Isabel

Por Jorge Guarneros

Por fin despierta. “¿Cuánto he dormido?” Se siente pesada, no reconoce en dónde está. Todo es diferente: la cama esta muy suave, su cuerpo se hundió en el colchón. Una sabana delgada cubre su desnudez. En el techo hay un candelabro que jamás había visto; no tiene focos. Todo se siente diferente. El aire es muy fresco y se huele el aroma de una flor…”Amapola…”. Respira hondo tratando de absorber el olorcillo que la reconforta. Siente como el olor de aquella planta la impulsa a levantarse de esa cama mullida. Retira la sabana de su cuerpo y se pone la bata que esta a sus pies. A tientas busca que ponerse para no pisar el suelo frío. No encuentra nada y pone sus pies tibios en el piso frío y un pequeño escalofrío recorre su espalda. El helado suelo hace que sus pezones se levanten tanto que se pueden notar a través de la bata.  Antes de dar el primer paso se detiene y mira con detenimiento el cuarto… “¿Dónde estoy…?” Se pregunta mientras amarra el cordón de la bata alrededor de su cintura tan fuerte como si quisiera que algo la protegiera de la extrañeza que le provoca el lugar. Busca una puerta, pero no tiene perilla que girar y sus esfuerzos por jalarla son inútiles… La puerta no se abre. “¡La ventana!” Corre hacia ella, retira las cortinas. La luz del día la enceguece y hace que de un paso atrás. Estira sus manos y encuentra un pasador, pero esta atascado. Por más esfuerzo que hace no logra abrir la ventana. Cansada por el esfuerzo se retira de la ventana y va a sentarse a la orilla de al cama. “Es muy suave”. Ya no tiene frío. Sus pezones vuelven a relajarse. Hace un esfuerzo por recordar cómo es que fue a dar a ese cuarto del que no puede salir. Cierra los ojos para concentrarse en los últimos acontecimientos que su memoria le trae: “Sí, salía del teatro, era de noche, las nueve de la noche. Me encontré con Helena, nos saludamos y después me fui y… No sé. No recuerdo qué pasó después... ¡Sólo amanecí aquí!”

Desesperó por no recordar más. Caminaba de un lado a otro de la habitación buscando una salida que no había. Sus pensamientos ahora estaban revueltos, no podía hilvanar una idea clara, razonarlos. “¡No es posible que no lo recuerde!” Grita mientas sigue andando de aquí para allá, rodeando una y otra vez la cama, buscando ya no una salida sino una respuesta, un recuerdo que le dijera qué hace ahí en esa habitación de puerta sin perilla, de una ventana que no se puede abrir y de una cama muy suave que parece que la absorbe cada vez que se sienta en ella.

-La ventana… ¡Hay luz afuera! ¡Es de día! ¡Ya debe de haber gente en la calle!- Corre de nuevo hacia la ventana, se asoma y golpea el vidrio con ambas manos a la vez que grita con todas sus fuerzas -“¡Ayuda! ¡Por aquí!” Después de un rato nota que nadie pasa ni hay quien escuche su voz. La desesperación la envuelve tan fuerte como la cinta de la bata alrededor de su cintura.
Trata de serenarse. Vuelve a la cama, ahora se recuesta en ella. Le agrada sentir como se hunde poco a poco en el suave colchón. “Es tan suave como estar en un sueño”, piensa.

Lentamente sus parpados comienzan a cerrarse. El cansancio mental se apodera de su cuerpo y lo lleva del estado de tensión en el que se encontraba a una sensación de relajamiento  tan agradable que por un breve instante le hace olvidar de la situación en la que se halla. Pero hay algo extraño: no puede conciliar el sueño, por más cansada y aletargada que se siente, no puede dormir. Algo se lo impide. Trata de incorporarse de la cama, pero no puede. La cama antes suave ahora se siente dura y  la aprisiona no dejándola levantarse. En su desesperación trata de girar la cabeza, pero solo puede hacerlo un poco. Aun así logra ver la puerta abierta. Un aire fresco entra por ella trayendo el olor de las amapolas. Las cortinas se mueven… “¡La ventana también está abierta!”, piensa con desespero. Por más esfuerzo que hace no consigue arrancarse del colchón. Grita con la esperanza de poder ser oída… Pero nada. Está sola, sin poder moverse de ese colchón en el que se ha hundido y en el que la desesperación y el terror se apoderan de su mente -“!¿Por qué estoy aquí?¡”-, continua gritando. El candelabro que esta encima de ella se enciende iluminando toda la habitación. Los focos antes ausentes ahora alumbran cada rincón del cuarto. Aterrorizada, Isabel no sabe que pasa. Su rostro se desfigura en un horrible gesto cuando escucha una voz que viene desde fuera de la puerta: “Despierta Isabel, despierta…”. En seguida todo oscurece… Isabel despierta muy agitada. De inmediato reconoce que esta en su habitación: ahí esta su closet, su espejo oval, su cajonera de madera color marrón, y a lado de su cama su cómoda con su lámpara. Recobrada del sobresalto, se levanta de la cama y a tientas trata de ponerse sus sandalias para ir a encender la luz del cuarto. Se acerca a su cómoda para prender la lámpara, pero el foco se ha fundido. Una sensación de confusión la domina. No se siente a gusto. Decide sentarse en su cama para calmarse. Poco a poco recuerda la pesadilla que tuvo, y se dice que solo fue eso, un sueño, una pesadilla provocada por una cena pesada y dormir a deshoras. El olor de una flor llega a su nariz, la reconoce… “Amapolas”. Un escalofrío recorre su espalda, y como un susurro escucha que la llaman... “Isabel, Isabel, despierta…”.       



La sombra de Prometeo

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