Las edades del filósofo
Por: Óscar de la Borbolla*
Hacer filosofía a los 20 años es para
algunos desnudar al ser en su verdad, es cohabitar con la verdad bajo el
resplandor de cada ocurrencia, es emocionarse con las polvaredas que levantan
los torpes manotazos del pensar juvenil. Hacer filosofía a los 20 años es creer
en la posibilidad de la verdad, es suponer que la primera verdad que se alcanza
es ya la última y definitiva. Los ánimos del joven llevan a la filosofía un
ímpetu similar al del primer amor, y no es extraño ser apasionado y terco,
dogmático y ciego a esa edad. Las páginas de Platón o Marx, de Schopenhauer o
de Nietzsche, de Bakunin o de cualquiera se levantan como quien le alza por
primera vez la falda a una mujer. Toda lectura juvenil es erótica, porque el
joven necesita entregarse; los pensamientos que descubre, los descifra, los que
grita son como las caricias maternales. La madre es la religión y sus caricias
se han venido depositando en la conciencia hasta adormecerla: son esas pequeñas
seguridades con las que nos arroparon en la infancia. Los primeros pensamientos
filosóficos, en cambio, son caricias sensuales que inquietan, que despiertan el
deseo de posesión, un deseo carnal por el conocimiento, las ganas de revolcarse
con la realidad hasta alcanzar su más profundo secreto, su misterio abierto
para nosotros. A los 20 años cualquiera se enamora incondicionalmente de una
filosofía; cualquiera es amante de una filosofía; cualquiera está
dispuesto a morir por una verdad; cualquiera es amante de la sabiduría o, de
una palabra, a los 20 años cualquiera es filósofo.
Pero pasa el tiempo y con ello se
despejan los ánimos como se despeja el cielo cuando escampa; pasa el tiempo y
vienen la convivencia, el deterioro y hasta el hastío; los pensamientos dejan
de emocionar, las páginas de los libros de filosofía se levantan sin
estremecimiento; se descubre que aquellas ideas que provocaban orgasmos en el
alma no son, en el fondo, ni tan originales ni tan luminosas: ésta es como
aquélla, aquélla se opone a la otra y, por fin, un día, La Filosofía, La
Verdad, se vuelve una secuencia de filosofías, un museo de verdades rotas; el
primer amor se confunde con el segundo, con el tercero, con el cuarto; se
pierde la cuenta de los amores, se pierde el amor, la amante se convierte en
esposa, la admiración se hace costumbre, y la encendida e incendiaria vocación
filosófica amanece transformada en medio de vida, en simple oficio para ganarse
la vida.
El filósofo maduro madura con la
filosofía como quien tiene durmientes, como quien construye una vía de
ferrocarril: se vuelve profesor universitario y está obligado a dar clases de
lo que amaba: a convertir en papila didáctica los más abstrusos pensamientos; a
presentar un proyecto que justifique un salario, a elaborar una ruta crítica en
la que diga: Ahora voy a pensar en este tema, voy a comenzar por aquí, voy a
continuar por allá y voy a llegar a esto en tantos meses… El filósofo maduro se
vuelve un burócrata metódico que escucha con fatiga los pensamientos: sus
propios pensamientos y los ajenos. Ya no tiene la necesidad de entregarse, ya
no busca para entregarse, busca dar clase y para cumplir con su proyecto de
investigación semestral. La entrega a las ideas la considera una actitud
pueril; ser incondicional de unas ideas significa sólo infantilismo filosófico.
El filósofo maduro es suspicaz, es reticente, es escéptico; pero no escéptico
porque dude, sino porque ya no ama lo suficiente: ya no daría la vida por una
verdad. Sabe que hay demasiadas verdades en el mundo: una para cada día de la
semana, una para cada día del mes; una verdad para cada estación del año. Sabe
que la verdad es un repertorio de modas de temporada. Y, entonces, comienza la
metamorfosis de fondo: el filósofo se transforma en profesor de filosofía, es
decir, en erudito, es decir, coleccionista. Si no hay verdad que valga la pena,
tal vez el acopio de todas, ser un conocedor, sirva para justificar la vida. Ya
no importa la verdad, sino lo que dijeron A, B, C, D, E, F, G…
Pero sigue pasando el tiempo, y pasa
tanto que, por fin, el filósofo viejo descubre que todo el tiempo ha quedado a
sus espaldas, que el tiempo yace acomodado en un librero, que el tiempo se
convirtió en libros de filosofía, escritos o leídos; en ponencias de
filosofía, en pensamientos filosóficos y, al no quedarle ya más tiempo, el
filósofo viejo se encarga de su obra como los padres se encargan de sus hijos,
como los abuelos se recargan en su mecedora, como los árboles cansados se
recargan en la tapia sobre la que apoyan sus ramas. Así se recarga el filósofo
viejo en la filosofía y, entonces, ya no hay mucho que hacer: arrepentirse o
entender, por fin, algo. Ser todavía como el insaciable doctor
Fausto que al final del camino se dispone a vender su alma instruida al
diablo para conseguir una segunda oportunidad, o ser como Juan Jacobo Casanova,
el seductor veneciano, quien después de una vida, como casi todas, en la que no
se logra consolidar nada, viejo, decrépito, impotente, con los recuerdos de la
sífilis, pobre y acabado voltea desde el balcón de sus memorias y declara que
de contar con otra vida haría lo mismo.
A los 20 años cualquiera es filósofo,
a los 80 sólo algunos consiguen entender que la filosofía, o cualquier cosa a
la que uno haya entregado la existencia, es el sentido. No es
que se tenga sentido, sino que fue el sentido: lo que nos
mantuvo en un cauce en medio del absurdo.
*Óscar de la Borbolla, escritor y filósofo mexicano. Es Doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Sus obras literarias innegablemente son una muestra del ingenio y la buena prosa que ha tenido a bien cultivar nuestro escritor a lo largo de su carrera académica y literaria. Aunque él no lo diga, es uno de los filósofos en nuestro país que más conoce de la obtusa filosofía heideggeriana y sartreana, mismas que han de una u otra manera influenciado en su propia obra. Entre sus escritos, destaca por supuesto Las vocales malditas. Pero la lista es larga, ya que el cuento, el ensayo y novela se suman a las filas de su amplia producción literaria. Su última novela, El futuro no será de nadie, en palabras de su autor, fue un trabajo de más de diez años en el que aborda uno de los problemas ontológicos que más toca a los seres humanos: el amor. En la actualidad, se desempeña como catedrático en la UNAM, y colabora en algunos medios de comunicación: radio, televisión y prensa. Además de tener en puerta su siguiente novela. El breve ensayo que ahora dejamos a los lectores fue publicado originalmente en la revista Tlamatinime.
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