo sirva de
contraejemplo al universo! Cleon, temo que hayáis interpretado vuestro papel
con demasiada naturalidad..., seréis celoso, lo he visto..., y os concedo mi
mano.
CLEÓN.
¡Ah,
Clarice! Hago demasiado caso al objeto que adoro, como para que sospechas
semejantes puedan jamás envilecerlo a mis ojos. Sí, soy el más feliz de todos
los hombres.
LA
PRESIDENTA.
¡Estupendo,
estupendo! Pero... soy yo quien me encuentro engañada al final de esta
aventura. Mas me consuelo de ello. Id, id, hijos míos. ¡Sed felices! Mi edad no
me permite sino tomar parte en el placer de los demás y vuestra felicidad hace
la mía.
CLARICE.
Aumentadla,
pues, querida amiga, con vuestra presencia y venid a compartirla eternamente
con nosotros.
Fin de
«EL FILÓSOFO EN SU OPINIÓN»
El filósofo en su opinión: Obra de teatro corta es atribuida al Marqués de Sade; sin embargo es una adaptación de los Cuentos morales del enciclopedista Jean- Francois Marmontel.
Un filósofo supuestamente estoico y que huye del amor, es el objeto de las burlas de tres personajes, que lo ponen en evidencia.
Existe más allá de una veintena de obras de teatro escritas por Sade, publicadas en su mayor parte en 1970 las cuales son consideradas de escaso valor literario. "El filósofo en su opinión" es una de las piezas más célebres y elocuentes dentro del género dramático de Sade.
Un filósofo supuestamente estoico y que huye del amor, es el objeto de las burlas de tres personajes, que lo ponen en evidencia.
Existe más allá de una veintena de obras de teatro escritas por Sade, publicadas en su mayor parte en 1970 las cuales son consideradas de escaso valor literario. "El filósofo en su opinión" es una de las piezas más célebres y elocuentes dentro del género dramático de Sade.
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