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miércoles, 30 de marzo de 2016

Nacer morir

Daniel Zetina
Lo que narro a continuación ocurrió en la realidad, pero no tengo datos al respecto y no voy a hacer una investigación periodística para este cuento. Quizás usted recuerde la historia, que yo escuché en algún medio hace unos diez años. En todo caso, lo que me interesa mantener es la verosimilitud, porque al igual que en la ficción la realidad puede variar en sus circunstancias y detalles pero no en su profundidad.
El conflicto en la región de Ambelia, en Cambirra, sumaba en 1340 más de dos milenios, según lo rescatado en la Historia Universal de Joseph Tagor. En nuestros tiempos, un texto así hoy puede calificarse como apócrifo o inexacto por carecer de método científico, pero de cualquier modo, buscando en otras fuentes y mirando la época actual es fácil creer en tal información.
En la región, que abarca numerosos poblados, con sus respectivas costumbres y religiones, a lo largo de la historia han habitado dos culturas antagónicas. Por un lado los calexios y por el otro, los sumaníes. Los conflictos debieron empezar por una disputa de tierras, derivado de las diferentes interpretaciones del texto Amolasis que escribiera Amer Asuan, rescatando las memorias del profeta Nauman, hacia el siglo IV antes de Cristo. En él se señalan con bastante vaguedad las fronteras a que debe constreñirse cada pueblo para su convivencia armónica.
Las referencias son ambiguas, en especial porque los lugares que nombra dicho libro cambiaban de sitio (aún hoy en día, aunque con menor frecuencia). Los habitantes de la región han debido realizar diferentes éxodos, por sequías, pactos o conflictos armados. Siguiendo una antigua tradición, el lugar en donde se establecen es bautizado con el nombre de su lugar de procedencia. Así, hay registrados, a lo largo de ochocientos años (de 372 aC a 568 dC, según las últimas investigaciones del Instituto de Historia Nacional de Ambelia) catorce poblados con el nombre de Creiar, diseminados a lo largo de dos mil quinientos kilómetros. Esto nos da una muestra de la magnitud de las movilizaciones y, por ende, de los conflictos que se originaron. Cada pueblo se adjudicaba regiones enteras con justificaciones tan antiguas como imprecisas.
            Aunado a la propiedad, se encuentra el asunto religioso. Calexios y sumaníes ejercen distintas ramificaciones de la doctrina instruida por Nauman, divididos en ortodoxos los primeros y en heterodoxos los segundos. Una tregua en el siglo VI aC permitió la construcción de los templos de las dos corrientes en una llanura ubicada en medio del territorio de mayor conflicto en la actualidad. La época de paz duró poco. Un siglo después las diferencias religiosas se acentuaron, al grado de romperse todo trato entre sus dirigentes, con el posterior abandono de la región de los templos, por los ataques registrados.
            En el siglo XX, la abundancia propiciada por los yacimientos de petróleo descubiertos en la zona permitió el ingreso de una artillería mejor preparada a los campos de batalla. Los asaltos eran cada vez más sangrientos. De igual modo se fueron erosionando los valores de campaña y la disciplina militar. En un momento dado, cada soldado luchaba su propia guerra, contra su enemigo particular.
            Al concluir la Segunda Guerra Mundial también terminó el combate en los frentes. No así el rencor y su manifestación se llevó a cabo por medio de una guerra de guerrillas, con la que, si bien disminuyó el número de bajas, también aumentó el grado de desesperación y la crueldad en sus ejecutantes.
            Pero cuando los hombres tratan de destruirse, la suerte siempre le sonríe mejor a uno, al azar. Agotados los calexios por una rebelión interna, fueron perdiendo territorios importantes. Los sumaníes, por el contrario, se mantuvieron unidos, y a falta de una contraofensiva eficaz parecieron perder por un momento su interés de destrucción. Con el tiempo y las exportaciones de crudo levantaron su economía hasta ser la mejor de la región.

            En este beligerante contexto vio la luz, el cuatro de junio de 1985, Salmer Ictore, hijo de un respetado comerciante de Sasalaa, una de las principales ciudades calexias. Criado en la ortodoxia, vivió sus primeros años en familia. No iba a ser él quien cambiara las costumbres, y a los doce años fue llevado a Calcontú, para su entrenamiento religioso-militar, junto con otros quince mil jóvenes de su edad. Ahí terminó de entender en qué consistía el odio, le dio forma y no tuvo duda de que su raza debía eliminar a los herejes. Tres años después egresó y pisó de nuevo la casa de su padre, solo para enterarse de que había muerto en un retén sumaní cuando trataba de pasar gasolina de contrabando.

            Salmer vivió en silencio sus tres meses de duelo. Cuando se acercaba la fecha del Nacausara (principal fiesta calexia) informó a su madre que partiría al día siguiente a reunirse con sus primos de la organización extremista El Divino Maestro. Sus palabras eran a la vez la instrucción para que le fuere preparado lo necesario para el viaje. La madre supo que tampoco volvería a ver a su tercer hijo jamás. Salmer partió hacia los montes Aliusa en busca de los suyos. Al tercer día, el carretero le indicó el final de la travesía y dejó sus bultos en una pequeña posada que servía de antesala a aquellos montes, famosos por sus campos de adiestramiento.

            Salmer estuvo un año más ahí. Lo poco que le faltaba por aprender lo obtuvo con valor, destacándose de entre sus iguales. Es cierto que perdió la noción de individuo, pero las repetitivas palabras de sus mandos no le permitían pensar en nada que no fuera útil para sus fines. En los montes Aliusa, Salmer era solo un aprendiz, un engranaje de la venganza y sin embargo entendió esa guerra de una manera única: era él y solo él quien podría darle algo diferente a su mundo, reduciendo a cualquiera de sus rivales.

            Cuando se sintió preparado se enroló en un convoy hacia Dímaca, capital de los sumaníes, con otros compañeros de diferentes edades pero con la misma convicción. Permanecieron tres días encerrados en una pipa sin luz ni comida, apenas con el poco de agua que se encharcaba en el fondo del tanque, la cual al segundo día ya estaba mezclada con orines. Debían pasar los retenes sin ser descubiertos para internarse en el territorio enemigo. Salmer y compañía eran la última pieza de El Divino Maestro. Para la organización no tuvieron nombre ni edad, eran solo pequeños grandes patriotas, cumpliendo la encomienda más elevada: matar al mayor número de sumaníes posible.
            Ya en Dímaca les dieron órdenes de salir uno por uno hacia su objetivo. Para ello les enseñaron, usando mapas, las rutas más directas para no ser descubiertos. A los veinticinco días todo estuvo listo para el primer ataque. La mañana del once de diciembre de 2002 Salmer vio salir al primero del grupo. Aunque no se enteró, ese mismo joven se hizo estallar en la entrada del congreso sumaní matando a quince personas.

            Así fueron saliendo cada uno, la mayoría cumpliendo con éxito su objetivo. Llegó el turno de Salmer. No tenía miedo, no pensaba más que en la muerte de su padre y en los siglos de rivalidad racial. Se había aprendido su ruta con exactitud. Le tocó subir a un camión de pasajeros a la hora de la salida de clases. Se mantuvo en él durante veinte minutos. Cuando vio subir a dos policías “para una revisión de rutina” (por solicitud en clave del chofer) se levantó, gritó su última plegaria de cuatro palabras y detonó la carga que llevaba pegada al cuerpo. La mayoría de los pasajeros murió en el acto. El chofer y los que viajaban al frente sufrieron los menores daños. Entre los heridos graves se encontraba una pequeña de once años de edad que viajaba sola.

            Al llamado de auxilio del oficial que permaneció en la patrulla acudieron bomberos y ambulancias. Los heridos fueron rescatados de entre las llamas y llevados a los hospitales más cercanos.

La menor Carolina Merid pudo salir del camión caminando, antes de que llegaran los servicios de emergencia. La explosión la dejó sorda y el calor de las llamas le hizo perder la sensibilidad. Caminó por impulso cotidiano, en automático, estaba a una cuadra de su casa. Pensó que pronto vería a su madre y que le pediría que le ayudara a preparar la comida. Recordó lo que la maestra de historia decía respecto de los niños calexios: que no tenían la oportunidad de ir a una escuela como la suya porque eran pobres y estaban confundidos. Antes de caer inconsciente recordó las palabras que gritara Salmer: “Odio, muerte, libertad, ¡victoria!”

            Los padres de Carolina legaron al hospital solo una hora después del atentado. El padre, profesor de la Universidad Autónoma Simaní, se reprochó el descuido con que criaban a su hija debido a sus múltiples ocupaciones laborales y sociales. Reconocieron el cuerpo en el anfiteatro del Hospital General de Dímaca.

Juntos lloraron la muerte de su primogénita y enterraron el sueño de que alguno de la familia abandonara el país para vivir en un lugar más seguro (tenía planes de mandarla al extranjero el siguiente verano). Un médico les informó que podían estar al lado del cadáver de su hija para realizar sus últimas oraciones. Estuvieron con ella apenas unos minutos, luego salieron.

El padre fue al baño y mientras la madre los esperaba en el recibidor del hospital vio un cartel apenas sujeto en un gran pizarrón de corcho. El pequeño letrero decía algo que nunca se le hubiera ocurrido. Cuando llegó su marido lo hizo de su conocimiento. Se abrazaron en llanto y decidieron que lo que les ofrecía aquel papel era lo mejor para los restos de quien ya no era su hija sino un cuerpo vacío.
Por ley, nadie puede negarles el cuerpo a los deudos, así que los padres subieron el cadáver a su auto y tomaron la autopista que comunicaba con la provincia calexia más cercana. En el retén, antes de cruzar la línea, informaron que se dirigían al otro lado de la frontera por un asunto médico y que regresarían esa misma noche. Los soldados les recordaron el peligro que corrían y les abrieron el paso.
Encontraron la clínica a que hacía referencia el cartel y se estacionaron en la puerta de emergencias. Un viejo médico se les acercó aprisa, adivinaba el motivo de su presencia. Sin decir palabra les ayudó y los llevó ante una secretaria para que llenaran algunas formas, mientras ingresaba el cuerpo al nosocomio. Concluida la entrega de la donación, el médico regresó. Los acompañó hasta su auto y les agradeció en nombre del pueblo calexio y los bendijo de acuerdo con sus respectivas deidades. Al despedirse calentó el cuerpo de aquella pareja con un abrazo y les entregó un acta doblada por la mitad.
El cuerpo de Bindu fue recibido, examinado y puesto a disposición del área de trasplantes. Era apenas el séptimo que se recibía y todos procedían del Hospital General del flanco enemigo, único lugar donde el cartel se mantenía firme en su solicitud. Apenas siete horas después, hígado, riñón, pulmones, páncreas, intestino, piel, huesos, córneas, oído medio, vasos sanguíneos y tejidos conjuntivos del cadáver de Carolina fueron aprovechados por los cirujanos.
Una parte del hígado fue implantado en un recién nacido. La operación duró seis horas y el médico que la realizó no dejó de preguntarse, durante todo ese tiempo, las razones que llevarían a unos padres a hacer algo al parecer tan contrario a su naturaleza. El cuerpo de la pequeña aceptó el órgano sin complicaciones. Este niño nacía, como tantos, bajo unas circunstancias de mundo que solo después sabrían le eran adversas. Como la mayoría de los calexios, desde su nacimiento llevaría la pesada cruz del odio entre razas, pero tal vez en él sería menor.
            La madre del recién nacido fue informada por una trabajadora social de la procedencia del órgano trasplantado, incluido el nombre completo de la donante, el de sus padres y la causa de su muerte. Para una mujer que acababa de parir con tantas complicaciones, saber la verdad fue un duro golpe a su orgullo. Pero su instinto de madre le impidió protestar y aceptó la maternidad aunque fuera solo para que, a su tiempo, el nuevo fruto que entregaba al mundo abandonara su casa para ir en busca de venganza contra quienes le habían permitido vivir.
            No le importó este último pensamiento y decidió no decir la verdad, nunca. Ahogó sus lágrimas y esperó en aquella sucia habitación a que le dejaran ver a su hijo, cuando aún permanecía el dolor por la herida del parto. Con el tiempo ella y pequeño mejoraron. La madre fue con el sacerdote y le pidió que a su hijo le diera el nombre de Yalad, que significa “tiempo de nacer”.


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