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"Verás que
angustias no escasas
pasó, entre
llantos prolijos,
por amparar
a tus hijos
Bartolomé de las Casas"
Juan de Dios Peza
El descubrimiento y la conquista de América
propiciaron el choque de dos culturas diferentes. Se ha dicho que este contacto
le abrió las puertas al Viejo Mundo para entrar al Nuevo Mundo. Pero las
categorías de Viejo Mundo y Nuevo Mundo, consideradas irreflexivamente, pueden
llevar a un craso olvido: que hubo dos mundos, viejos y ancestrales ambos, que
se encontraron cara a cara y que mutuamente se sorprendieron ante la extrañeza
y novedad que el otro representaba. Llamar a América el Nuevo Mundo es un reflejo
del eurocentrismo que impera en la cultura occidental, pero lo cierto es que
América no tenía nada de nuevo para los americanos; era un continente lleno de
pueblos ancestrales, de costumbres atávicas y de imperios milenarios. En este
sentido, para Moctezuma y su gente los hombres que llegaron por el océano
oriental traían un rostro nuevo, nunca antes visto, aunque presagiado y, en
cierto sentido, esperado. Para los americanos el Nuevo Mundo fue lo que para
los europeos era el Viejo Mundo, y viceversa.
En lo que sí puede estarse de acuerdo es que
este encuentro propició una revolución en distintos niveles de la vida humana:
se ensanchó el horizonte espacial que el hombre tenía de la Tierra, hubo un
intercambio valiosos de especies animales, vegetales y minerales, y hubo
también eso que Echeverría llamó “codigofagia”, es decir, el devoramiento de
las notas culturales de un pueblo sobre otro. Además de estos acontecimientos,
en el campo de las letras se desarrolló la que ha sido llamada “literatura de
la conquista”. Esta literatura está dividida entre los cronistas testimoniales,
es decir, aquellos que fueron testigos en carne propia del encuentro de las dos
culturas, y aquellos que sin haber estado presentes escribieron desde Europa en
torno a las cosas de América y los americanos, con base en los testimonios que
recogían. Hay que decir también que las obras testimoniales se dividen entre
aquellas que estuvieron a cargo de europeos (conquistadores, misioneros,
exploradores, etc.) y aquellas otras que fueron escritas por indígenas. Como la
literatura de la conquista es la fuente principal para comprender el periodo
crucial del encuentro de dos cosmovisiones distintas, resulta valiosa no solo
por la calidad literaria que pueda tener sino también por su valor histórico y
antropológico.
Los trabajos que podemos consultar varían en
tema y contenido, dependiendo el interés y el objetivo que tuvo su autor al
escribirla. Sin ánimo de reducir toda la tipología temática que pudieran tener,
pienso que las podemos repartir en tres bloques. El primero, que podríamos
llamar relación material,
estaría constituido por aquellas relaciones que describen los descubrimientos
en América, pero concentrándose en la descripción de las hazañas militares y en
la organización política y económica de los pueblos descubiertos. El objetivo
principal de esta relación radicaría en ofrecer a la Corona una compendiosa
descripción de las condiciones del territorio y de las sociedades encontradas
en América, además de referir insistentemente a las riquezas físicas y
materiales de los pueblos, para insinuar el profundo valor material de América. Las Cartas de relación de Hernán Cortés serían el ejemplo
capital de este primer tipo de relación.
La tercera es la relación moral. Aquí se intentan describir las
actitudes que tomaron los conquistadores respecto a los aborígenes americanos y
también la de éstos con aquellos. Este tipo de relación se centraría en los
asuntos de interés de toda ética cristiana: la crueldad de los sacrificios
humanos que practicaban los aztecas así como algunas prácticas que a ojos de
los frailes u obispos resultarían inhumanas e idólatras. Pero también incluiría
las prácticas anticristianas que los conquistadores mostraron en su paso por
América: su avaricia y lujuria, su desmedida crueldad y el poco trato digno que
tuvieron con los nativos. La obra paradigmática de este tercer tipo de
relación la representa La
Brevísima relación de la destruición de las Indias de Bartolomé de las Casas, donde la
motivación principal gira en torno al valor
moral de los americanos.
Se podría reprochar a esta rudimentaria división
tripartita que no le es fiel al contenido multitemático de las relaciones. Que
las Cartas de relación de Cortés no muestran únicamente al
conquistador describiendo sus hazañas militares y las riquezas de Tenochtitlán,
que muestran también al explorador que describe con asombro y agrado un mundo
lleno de valiosos rasgos culturales y hasta morales. A este reproche se le
podría responder que es cierto que las relaciones presentan contenidos
complejos y variados que es imposible de encuadrar de manera definitiva en tres
categorías. Pero que eso no significa que en las relaciones no se encuentre un
interés y valor central que vertebra la totalidad del escrito. Es a partir de
la detección de esta motivación central por la que podemos distinguir los tres
tipos de relaciones mencionadas.
La brevísima relación de la destruición de las
Indias de Fray Bartolomé de las Casas es una obra que puede servirnos,
entre otras cosas, para comprender el sentido de la violencia. En efecto, esta
relación expresa el sentimiento de consternación del obispo dominico ante las
injusticias y los tormentos que los conquistadores ejercieron sobre los indios.
Relación brevísima, como indica su nombre, es, sin embargo, riquísima en
ejemplos que crean una narración de la violencia. Hay que decir que en su
época, el documento polarizó a los españoles, pues mientras unos se unían a la indignación
lascasiana, otros consideraban el libro como una calumnia que se levantaba
contra los conquistadores, supuestos defensores y promulgadores de la fe
católica.
El objetivo que persigue la relación de
Bartolomé es:
suplicar a su Majestad con instancia importuna
que no conceda ni permita las que los tiranos inventaron, prosiguieron y han
cometido que se llaman conquistas, en las cuales (si se permitiesen) han de
tornarse a hacer, pues de sí mismas (hechas contra aquellas indianas gentes,
pacíficas, humildes y mansas que a nadie ofenden) son inicuas, tiránicas y por
toda ley natural, divina y humana condenadas, detestadas y malditas.[1]
En pocas palabras, lo que el obispo dominico
busca es convencer al rey de que las llamadas conquistas son injustas y
crueles. Hay que recordar que los españoles encontraron dos formas distintas,
tanto teleológica como mediáticamente, de concebir la conquista de los pueblos
prehispánicos. La primera fue por medio de las armas y tuvo como fin la
subyugación política de los pueblos indígenas; subyugación que otorgaría
beneficios económicos y materiales tanto a la soldadesca como a la Corona. Esta
no pudo llevarse a cabo sino con la guerra y la violencia. La fórmula con que
Clausewitz define a la guerra es aplicable a este respecto: “La guerra es un
acto de violencia encaminado a forzar al adversario a someterse a nuestra
voluntad”.[2] Los conquistadores supieron que no
sería por medio de la vía pacífica por la que someterían, no a un pueblo o a
una ciudad, sino al gran Imperio de Tenochtitlán. Si no era la vía pacífica
solo quedaba la bélica, y esta incluía como medio a la violencia. A decir
nuevamente de Clausewitz: “La violencia […] constituye el medio, así como el fin consiste en imponer nuestra voluntad
al enemigo”.[3] Seguramente Bartolomé no hubiese
negado la posibilidad de una conquista espiritual de los nativos americanos.
Pues si es cierto que luchó por el respeto e igualdad del indio también es
cierto que peleó por inculcar en ellos la fe cristiana. La conquista que
Bartolomé hubiese aceptado tiene otro nombre: conversión. El medio ya no fue el
hierro ni la pólvora, sino la palabra y el pensamiento: la doctrina cristiana.
La finalidad fue la conversión del indio al cristianismo y la erradicación del
paganismo en beneficio de la santa doctrina.
La conquista violenta solo busca
satisfacer “la insaciable codicia y ambición” de los conquistadores. Entre las diversas
injusticias que Bartolomé testifica, podemos mencionar el cercenamiento de
manos y la decapitación, la quema de hombres vivos o la tortura que consistía
en poner tórridas ascuas en los pies de los hombres para obligarlos a confesar
el lugar donde guardaban sus riquezas —en algunas ocasiones mucho más
imaginarias que reales. Podemos mencionar también cómo los conquistadores
mataban de hambre a los indios o como los exterminaban poco a poco en trabajos
tan arduos que muchos sucumbieron ante ellos; los relatos de hombres que fueron
ofrecidos como comida a los perros de los españoles y a los niños que
estrellaban despiadadamente en las rocas. En realidad podríamos citar miles de
ejemplos, pero dejaré, para motivar la curiosidad del lector, que él mismo las
descubra. Ofreceré solo una de las que resaltan por su crueldad; aquella en la
que Bartolomé narra cómo Pedro de Alvarado solía torturar a los indígenas:
Tenía éste esta costumbre, que cuando
iba a hacer guerra a algunos pueblos o provincias, llevaba de los ya sojuzgados
indios cuantos podía que hiciesen guerra a los otros; y como no les daba de
comer a diez y a veinte mil hombres que llevaba, consentíales que comiesen a
los indios que tomasen. Y así había en su real solenísima carnicería de carne humana,
donde en su presencia se mataban niños y se asaban y mataban el hombre por las
solas manos y pies, que tenían por los mejores bocados.
Esta clase de tortura se funda en
llevar al extremo los sufrimientos del cuerpo (el hambre, las fuerzas gastadas en
la lucha) y después dejar que la necesidad por sanarlos, llevara a los mismos
hombres a prolongar los sufrimientos en alguien más. Se comprende que la
violencia que los españoles ejercieron sobre los indios nos obliga a pensar un
momento sobre la posición del cuerpo como centro de la actividad sensible del
hombre.
El cuerpo, como ha visto Sofsky, es el
medio por el cual podemos hacer daño a alguien, pero es al mismo tiempo el
medio por el que podemos ser dañados.[4] La
violencia es sentida de manera más viva, no por los agentes, sino por los
pacientes, es decir, por aquellos que son víctimas y no victimarios. Por eso
dice Sofsky en una frase lapidaria que “La violencia no reside en el hacer sino
en el padecer”[5]. La violencia daña al núcleo sensible
del ser humano: el cuerpo. El cuerpo es la puerta al sufrimiento y mientras más
se dañé aquél más se incrementa éste. No es errado entonces el aforismo de
Cioran: “¿Para qué sirve nuestro cuerpo sino para hacernos comprender lo que la
palabra tortura significa?”.[6]
La violencia física les sirvió a los
españoles para un doble propósito: para doblegar a los pueblos y para
aterrorizarlos. El uso de la crueldad como un espectáculo para infundir temor
en los hombres ya había sido señalado por Maquiavelo como una forma efectiva
para mantener a raya a la gente. Con su famosa frase que decía que “los hombres
tienen menos miramientos para perjudicar a quien se hace amar que a quien se
hace temer”,[7] Maquiavelo postulaba que un
gobernador que se hacía temible podía controlar más al pueblo que uno que lo
tratara bien, pues el secreto radicaba en infundirle miedo a los hombres. Y
para infundir miedo a la gente no hay medio más eficaz que hacerlos
espectadores del infierno; un infierno del que no querrían formar parte y que
les recordará en cada minuto quién poseía la fuerza y al mismo tiempo la forma
cruenta en que operaba.
Los tormentos que los indios pasaron en
manos de los españoles dañaron su cuerpo, pero el sufrimiento fue tanto que el
dolor corporal fue penetrando paulatinamente hasta tocar el espíritu de la raza
indígena. Sofsky tiene razón cuando dice que “aunque el hombre víctima de la
violencia sobreviva, nunca más volverá a ser el que era antes”.[8] La razón radica en que la violencia al cuerpo va
creando traumas y miedos en el hombre. Esta serie de sentimientos de
incertidumbre y de temor también son daños pero que hacen en el espíritu.
Podríamos pensar que este principio es aplicable también para los pueblos, y
pensar entonces que aunque un pueblo sobreviva a la violencia, nunca más
volverá a ser el que fuera antes. Quizás los sufrimientos y los ultrajes
padecidos sean la razón del carácter que los indios mostraron en los tiempos
posteriores a la Conquista. Pues si el indio mostraba una “estoica
taciturnidad”,[9] según la definición de Ezequiel
A. Chávez, no habrá sido por un resultado de la casualidad histórica, sino
gracias al cúmulo que los sufrimientos dejaron en el alma de su raza.
La Brevísima relación de la
destruición de las Indias es una pequeña requisitoria contra la
inhumanidad del hombre. Es un friso del infierno porque otro nombre no pudo
tener la condición en la que vivieron los americanos bajo la presión de los
españoles. Es, más que un retablo de maravillas, un retablo de pesadillas donde
se narran “los ejercicios del infierno”, para usar un nombre que escribió el
propio Bartolomé de las Casas. Pero es también un libro que nos muestra que si
la violencia aneja al hombre, también la lucha contra la violencia es, aunque
quizá en menor medida, una posibilidad para los hombres. Bartolomé esperó que
las narraciones de la violencia les abrieran la conciencia a los españoles. Que
la propia conciencia de la crueldad del hombre despertará en la raza humana un
sentimiento de compasión e indignación. Su lucha aún no está terminada. Y por
eso mismo podemos seguir aprendiendo de su enseñanza: vivir la maldad del
hombre para querer aprender a superarla.
[1] Bartolomé de
las Casas, Brevísima relación de la destruición de las Indias (México:
Ediciones Cátedra, 1996), p. 72.
[2] Claus von
Clausewitz. Arte y ciencia de la guerra. (México: Grijalbo, 1972),
p. 9.
[3] Ibíd., p. 10.
[4] Vid. Wolfgang Sofsky. Tratado
sobre la violencia (Madrid: Adaba Editores, 2006), pp. 25-43.
[5] Ibíd., p. 66.
[6] Emil Cioran. Ese maldito
Yo (México: Tusquets, 2010), p. 134.
[7] Nicolás Maquiavelo, “El Príncipe”
en Obras (Madrid: Gredos, 2011), p. 56.
[8] Sofsky. Op. Cit., p.
69.
[9] Roger Bartra, Anatomía del
mexicano (México: Debolsillo, 2015), p. 29.
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