En fracción de segundos unas cuantas gotas de sangre humedecieron la tela del corpiño. La tetera a punto de hervir vibraba con timidez sobre la hornilla recién prendida. Dos bolsitas de té flotaban impávidas en la infusión. Un juego de aparente inocencia había tomado el curso de la noche. Los labios perdieron piel y cobraron filo. El líquido caliente rodeó el pezón y esa fue la primera señal que alertó a Susana. De inmediato se apartó del hombre que, entre sus brazos, aún pretendía estrecharla. Ella corrió a refugiarse en su recámara. Ante el espejo, pudo notar las dos marcas de dientes en los bordes superior e inferior de su aureola mamaria. Su seno izquierdo chorreaba y, afuera, las minúsculas burbujas comenzaron a bullir.
Nada pudo evitar que a la mujer se le llenaran los pechos de lágrimas. Ni siquiera los ruegos del novio la convencían de dejarlo entrar para consolarla. Su argumento más eficaz era que sólo había sido un accidente. Pero no, no podía haber sido así. El acto consensuado diez minutos antes sólo admitía un poco de brusquedad solicitada por él y ella había accedido bajo la condición de no ser agredida. Un juego, sí, con reglas. Parecía ser muy claro, sencillo como decidir entre té de arándanos o cardamomo. Flor de jamaica era lo que empezaba a soltar su color. La esencia del brebaje no había sido su elección.
El hombre iba de un lado a otro en el departamento. Susana oía esos pasos y temía. Aseguró el botón del picaporte. Recordó la pomada para tatuajes que guardaba en la cómoda y cubrió su piel lastimada con una capa de Bepanthen. Las ventanas de la cocina se nublaron del vaho que emitía la tetera. Él dibujó la palabra adiós en el vidrio empañado. Ella, observó su propio reflejo y la memoria la llevó a su adolescencia, cuando le había venido por primera vez su periodo menstrual y su padre, que recién había quedado viudo, le ponía fomentos de manzanilla en las mamas para desinflamarlas. Era un tipo de dolor muy parecido. Una punción idéntica; pero magnificada.
El novio estaba a punto de abandonar el lugar, cuando un silbido y un chorrear de hervor le detuvieron. La flama en la estufa comenzó a arder con mayor devoción a pesar de que los borbotones de agua querían extinguirle. Por eso él no escuchó cuando Susana abrió la puerta y camino hasta él, tiró el gatillo del revólver y le abrió la cabeza con un disparo.
Ana Laura Coronado Chiw
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