Más allá de una educación eurocéntrica*
Una
crítica a nuestros modelos culturales
Por
E. Ruiz
El tema a discurrir corresponde a reflexiones sobre nuestra educación, vista,
por una parte, en su tránsito dentro de las aulas universitarias, pero también
en las prácticas sociales que se conforman por medio de la herencia de modelos
históricos culturales. Hemos de reconocer el impacto contundente que la
historia ejerce, por medio del adiestramiento, a un conocimiento específicamente
fundado y repartido por el viejo continente; así como a la determinación
intrincada en los procesos convergentes de la historia occidental en nuestro país.
Hemos de reflexionar también sobre los modelos y cánones reproducidos en
nuestras academias e instituciones educativas.
La tesis de mi oratoria, la cual ilustraré con mayor precisión en el
transcurso de la misma es la siguiente:
“Nuestra educación, en todos los ámbitos de
la enseñanza, corresponde a un adoctrinamiento cultural que lejos de propiciar
el florecimiento de la reflexión, nos conduce a la aniquilación del individuo
como creador de cultura, arrojando así a la civilización a un estado de
barbarie.”
Comencemos hablando de la historia. Cada
división del tiempo, en su sentido histórico occidental, está determinado por
grandes transiciones culturales que se caracterizan por la implantación de una
nueva cosmovisión del hombre en el mundo. Cada proceso de estos periodos lleva
en esencia la acumulación de fuerzas que se tensan entre sí para propiciar un
cambio, el cual es coronado en el resultado de las constantes batallas del
pensamiento y de las armas. La guerra como partera de la historia. Hemos de
preguntarnos si la historia es justa, pues ¿existe en la violencia templanza? ¿En
la guerra hay razón y justicia? La respuesta común es el supuesto de que dichos
elementos son inexistentes en una guerra, que pues ésta se presenta como un
acto de barbarie, de cerrazón y de injusticia en todos sus menesteres; sin
embargo todo enfrentamiento contundente obedece a una planeación sistemática.
La guerra es el acto más puro de la razón. Todas las expresiones bélicas
corresponden a la “lucha” por un ideal que se estructura en la materialización
de sus fundamentos. Ninguna guerra es pronunciada por sus diversos voceros como
“injusta”, pues toda guerra persigue la justicia, así como la instauración de
un nuevo orden cultural.
Crear historia es romper paradigmas e instaurar otros en su lugar, es
decir, toda guerra conlleva a la extinción de una forma cultural para imponer
otra nueva. Ese es el rumbo de toda civilización. La historia, a los ojos del
mancillado, es el resultado de la guerra, la injusticia y la barbarie, pero a
los del vencedor el triunfo histórico es su legitimador.
Al crear un nuevo orden cultural se desarrolla una reproducción
ideológica, la cual se expresa a fondo en la educación, pues la nueva
civilización se construye en base al adoctrinamiento –tanto al vencedor como al
vencido- y en la instauración de una única versión “oficial” de los hechos.
Es en la academia donde se realizan los procesos de unificación de lo
diverso y, es el Estado –en su versión moderna- quien patrocina este
desarrollo, pues no puede existir un Estado que no se configure en base a la
civilización que construye. Establecer una versión única y oficial es el
reflejo de todo totalitarismo. Hemos de pensar si no es el Estado un sistema de
poder que para subsistir debe reproducirse en todas las expresiones sociales
que dentro de él se manifiestan. Me pregunto –y les pregunto- si es posible
identificar un país que constituye leyes, instituciones, “cadenas televisivas”,
no sólo para sustentarse sino también para validarse como poder hegemónico.
Consideremos ahora el uso de la educación como una herramienta dogmatizante, en
la cual no se instaura “el saber” sino, meramente, la reproducción del
conocimiento.
Pensemos en nuestras escuelas, desde la educación básica se “enseña” a
aprender y a respetar la autoridad -a validar la autoridad-, no es fortuito que
la arquitectura misma de un centro educativo representa cierta semejanza a una
cárcel, donde no hay libertad de movimiento, las paredes enclaustran a los
estudiantes no sólo en cuerpo sino también en pensamiento. A los niños se les
enseña a respetar, a rendir culto a la bandera, en otros casos hasta al mismo
Dios; se adiestra la consciencia para definirse como seres útiles. “¿Qué
quieres ser cuando seas grande?” No significa otra cosa más que cuál será tu
función dentro de la sociedad como ser “útil”.
Apreciables, les pregunto ¿Acaso hay niños filósofos? Todos los niños
son filósofos, pues todos los niños, en su lozanía, en su maravilla de existir,
plantean preguntas fundamentales de la vida. ¿Por qué murió el abuelo? ¿Por qué
la noche me da miedo? ¿Por qué el mar es azul y la luna es blanca? ¿Por qué debo
ir a la escuela? Todos los niños plantean preguntas metafísicas, ontológicas,
epistemológicas, y en ausencia de respuestas y para evitar más preguntas, se
les suele decir: “el abuelo murió porque Dios se lo llevó, él así lo quiso”; “la
noche te da miedo porque te portas mal”; “la luna es blanca porque es de queso”;
“debes ir a la escuela para ser alguien en la vida”. Estas respuestas generan
más indagaciones para aquellas mentes intranquilas, donde en el peor de los
casos, ya sea por ignorancia o impaciencia, se les calla abruptamente. Cuando
el niño va a la escuela tampoco encuentra en esa cárcel respuesta alguna, por
el contrario, se le bombardea de meras cuestiones inútiles a su latente y
peculiar forma de filosofar, encuentra en ella dictados, repeticiones,
castigos, regaños, premios. ¡Aprende el himno nacional! ¡Rinde culto a la
bandera! ¡Dime la capital de Malasia! ¡Guarda silencio! Recuerdo una anécdota
de mis primeros años de primaria, la profesora seguramente estaba peleada con
la teoría de la evolución debido a su evidente formación cristiana, ella nos
explicó aquella teoría, pero dijo que existía otra: ¡La creación de Dios! Yo
caí en confusión y pregunté “¿Es posible que existan ambas creaciones?” Ella
respondió que cada quién elegía que creer, yo respondí que todos veníamos de
los simios, ella, enfadada por mi juicio categórico, respondió que no, que cada
quién elige, y que si yo elegía venir de los “changos” estaba bien. Esa
respuesta provocó la risa sardónica de mis compañeros y un terrible rubor de mi
parte.
Esos nefastos y terribles educadores son responsables, en gran medida,
de mancillar el ingenio y el filosofar de números estudiantes del nivel básico.
Ahora bien, quiero hacer un salto a la educación superior, propiamente
dirigirme al estudiante de filosofía.
El profesor universitario establece que para comenzar a “filosofar” es
necesario corresponder a cierto nivel de bagaje cultural: es menester acumular
previamente un gran caos para otorgar orden y unidad al pensamiento, al menos
conseguirlo algún día. El estudiante de filosofía –en general de humanidades-
es un recolector de ideas, autores y obras, el cual reconoce como “filosofía” a
todo lo que esté inscrito en una versión oficial de la historia, la cual se
termina traduciendo como una historia de la filosofía dominante.
Como mencioné previamente, el alumno de filosofía ha llevado a lo largo
de su trayectoria académica un adoctrinamiento de respeto a la autoridad, que
ahora, traduciéndose a sí mismo como “persona culta”, “persona de cultura”,
debe recitar con veneración a los triunfadores de la versión oficial del
conocimiento. Un buen humanista se respalda en Platón, Santo Tomás, Kant, Marx,
Freud, Nietzsche, etc; lo que quiero explicar es que su filosofar está en
función de éstos que se encuentran en el manual, y que la instrucción consiste
en validar personajes que han forjado su nombre en la historia y, que es
precisamente “su historia” quien termina aplastándonos.
Haciendo la comparación de diversos planes de estudio universitarios de
filosofía, entre México y Europa, encontramos en ellos los mismos autores, los
mismos textos de referencia, los mismos descuidos, las mismas omisiones, las
mismas periodizaciones, las mismas ficciones que se repiten reiterativamente,
como si se quisiera estrechar las posibilidades y encontrar certeza en una
visión unificada.
¿Qué arrastran estos elementos en un alumno de filosofía? La creación de
eruditos, recopiladores de conocimiento, elocuentes comentadores y disecadores
del “saber”. El alumno de filosofía acuña en su bagaje cultural frases como: “yo sólo sé que no sé nada”, “pienso, entonces existo”, “el hombre es el
lobo del hombre”, y por lo general una petulante y ramplona consideración del
mundo desde la trinchera academicista. Aprendemos el catecismo pero no lo
pensamos, no filosofamos, al grado de que el estudiante, el maestro, el doctor,
no puede escribir, no puede pensar, no puede filosofar sin tener a su costado
un libro abierto.
Se aprende a valorar lo dado y en consecuencia a descalificarse a sí
mismo. El conocimiento es un poder si se logra digerir, de lo contrario causa
indigestión y, ¿qué sucede después? ¿Vómitos? ¿Diarreas? ¿Pesadez?
Me permito narrar otra anécdota que ilustra lo anteriormente señalado:
En una ocasión al concluir una clase de filosofía, me encontraba con dos
compañeros, hablábamos sobre diversas posturas analizadas en el curso. Ellos
cuestionaban con elocuencia el imperativo categórico kantiano: “actúa de tal forma que la máxima de tus
actos se convierta en una ley universal”; mencionaban que tal imperativo
era imposible, pues cada acto obedecía a un individuo en particular y al
manifestar su actuar en base a un principio que todos debían obedecer al
convertirse en ley, ocasionaría que sólo los que tuvieran las facultades de
persuasión y de dominio sobre los otros, serían los que únicamente podrían
manifestar con libertad su voluntad. Me pareció una idea interesante, pero al
preguntarles por qué no la exponían en la siguiente clase, o en su caso en el
ensayo final, ellos respondieron que no, que sólo era una idea y que
seguramente estaban en un error de apreciación, que no podían contradecir a
Kant. Les pregunté entonces sobre cuándo se darían la oportunidad de cuestionar
a la autoridad. Su respuesta fue que cuando tuvieran el grado de maestro o de
doctor. Respuesta contundente pero no siempre eficaz, pues es muy probable que
en esa trayectoria se conviertan en especialistas, en grandes recopiladores de
conocimiento, y que al momento de hablar no hablen por ellos mismos sino a
través de la consagración del ídolo. Además el resultado es peor si en ese
mismo trayecto se vienen arrastrando las mismas taras de años anteriores.
Nuestra educación, propiamente nuestras instituciones educativas, tienen
como fin repartir la cultura, pero ésta se encuentra mediada por la utilidad
que proporciona al Estado. Por una parte se reparte conocimiento y por otra se
busca que éste corresponda a una estructura totalitaria. Se respeta y sustenta
a la autoridad. La educación en nuestras escuelas reparte esta forma de
adiestramiento, pues se nos enseña a ser obedientes. Si nuestro cerebro,
nuestra voluntad y nuestro intelecto no nos liberan de esas sombras proyectadas
por ídolos, es necesario buscar otra “profesión” y volvernos soldados o
policías, o funcionarios públicos, o ser buenos empleados, buscar un oficio
útil y perseverar en él.
La escuela no ha servido hasta el día de hoy para fomentar el
pensamiento, sólo se transcribe en obtener puntos de vista y, dado que todo
punto de vista es moralmente correcto, y que todo punto de vista es válido
dentro de su utilidad funcional en una sociedad, entonces en nuestra cultura
todo está permitido. Todos tienen la razón y todos tienen su verdad; todos
ejercemos ese imperativo categórico. El Estado a su vez tiene como obligación
instruir a sus miembros y repartir la cultura, pero sólo y sólo si, ésta es
útil y provechosa para la reproducción ideológica del mismo. ¿Qué demuestra
esto? Que no hay cultura, si por cultura se entiende el cultivar personalidades,
por el contrario, lo que se experimenta es una producción cultural.
Por cultura y civilización entendemos solamente aquél mito forjado desde
la gran Revolución francesa, aquél nuevo mundo confabulado por la Ilustración,
en otras palabras, la civilización es un ideal alcanzado a partir del
desarrollo de la modernidad.
La civilización y la producción cultural, establecen una relación
constante con los ideales de la humanidad, los cuales se imponen en la creación
de una felicidad para el mayor número posible; para conseguirlo se requiere el
mayor número de fuerzas posibles, pero ¿A qué costo y qué tan real es la
felicidad prometida? Esto nos recuerda aquella pregunta del niño: “¿Para qué
voy a la escuela?”: “Para ser alguien en la vida”, pues estudiar es prepararse
para ser útil al Estado, la sociedad, y claro, para ser feliz al mejorar el
nivel adquisitivo.
La civilización, en esencia, asigna a los individuos un trabajo en
función de ella, lo cual los hace partícipes de sí misma; pero a su vez a un
desarrollo y crecimiento manifiesto fuera de ella, como lo es la aparición y
desarrollo de pensadores, artistas, filósofos, es decir, contribuye a la
procreación de personalidades; sin embargo nuestra cultura y civilización se
encuentran muy alejados de ese ideal, por el contrario, nuestra civilización se
empeña en la aniquilación de las individualidades.
¿Cuándo un país experimenta genuinamente cultura y civilización?
Cuando los seres de una sociedad
trabajan continuamente en la creación de las personalidades. De este fin
supremo se desprenden los subsiguientes estados de plenitud y florecimiento
cultural.
¿Cuál es el Estado más alejado de la civilización?
¡Éste! En el que las masas se emplean
frenéticamente, con todas sus fuerzas reunidas, en hacer imposible la creación
de los grandes hombres, sea que dificulten la forma del terreno de donde
saldrán los genios de la época, sea que persigan obstinadamente a todo genio
que surja entre ellas. Semejante Estado está más lejos de la civilización que
de la barbarie.
Ser un hombre culto no es necesariamente ser un hombre nuevo, ser culto
representa, según nuestra enseñanza, un perpetuador de la producción y
reproducción ideológica. El Estado tiene como fin aniquilar a la personalidad
por el bien supremo del colectivo, amparándose en un ideal de bienestar y de
felicidad por el que se debe trabajar como herramienta útil, de lo contrario el
hombre no sirve, es ocioso y nuestra época es hostil a todo lo que es inútil.
Doble desafío para el estudiante de filosofía, pues por una parte su trayectoria
se reduce a no filosofar y por otra a buscar un camino dentro del aparato
funcional de la cultura.
La aniquilación de la cultura está en la universalidad de la misma, es
decir, el ideal que nuestra sociedad reparte; está en el ideal de que la
educación asegurará un porvenir repleto de felicidad, por tanto hay que
empaparse de “cultura”, ser hombres civilizados y educados. Sin embargo el fin
de las instituciones que trabajan en función del Estado, instauran la
uniformidad de la cultura, olvidando así el verdadero sentido de un proyecto
cultural, el cual es únicamente ayudar a la creación de personalidades. El
Estado tiene como misión cancelar esta posibilidad. Un Estado que construye su
civilización teme de las personalidades, pues un individuo dotado de sí mismo,
de personalidad propia, tiende a tomar distancia del rebaño, de la masa que
aspira a una felicidad y a rebelarse contra la autoridad. Las instituciones
educativas castigan a los rebeldes, no sólo por la nimiedad de una calificación,
sino castrando su voluntad.
"Yoga".Óscar Murillo
El aniquilamiento de la cultura está en la máxima expansión de sí misma
en un ideal de felicidad. El objetivo es ampliar y difundir para debilitar el
ímpetu de la creación. Veamos el siguiente ejemplo:
La ilustración presentada lleva el nombre de “Yoga”, creada por el artista colombiano Óscar Murillo. Las obras de
este personaje contemporáneo se encuentran en grandes galerías de arte en
Europa. Sus expresiones están valuadas en miles de dólares y goza de una fama y
reconocimiento en las élites y círculos de la cultura artística.
Requiem.
Roberto Ferri (2012)
La
nascita dell’eclessi.
Roberto Ferri (2010)
Estas obras del italiano Roberto Ferri, corresponden al ideal de belleza
del barroco, sin embargo no es meramente un resurgir del estilo clásico, sino
también la incorporación de elementos contemporáneos como el surrealismo. Las
obras de Ferri han levantado polémica en varios sectores, no sólo dentro del
círculo artístico, sino en organizaciones feministas y religiosas que pretenden
censurarle, dado que exhibe el cuerpo de la mujer como un objeto de deseo, y
por otra parte porque gusta de plasmar ángeles disfrazados de demonios.
Es increíble la lucha contra el surgimiento de la personalidad. Ambas
expresiones de estos exponentes son interesantes y dignas de un análisis
profundo; sin embargo ¿cuál se encuentra más cerca de la barbarie? Si nuestro entorno
cultural es aniquilante en la repartición de la cultura como síntoma de
debilitamiento, es entonces la obra de Murillo la que se encarna en nuestro
ideal de civilización: el arte está en las manos de cualquiera.
Para finalizar, pues el tiempo es escaso, nuestras instituciones
educativas, nuestra percepción del ideal de civilización, corresponden a una
determinación histórica que nos aniquila. Nuestra cultura es el producto de un
proceso demarcado por la guerra. Nuestros cánones de identidad están
delimitados por estos factores. La producción de cultura en nuestra
civilización gira en relación a los intereses del Estado y la hegemonía
dominante, donde éstos para sustentar, mantener y reproducir su existencia,
procuran ampliar lo más posible la cultura, pero no dirigida al individuo sino
a la creación de la masa para extraer de ella su fuerza de trabajo, es decir,
se imprime una cultura rápida que sirva para capacitar y adiestrar a sus
congéneres hacia un ideal de felicidad, el cual se traduce en el dinero y el
consumo. El individuo en nuestra sociedad se realiza, se materializa
concretamente como un consumidor con espiritualidad de “moneda”. Ese es el
derecho a una felicidad terrenal, para eso es necesaria la cultura, sólo para
eso. En este sentido la cultura significa, representa y sostiene en todos nosotros
la barbarie.
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