PULQUE


Por Brenda Pichardo Hernández


El quiebre de las hojas secas bajo la suela de los zapatos tomaba un ritmo parecido al de un tambor, lento, cómplice  del rostro expectante de Javier. La sonata bajo sus pies de pronto le pareció ridícula. Ya estaba ebrio. El pulque le sumergía en la zozobra de aquél lugar: un cerro, con ramas secas y piedras discretamente ocultas bajo la tierra húmeda y pesada. El chipi-chipi de la llovizna, no le había turbado el empacho en el que se hallaba ante la frívola presencia del cerro. "Si el tiempo hablara...", pensó Javier. Qué baile el de las nubes turbias en silencio; despacio avanzaban hacia el norte. El ocaso se aproximaba como una flama que anuncia su despedida.



Javier no supo en qué momento doña Úrsula le alcanzó para entregarle la botella que él había olvidado ahí, en la pequeña casa de madera donde habitaba el pulque. Doña Úrsula salía de su casa y llegaba con un vaso de pulque de medio, de un litro, según el cliente. “Huele a burro”, decía Javier cada vez que visitaba la casa del pulque. Ahí se convivía en una mesa de madera vieja y resistente que albergaba a los teporochos que con diez pesos se prevenían para una buena borrachera con unos litros de pulque. Frente a la casa de doña Úrsula estaba aquella mesa recóndita, situada a un lado del criadero de ovejas y muy cerca del altar de los santos, donde ella colocaba veladoras para rezar por sus difuntos, a los que recordaba con esas viejas fotografías de tono sepia. Bajo el austero e improvisado techo de lámina de asbesto, Chencho deambulaba estrepitoso algunas veces, otras, sigiloso.

El reloj marcaba las cinco de la tarde, y doña Úrsula se apresuraba con Chencho, su perro querido, que a ladridos anunciaba el cierre de la pulquería para así ahuyentar a los borrachines de buena fe que acudían ahí por costumbre. A los extraños y novatos se les acercaba con la nariz inquieta, les gruñía y finalmente no les dejaba en paz con sus ladridos hasta que miraba por el camino cómo se alejaban aturdidos.



“Joven, ya vamos a cerrar. Haga el favor de retirarse”, le dijo doña Úrsula a Javier, que le miró tranquilo y pensativo:
-          Señora, disculpe, ¿cómo llego a la pirámide?
-          ¡Ay!, pues mire que ya es tarde y la subida cansa.
-          Como quiera, igual iré.

Un ladrido le hizo voltear la cabeza, doña Úrsula le gritaba: “¡joven, su pulque!”. Javier había ido al Cerro de la Estrella para deleitarse el alma con el panorama visto desde la pirámide en ruinas que se hallaba en la cima del cerrito. Quién iba a pensar que a media subida se le antojaría entrar a la casa de madera donde preparaban y vendían pulque. Donde olía a burro.

La reciente llovizna, aunque ligera, hizo que la tierra adquiriera la consistencia de lodo. Javier resbaló unos tres metros por la vereda hasta topar con un tronco. El ramal le produjo raspones y heridas insignificantes. De pronto ya no supo dónde estaba. Quizá alguien pasaría por donde él se hallaba y le ayudaría a regresar a la avenida. Nadie. Además de la sombra de los árboles que se agitaban por el viento, no había nadie más que él y su soledad entre aquella lúgubre oscuridad. No esperó mucho tiempo para decidir retomar su camino, pero el temor a resbalar otra vez le inquietó. “Mejor me espero. No, caminaré despacio”. Y antes de decidir si esperaba o continuaba, el quiebre de las hojas secas le asustó. Por su pensamiento se atravesó la idea de un mal. “¿Quién será?”, se preguntó Javier. Era un perro silvestre, sucio pero orgulloso. Pronto simpatizaron, el can se acercó con la lengua de fuera, y una vez sentado frente a Javier, le miró; abrió y cerró los ojos en varias ocasiones. Con un ladrido amistoso le indicó a Javier que lo siguiera. Juntos se dirigieron hacia abajo, hasta llegar al camino pavimentado. El perro había logrado sacarlo del ramerío para llevarlo a la avenida principal, donde empieza el cerro.

El “guau-guau-guau” del perro, más el silbido de alegría de Javier, amenizaron el trayecto. Él sintió la forma definida del envase en su mano: no había soltado ni por un instante su pulque. Miró con ternura al canino que le había ayudado en su corta travesía y le dijo: “Te llamarás Pulque, querido amigo.”


La sombra de Prometeo

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