Sergio Javier González
Acosta
Ensayo final Filosofía y psicoanálisis II
Colegio de Psicoanálisis Lacaniano
Ensayo final Filosofía y psicoanálisis II
Colegio de Psicoanálisis Lacaniano
Por los textos platónicos que han
sobrevivido hasta nuestros días, conocemos las primeras tentativas en el mundo
occidental de elevar a la razón como instrumento que verifica la existencia y
puede dar cuenta del mundo, y si bien la propuesta platónica desemboca en un
idealismo que niega la dimensión material de la existencia, vemos de inmediato
una primera subversión de esos valores realizada por el discípulo Aristóteles.
En la “Ética nicomáquea”
Aristóteles establece una potente serie de atribuciones para definir lo bueno a
partir de una finalidad y un horizonte, su fin es la felicidad como virtud y su
horizonte una ciencia política, basado en Platón pero oponiéndose a él, arma su
clasificación de las acciones morales para explicarnos lo que él siente que deba ser el fin supremo de la
vida.
En este punto histórico aún podemos
representarnos la política con alguna dignidad, en el sentido de una intención
y un deber de elaborar normas generales de acción que aseguren el bienestar de
los ciudadanos pero ante todo la existencia del estado, de este modo,
Aristóteles hace de la ética una parte de la política y coloca a esta última
como maestra del resto de las ciencias.
Aquí ya existe una profunda y paradójica desconfianza
a la presencia del pathos[1]
y este hecho para Aristóteles está asociado a la inmadurez y a un cierto
carácter “incontinente”, agregando que en política lo que cuenta son las
acciones y para el joven no es provechoso este aprendizaje ya que se
encontraría dominado por la búsqueda del placer personal y la pasión: “Pues
aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es evidente que es
mucho más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad; porque procurar el
bien de una persona es algo deseable, pero más hermoso y divino conseguirlo
para un pueblo y para las ciudades.”[2]
La idea del bien es paradójica en
Aristóteles, pues reconoce que cada
individuo dirá cosas diferentes sobre ello con base en impresiones personales
de conveniencia y placer, y aunque no explica cómo él mismo se ha liberado de
eso decide en su clasificación que “El bien del hombre es un fin en sí mismo
perfecto y suficiente” o textualmente “…si hay solo un bien perfecto, este será
el que buscamos, y si hay varios el más perfecto de ellos… Sencillamente
llamamos perfecto lo que siempre se elige por sí mismo y nunca por otra cosa…
Tal parece ser sobre todo la felicidad, pues la elegimos por ella misma y no
por otra cosa…”[3]
así con toda la arbitrariedad que eso conlleve, la felicidad es establecida
como una actividad del alma en acuerdo a la virtud y por esta vía la felicidad
suprema consiste en la contemplación de las realidades más sublimes. La
felicidad sería, para escogerle unas palabras, lo mejor, lo más hermoso y lo
más agradable en la medida que estas cosas vengan juntas.
El primer libro finaliza haciendo
una comparación entre aquello sentimental que en el hombre no se rige por la
razón y los miembros paralíticos que, a causa de un proceso degenerativo o patológico, no responde. Aquí se agota
para nosotros el interés de estos postulados como prescripciones de la conducta
pero es necesario encontrar otra perpsectiva para continuar pensándolo, pues seguimos
impregnados de eso y aún hoy esa operación goza de una efectividad y una
eficacia en el espíritu de las mayorías.
La felicidad aquí es una
reflexión práctica encaminada a la acción. Se determina una función propia del
hombre y solo en la medida de su apego a esa norma puede ser excelente, solo la
ignorancia de lo bueno hace que los hombres actúen lejos de la virtud. No
obstante se hablará oscuramente de una vía media que conduce a la moderación
(phronesis). Con estos presupuestos la obra avanzará hacia una determinación de
la sociedad desde la óptica política para desembocar en el proyecto de la buena forma de gobierno.
Nietzsche es el primero en
apreciar las dos caras de esa moneda y arremete contra Sócrates y los que le
siguen en la justificación racionalista a ultranza, considerándolos enfermos y
decadentes por aquello que introducen en el espíritu griego al promover un
resecamiento de la vida a partir de la tenaz negación de la pasión, solo para
tener una verdad puramente lógica que finalmente se demuestra irrealizable,
imposible.
Pero pudo detectar algo de la
intencionalidad arbitraria en la forma de establecer así las reglas del pensamiento,
estimó hasta qué punto se puede erigir ahí una moral y las combinatorias de su
dominio; quiso abrirnos los ojos a la falta de sentido en la que se fundan sus
prescripciones, con su canto terrible declaró que hay mal desde que hay Logos y
a los detentores de la verdad divina les recordó su cuota de oscuridad y odio,
este es el legado por el que no estamos dispuestos a concederle santidad ni
tregua alguna a los moralistas que pretenden dominar y destruir a sus
semejantes en nombre del “bien”.
No obstante este modo de anclar
cierta forma de la certeza en el espíritu humano sigue siendo efectiva, al
punto que se la considera necesaria. Nietzsche probablemente es ingenuo al
responsabilizar de esto a Sócrates, pues aunque en Platón aparece un proyecto
de erigir un idealismo, y aunque el racionalismo con el que se construye se
basa en una superposición de negaciones (negación de las negaciones), no hay en
ello la obligación de desembocar en una moral de dominio que obtura lo que en
el ser humano se presenta como vacío, pero si el mundo griego admitió este
camino y lo convirtió en herencia cultural de Europa y más tardíamente de los
pueblos que cayeron bajo su influencia es por una afinidad general del espíritu
y no solamente por la violencia política y las matanzas y desplazamientos
geográficos que se justifican con esto.
La idea de la regla ética general
y absoluta fue construida a partir de una intuición de la división que
atraviesa al individuo humano y Nietzsche se presenta ahí como verdadera
antípoda, al proponer en cambio una especie de universalización del individuo y
la caída de todos los ideales. La subversión de Nietzsche al proponer lo
dionisiaco dominando lo apolíneo y poniendo en primer término un imperativo
referido a la voluntad de poder también merece una reflexión concienzuda, para
saber si no se trata de una transmutación más de los valores, ya que no podemos
suponer que se trate de una simple sobrevaloración ingenua de la vanidad del
hombre. Cuando menos Nietzsche nos aporta el aparato crítico para desmantelar
su propia filosofía, dejemos esto por ahora.
Lacan nos llama la atención sobre
la enunciación del imperativo categórico kantiano[4]
en su lengua original, es así que whol y
Guten son dos maneras de nombrar el
bien, siendo el primero más cercano a nuestra idea de bienestar, pero dado que
no hay fenómeno que guarde una relación constante con el placer, buscar el bien
por esa vía sería vano si no fuera por el asomo de Gute como el bien que es el objeto de la ley moral que supone dicho
imperativo.
Lacan ubica en el siglo XIX un
acenso en el espíritu occidental de la noción inquietante de la “felicidad en
el mal”. Vemos entonces que para Kant existía la posibilidad idiomática de
distinguir esos dos niveles del bien, y que ahí donde fue capaz de señalar con
precisión el asidero de lo que hace ley, incluso a describir cierta contigüidad
con el objeto, pudo dar las coordenadas donde el imperativo toma su lugar en la
estructura psíquica: “Lo que Sade viene a mostrar es que el mal radica justamente
en la pureza de la ley misma; denuncia entonces la verdad del
pensamiento moral de Kant: la crueldad esencial del Otro a quien es referida la
ley, más allá de su apariencia neutral.”[5]
La filosofía de Kant y lo que
tiene de preparatorio para la intervención sadiana son vistos como un vuelco
insólito en el modo en que se hasta entonces se había querido entender la
ética, cuyo primera consistencia en occidente apareció de esa manera con
Aristóteles, sentando las bases de un pensamiento colonialista y dominante del
que un Alejandro Magno pudo servirse para la dominación y unificación de
pueblos en un imperio y del que luego los primeros teólogos de la banda del
Cristo usaron para fundar una moral que también tendía a unificar la
multiplicidad de lo divino en una figura única e imperativa de un Padre. Según
Lacan ese nivel del deber encontramos la evidencia de que “…la bipolaridad con
que se instaura la ley moral no es otra cosa que esa escisión del sujeto que se
opera por toda intervención significante: concretamente el sujeto del enunciado
y el sujeto de la enunciación.”[6]
Entonces la ley se impone por su
enunciación y por el rechazo del pathos,
esa división del sujeto es el su asidero más profundo por que se instala en una
ausencia, la ausencia del objeto como experiencia primordial que hace ley “…das
Ding sepresenta a nivel de la experiencia del inconsciente como lo que ya hace
la ley… Es una ley de capricho, arbitraria, también de oráculo, una ley de
signos donde el sujeto no tiene garantía alguna, respecto de la cual no hay
ninguna Sicherung[7]”[8]
Si Lacan cree que el texto
sadiano viene a completar a manera de verdad lo propuesto en esa
universalización de una norma que, llevada a sus últimas consecuencias, arrasa
con los sujetos y sus tendencias y deseos mas propios hasta llegar a un
perjuicio que es dolor; es
precisamente porque Sade no rompe con el imperativo kantiano, siendo minucioso
en el rechazo de ese elemento patológico
en nombre de una realización del imperativo en su propia sustancia y del
derecho y el deber de hacer del semejante un objeto, ya no de su propio deseo
sino del deseo del Otro, bajo un efecto de sinceramiento respecto a la Res publica, donde resulta
desconcertante que la caricaturización se vuelva tan seria. “No hay pues otro
mal que ese goce siempre culpable que horroriza y atrae a la vez, goce del que
nadie podrá sustraerse enteramente, que empuja al sacrificio de sí mismo o del
objeto. Es así como el imperativo categórico que Kant imaginó tan puro como el
cielo estrellado aparece en Freud como la forma más radical de la satisfacción,
la de la pulsión de muerte, el goce extremo de ser que se confunde con ya no
ser.”[9]
Nuestro ejemplo cercano del
extremo más viral de este modo de enunciar un racionalismo en su tentativa de
monopolizar respuestas a grandes preguntas son sin duda los cristianismos. El
cristianismo se convirtió en pocos siglos en un mercantilismo de la culpa, por
lo que no sorprende hoy en día su forma sectaria abiertamente empresarial ni
muchos se extrañan con sus sistemas de peticiones y meritos dirigidos al Dios.
Sin duda ese regreso a la posesión material y la sobrevaloración de sus objetos
se trata de una traición al idealismo platónico en el que solo las ideas tienen
consistencia ontológica pero el propio cristianismo nació de la traición al
judaísmo primitivo, no es un problema la traición dentro de esta clase de
dogmas. El lenguaje de Dios aparece aquí en la forma de bien material y dinero,
las palabras bíblicas que aluden a la “prosperidad” y la “gracia” son algunos de
los significantes que sostienen una reinterpretación mercantilista arbitraria.
Pero no nos interesan sus negocios sino sus modos de operación y eficacia.
Si las retorsiones contemporáneas
del cristianismo son vigentes, si han sido acogidas y siguen siendo acogidas
como una necesidad eso está en una relación polar con una negación del vacío
que el propio capitalismo, por vías similares, también propicia. Esta forma de
negación de lo vacío, la pretensión de que todo deba tener sentido produce una
impulsividad maniática y repetitiva donde los criterios de realidad están
alienados al texto dogmático. Es así que ante las condiciones de debilitamiento
del orden simbólico, ante el presentimiento de que el Otro no existe y que su
consistencia es sintomática, muchos cínicos suben al palco del Dios a proclamar
nuevamente el virus de la sectarización, del señalamiento del no creyente que
no conoce la verdad, la alienación de las nuevas generaciones al dogma
maniático de la arbitrariedad, el regreso irracional al imperativo categórico
kantiano cuya prescripción en los oídos lacanianos se puede formular así: actúa
de tal modo que su conciencia pueda ser siempre programada.[10]
No es el derecho a asociarse y
exaltar lo que uno quiera lo que denunciamos, sino la alta traición a la
humanidad que constituye proclamarse dispensador de la verdad última del Padre
y mediador burocrático de su voluntad, en especial cuando semejante
posicionamiento coincide con un anhelo de materialidad que surge delo que estos
sujetos parecen experimentar como una grave privación primordial.
O las falsas restituciones de la
salud, donde el embustero cristiano encuentra ocasión de demostrar su trato
cercano con el Dios y su magia curativa al desplazar el síntoma por la vía de
la sugestión. Y los espíritus ovinos que quieren ver ahí la verdad remojan su
angustia de vida en la abundante saliva de estos oradores inmorales, pues si a
caso: “Lo que puede hallarse en Freud es la constatación de que en los sujetos
opera una ética de raigambre kantiana no sostenida por el principio de placer.”
[11],
eso es razón suficiente para entender que una ética a la altura de nuestros
tiempos y de nuestro lugar como analistas no puede pasar por alto el peligro de
los idealismos y los moralismos a ultranza, a saber, que la oscuridad ahí está
negada pero activa.
[1]
Vocablo con diferentes acepciones referidas al sentimiento, en Aristóteles el
phatos es la pasión capaz de afectar y confundir al juicio.
[2]
Aristoteles en “Etica nicomáquea” Libro 1. Editorial Gredos, 1993.
[3] Aristóteles, op cit
[4]“Man fühlt sich whol im Guten”
[5] Op
cit
[6]
Escritos 2, Kant con sade
[7]
Termino empleado por Kant que denota certeza, seguridad, incluso protección.
[8] Lacant seminario 7, VI
[9] Gerber, Daniel Op cit
[10]
Lacan, Jacques en “El seminario libro 7, la ética” clase VII.
[11]
Gerber, Daniel en “De Sade a Freud: el mal como un deber kantiano”. Revista
electrónica Carta psicoanalítica #6, abril de 2010. http://www.cartapsi.org/spip.php?article153
Mmm está chida la línea pero corrige tu ensayo, tú puedes volverlo más claro, más preciso y sobre todo más filoso... Adelante.
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