Marx al cerebro y Cristo al corazón

E.Rz 

  Al charlar con un querido amigo sobre las semejanzas encontradas en la literatura rusa y la cultura mexicana, me comprueba que no deja de ser disfrutable leer al pueblo ruso y sentirlo mío en cada página vivencial. Personajes pintorescos, repletos de astucia y malicia; borrachos empedernidos, traicioneros, bandidos; amantes de múltiples mujeres, procreadores de infinidad de vástagos en la miseria; vulgares y sinvergüenzas que se ríen hasta de la muerte -si el Diablo se les aparece, lo engañan y le dan vuelta jalando de su cola-; pero también, un pueblo saturado de misticismo, de gran fe cristiana. Hombres y mujeres consagran su vida a Dios, no importa si el maleante antes de matar pide a Cristo que lo proteja; o la puta que se persigna con las monedas de su primer cliente. Todos poseedores de espíritu religioso, seres sombríos que en su fealdad y estupidez esconden canciones de cuna, siempre leales y valerosos con el amigo. Ambos tipos de carácter los padezco –aclaro que soy un maldito ateo, aunque preferible ser un ateo maldito, pero ¿Quién realmente lo es?- uno al vivirlo y otro al leerlo, ambos repletos de amor cansino, que no es sino un gran corazón cristiano: ¿El peor de todos, o el único que existe?

Pero esto no puede ser sólo en entre rusos y mexicanos sino en todas partes. En todos los países cristianos, el Evangelio –esa crónica de un hombre generoso y extraordinario, sublevado contra el régimen y condenado a cruz; ese reportaje de un revolucionario ejecutado y consagrado Dios-, ha sido el libro sacro, la palabra divina que ha autorizado la protesta de las masas humildes. En él se ha contenido primeramente la proclamación de los Derechos del Hombre, ese principio de libertad, igualdad y fraternidad –tema para otra disertación, pues la Revolución olvidó que combatir a Dios era combatir al Estado-, escrito luego en letras rojas por los sans-culottes de la Revolución francesa. Y la Biblia -ese código indiscutido, aceptado por poderosos y humildes como la palabra de Dios- ha sido la base de la protesta revolucionaria. ¡Sí! la Iglesia ha cumplido con su labor de mistificación teológica, ha podido escamotear su esencia subversiva y restablecer el sentido de las jerarquías antiguas, esos distingos no han llegado hasta el pueblo, que siempre tomó ese texto al pie de la letra, de la fuente directa que “Dios” inspiró. Este libro inculcó a los hombres el primer sentimiento del humanismo antes de aquellos tiempos en que el paganismo resucitado devolvió a los hombres, por vía de la razón y el arte, la noción de su solidaridad en la comunión de la noble estatua griega. Al movimiento intelectual de la Reforma precedió el movimiento místico del cristianismo, y, más tarde, mientras el humanismo intelectual traía la Revolución francesa -y su consecuencia, el marxismo, ese otro humanismo místico, derivado del Evangelio- seguía vigente entre las masas el ímpetu político de las revoluciones cristianas. Sin ese fondo místico de las masas, que las predisponía a las protestas, habrían resultado estériles los esfuerzos revolucionarios de los intelectuales, y la matemática justiciera de Marx no habría encontrado una fórmula sentimental para llegar al pueblo, ni había podido caldearse en el ardor del patetismo evangélico. El Evangelio está como premisa implícita al frente del Capital, que no hace más que traducir a razonamientos y números su enorme fuerza emocional, con un buró de apóstoles asumiendo la diseminación y control de los ideales de bienestar en el pueblo. Cristo y Marx son dos aspectos, dos momentos de la misma cuestión, manifiestos en lapsos de tiempo en que lectura y escritura corresponden, cada uno, a su propia época, sin modificar la forma sino el estilo. Padecimiento puramente temporal que nada afecta a la esencia, pues aquí el tiempo sólo modifica la forma.

Ya el líder comunista español José Antonio Balbontín, acuñó lamentable sentencia: “Llevo a Marx en el cerebro y a Cristo en el corazón.”

Cristo y Marx expresan el mismo sentimiento de amor y de justicia, aunque hablen distintos lenguajes, impuestos por sus respectivas épocas. Marx viene al mundo a realizar la misma obra que Jesús, aunque los procedimientos, al parecer, difieran –los cristianos han seguido también una táctica agresiva y han practicado el sabotaje, el boicot y la huelga contra el Imperio Romano-, y su llegada ha sido precisa por haber fracasado el mensaje de Cristo. Esta lectura de los hechos debe realizarse desde el sentido y empatía que el evangelio ha otorgado, la cual propaga la idea de igualdad entre los hombres. El Evangelio ha prestado esta idea patética al marxismo, esa emoción religiosa, mística, que le ha ganado tantas almas y que es aún hoy en día su mayor prestigio entre la masa de proletarios. Recordemos solamente a los “cristos rojos”, esos caudillos marxistas que representan el punto de conflicto entre el socialismo científico y la protesta pasional de la masa; así como al movimiento cristero en los procesos postrevolucionarios en México, armados y convocados por la Iglesia; unos contra otros pero siempre cristianos. Estas formas de cristianismo han permeado, modelado y deformado el sentido histórico del ser humano, donde lo único que han sostenido es la multiplicidad de caras que configuran la máscara cristiana. Pero no anatemicemos al crucificado, bajo ese cuerpo sangrante y rostro resignado, se esconde la maquinaria más perfecta de todos los tiempos. Voluntad de poder en constante movimiento, comiendo de sí misma. A veces parece ser que las “ideas” también tienen vida al buscar su conservación, dominio y perpetuación a través del tiempo.

Sin embargo deseo regresar a esos personajes rusos que quiero tanto y que en carne propia desprecio rotundamente. Pese a que todo el mundo occidental es una herencia de cuatro grandes Edades –con más de 2000 años de cristianismo-, es atrayente la similitud en las prácticas que se realizan con el corazón y no solamente con la instrucción mística y científica. Cada ser es por su circunstancia, la cual aprende, si es posible, a controlar, o dominar si tiene poder sobre ella. A su vez el carácter es en gran medida una herencia histórica pero también una construcción a partir de la circunstancia. Quizás no hay nada de ruso ni de mexicano al interpretar los pasajes de Dostoievsky; quizá ambos pueblos son tan semejantes como lo es una estrella al mirar a otra, sin embargo, por fortuna y desgracia, lo que hace darle “identidad” a ambas, es que poseen un corazón cristiano que les permite brillar y saludarse desde un punto a otro en el universo.

La sombra de Prometeo

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