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martes, 26 de enero de 2016

Bartolomé de las Casas o la denuncia de la violencia

Adán Nuñez Luna



"Verás que angustias no escasas
pasó, entre llantos prolijos,
por amparar a tus hijos 
Bartolomé de las Casas"

Juan de Dios Peza 

El descubrimiento y la conquista de América propiciaron el choque de dos culturas diferentes. Se ha dicho que este contacto le abrió las puertas al Viejo Mundo para entrar al Nuevo Mundo. Pero las categorías de Viejo Mundo y Nuevo Mundo, consideradas irreflexivamente, pueden llevar a un craso olvido: que hubo dos mundos, viejos y ancestrales ambos, que se encontraron cara a cara y que mutuamente se sorprendieron ante la extrañeza y novedad que el otro representaba. Llamar a América el Nuevo Mundo es un reflejo del eurocentrismo que impera en la cultura occidental, pero lo cierto es que América no tenía nada de nuevo para los americanos; era un continente lleno de pueblos ancestrales, de costumbres atávicas y de imperios milenarios. En este sentido, para Moctezuma y su gente los hombres que llegaron por el océano oriental traían un rostro nuevo, nunca antes visto, aunque presagiado y, en cierto sentido, esperado. Para los americanos el Nuevo Mundo fue lo que para los europeos era el Viejo Mundo, y viceversa.

En lo que sí puede estarse de acuerdo es que este encuentro propició una revolución en distintos niveles de la vida humana: se ensanchó el horizonte espacial que el hombre tenía de la Tierra, hubo un intercambio valiosos de especies animales, vegetales y minerales, y hubo también eso que Echeverría llamó “codigofagia”, es decir, el devoramiento de las notas culturales de un pueblo sobre otro. Además de estos acontecimientos, en el campo de las letras se desarrolló la que ha sido llamada “literatura de la conquista”. Esta literatura está dividida entre los cronistas testimoniales, es decir, aquellos que fueron testigos en carne propia del encuentro de las dos culturas, y aquellos que sin haber estado presentes escribieron desde Europa en torno a las cosas de América y los americanos, con base en los testimonios que recogían. Hay que decir también que las obras testimoniales se dividen entre aquellas que estuvieron a cargo de europeos (conquistadores, misioneros, exploradores, etc.) y aquellas otras que fueron escritas por indígenas. Como la literatura de la conquista es la fuente principal para comprender el periodo crucial del encuentro de dos cosmovisiones distintas, resulta valiosa no solo por la calidad literaria que pueda tener sino también por su valor histórico y antropológico.

Los trabajos que podemos consultar varían en tema y contenido, dependiendo el interés y el objetivo que tuvo su autor al escribirla. Sin ánimo de reducir toda la tipología temática que pudieran tener, pienso que las podemos repartir en tres bloques. El primero, que podríamos llamar relación material, estaría constituido por aquellas relaciones que describen los descubrimientos en América, pero concentrándose en la descripción de las hazañas militares y en la organización política y económica de los pueblos descubiertos. El objetivo principal de esta relación radicaría en ofrecer a la Corona una compendiosa descripción de las condiciones del territorio y de las sociedades encontradas en América, además de referir insistentemente a las riquezas físicas y materiales de los pueblos, para insinuar el profundo valor material de América. Las Cartas de relación de Hernán Cortés serían el ejemplo capital de este primer tipo de relación.

La segunda es la relación cultural que estaría preocupada por investigar y comprender la cosmovisión y el sistema de creencias y valores de las sociedades prehispánicas. Es digno de notar que este tipo de relación está interesada por comprender aspectos como la lengua, la mitología y la religión de los pueblos. El autor paradigmático de este tipo de literatura es sin duda alguna Fray Bernardino de Sahagún con su monumental Historia general de las cosas de la Nueva España. Así pues, se comprende que este segundo tipo de relación se interesa por el valor cultural de América.

La tercera es la relación moral. Aquí se intentan describir las actitudes que tomaron los conquistadores respecto a los aborígenes americanos y también la de éstos con aquellos. Este tipo de relación se centraría en los asuntos de interés de toda ética cristiana: la crueldad de los sacrificios humanos que practicaban los aztecas así como algunas prácticas que a ojos de los frailes u obispos resultarían inhumanas e idólatras. Pero también incluiría las prácticas anticristianas que los conquistadores mostraron en su paso por América: su avaricia y lujuria, su desmedida crueldad y el poco trato digno que tuvieron con los nativos. La obra  paradigmática de este tercer tipo de relación la representa La Brevísima relación de la destruición de las Indias de Bartolomé de las Casas, donde la motivación principal gira en torno al valor moral de los americanos.

Se podría reprochar a esta rudimentaria división tripartita que no le es fiel al contenido multitemático de las relaciones. Que las Cartas de relación de Cortés no muestran únicamente al conquistador describiendo sus hazañas militares y las riquezas de Tenochtitlán, que muestran también al explorador que describe con asombro y agrado un mundo lleno de valiosos rasgos culturales y hasta morales. A este reproche se le podría responder que es cierto que las relaciones presentan contenidos complejos y variados que es imposible de encuadrar de manera definitiva en tres categorías. Pero que eso no significa que en las relaciones no se encuentre un interés y valor central que vertebra la totalidad del escrito. Es a partir de la detección de esta motivación central por la que podemos distinguir los tres tipos de relaciones mencionadas.

La brevísima relación de la destruición de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas es una obra que puede servirnos, entre otras cosas, para comprender el sentido de la violencia. En efecto, esta relación expresa el sentimiento de consternación del obispo dominico ante las injusticias y los tormentos que los conquistadores ejercieron sobre los indios. Relación brevísima, como indica su nombre, es, sin embargo, riquísima en ejemplos que crean una narración de la violencia. Hay que decir que en su época, el documento polarizó a los españoles, pues mientras unos se unían a la indignación lascasiana, otros consideraban el libro como una calumnia que se levantaba contra los conquistadores, supuestos defensores y promulgadores de la fe católica.

El objetivo que persigue la  relación de Bartolomé es: 
suplicar a su Majestad con instancia importuna que no conceda ni permita las que los tiranos inventaron, prosiguieron y han cometido que se llaman conquistas, en las cuales (si se permitiesen) han de tornarse a hacer, pues de sí mismas (hechas contra aquellas indianas gentes, pacíficas, humildes y mansas que a nadie ofenden) son inicuas, tiránicas y por toda ley natural, divina y humana condenadas, detestadas y malditas.[1]

En pocas palabras, lo que el obispo dominico busca es convencer al rey de que las llamadas conquistas son injustas y crueles. Hay que recordar que los españoles encontraron dos formas distintas, tanto teleológica como mediáticamente, de concebir la conquista de los pueblos prehispánicos. La primera fue por medio de las armas y tuvo como fin la subyugación política de los pueblos indígenas; subyugación que otorgaría beneficios económicos y materiales tanto a la soldadesca como a la Corona. Esta no pudo llevarse a cabo sino con la guerra y la violencia. La fórmula con que Clausewitz define a la guerra es aplicable a este respecto: “La guerra es un acto de violencia encaminado a forzar al adversario a someterse a nuestra voluntad”.[2] Los conquistadores supieron que no sería por medio de la vía pacífica por la que someterían, no a un pueblo o a una ciudad, sino al gran Imperio de Tenochtitlán. Si no era la vía pacífica solo quedaba la bélica, y esta incluía como medio a la violencia. A decir nuevamente de Clausewitz: “La violencia […] constituye el medio, así como el fin consiste en imponer nuestra voluntad al enemigo”.[3] Seguramente Bartolomé no hubiese negado la posibilidad de una conquista espiritual de los nativos americanos. Pues si es cierto que luchó por el respeto e igualdad del indio también es cierto que peleó por inculcar en ellos la fe cristiana. La conquista que Bartolomé hubiese aceptado tiene otro nombre: conversión. El medio ya no fue el hierro ni la pólvora, sino la palabra y el pensamiento: la doctrina cristiana. La finalidad fue la conversión del indio al cristianismo y la erradicación del paganismo en beneficio de la santa doctrina.
La conquista violenta solo busca satisfacer “la insaciable codicia y ambición” de los conquistadores. Entre las diversas injusticias que Bartolomé testifica, podemos mencionar el cercenamiento de manos y la decapitación, la quema de hombres vivos o la tortura que consistía en poner tórridas ascuas en los pies de los hombres para obligarlos a confesar el lugar donde guardaban sus riquezas —en algunas ocasiones mucho más imaginarias que reales. Podemos mencionar también cómo los conquistadores mataban de hambre a los indios o como los exterminaban poco a poco en trabajos tan arduos que muchos sucumbieron ante ellos; los relatos de hombres que fueron ofrecidos como comida a los perros de los españoles y a los niños que estrellaban despiadadamente en las rocas. En realidad podríamos citar miles de ejemplos, pero dejaré, para motivar la curiosidad del lector, que él mismo las descubra. Ofreceré solo una de las que resaltan por su crueldad; aquella en la que Bartolomé narra cómo Pedro de Alvarado solía torturar a los indígenas:

Tenía éste esta costumbre, que cuando iba a hacer guerra a algunos pueblos o provincias, llevaba de los ya sojuzgados indios cuantos podía que hiciesen guerra a los otros; y como no les daba de comer a diez y a veinte mil hombres que llevaba, consentíales que comiesen a los indios que tomasen. Y así había en su real solenísima carnicería de carne humana, donde en su presencia se mataban niños y se asaban y mataban el hombre por las solas manos y pies, que tenían por los mejores bocados. 

Esta clase de tortura se funda en llevar al extremo los sufrimientos del cuerpo (el hambre, las fuerzas gastadas en la lucha) y después dejar que la necesidad por sanarlos, llevara a los mismos hombres a prolongar los sufrimientos en alguien más. Se comprende que la violencia que los españoles ejercieron sobre los indios nos obliga a pensar un momento sobre la posición del cuerpo como centro de la actividad sensible del hombre.

El cuerpo, como ha visto Sofsky, es el medio por el cual podemos hacer daño a alguien, pero es al mismo tiempo el medio por el que podemos ser dañados.[4] La violencia es sentida de manera más viva, no por los agentes, sino por los pacientes, es decir, por aquellos que son víctimas y no victimarios. Por eso dice Sofsky en una frase lapidaria que “La violencia no reside en el hacer sino en el padecer”[5]. La violencia daña al núcleo sensible del ser humano: el cuerpo. El cuerpo es la puerta al sufrimiento y mientras más se dañé aquél más se incrementa éste. No es errado entonces el aforismo de Cioran: “¿Para qué sirve nuestro cuerpo sino para hacernos comprender lo que la palabra tortura significa?”.[6]

La violencia física les sirvió a los españoles para un doble propósito: para doblegar a los pueblos y para aterrorizarlos. El uso de la crueldad como un espectáculo para infundir temor en los hombres ya había sido señalado por Maquiavelo como una forma efectiva para mantener a raya a la gente. Con su famosa frase que decía que “los hombres tienen menos miramientos para perjudicar a quien se hace amar que a quien se hace temer”,[7] Maquiavelo postulaba que un gobernador que se hacía temible podía controlar más al pueblo que uno que lo tratara bien, pues el secreto radicaba en infundirle miedo a los hombres. Y para infundir miedo a la gente no hay medio más eficaz que hacerlos espectadores del infierno; un infierno del que no querrían formar parte y que les recordará en cada minuto quién poseía la fuerza y al mismo tiempo la forma cruenta en que operaba.

Los tormentos que los indios pasaron en manos de los españoles dañaron su cuerpo, pero el sufrimiento fue tanto que el dolor corporal fue penetrando paulatinamente hasta tocar el espíritu de la raza indígena. Sofsky tiene razón cuando dice que “aunque el hombre víctima de la violencia sobreviva, nunca más volverá a ser el que era antes”.[8] La razón radica en que la violencia al cuerpo va creando traumas y miedos en el hombre. Esta serie de sentimientos de incertidumbre y de temor también son daños pero que hacen en el espíritu. Podríamos pensar que este principio es aplicable también para los pueblos, y pensar entonces que aunque un pueblo sobreviva a la violencia, nunca más volverá a ser el que fuera antes. Quizás los sufrimientos y los ultrajes padecidos sean la razón del carácter que los indios mostraron en los tiempos posteriores a la Conquista. Pues si el indio mostraba una “estoica taciturnidad”,[9] según la definición de Ezequiel A. Chávez, no habrá sido por un resultado de la casualidad histórica, sino gracias al cúmulo que los sufrimientos dejaron en el alma de su raza.

La Brevísima relación de la destruición de las Indias es una pequeña requisitoria contra la inhumanidad del hombre. Es un friso del infierno porque otro nombre no pudo tener la condición en la que vivieron los americanos bajo la presión de los españoles. Es, más que un retablo de maravillas, un retablo de pesadillas donde se narran “los ejercicios del infierno”, para usar un nombre que escribió el propio Bartolomé de las Casas. Pero es también un libro que nos muestra que si la violencia aneja al hombre, también la lucha contra la violencia es, aunque quizá en menor medida, una posibilidad para los hombres. Bartolomé esperó que las narraciones de la violencia les abrieran la conciencia a los españoles. Que la propia conciencia de la crueldad del hombre despertará en la raza humana un sentimiento de compasión e indignación. Su lucha aún no está terminada. Y por eso mismo podemos seguir aprendiendo de su enseñanza: vivir la maldad del hombre para querer aprender a superarla.



[1] Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destruición de las Indias (México: Ediciones Cátedra, 1996), p. 72.
[2] Claus von Clausewitz. Arte y ciencia de la guerra. (México: Grijalbo, 1972), p. 9.
[3] Ibíd., p. 10. 
[4] Vid. Wolfgang Sofsky. Tratado sobre la violencia (Madrid: Adaba Editores, 2006), pp. 25-43.
[5] Ibíd., p. 66.
[6] Emil Cioran. Ese maldito Yo (México: Tusquets, 2010), p. 134.
[7] Nicolás Maquiavelo, “El Príncipe” en Obras (Madrid: Gredos, 2011), p. 56.
[8] Sofsky. Op. Cit., p. 69.
[9] Roger Bartra, Anatomía del mexicano (México: Debolsillo, 2015), p. 29.



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