Sacha Guitry
Si
usted llega a dejar caer al niño y lisiarlo, tenga cuidado de no confersarlo; y
si él muere, todo está salvado.
Jonathan
Swift.
Siempre
son los mejores quienes se van.
Nací el 28 de
abril de 1882, en Tortisambert, una pequeña villa muy bonita en Calvados, cuyo
campanario se percibe a mano izquierda cuando se va hacia Troarn saliendo de
Livarot.
Mis
padres tenían un almacén de especias que les dejaba, buen año, mal año, cinco
mil francos de beneficio. Nuestra familia era numerosa. Del primer matrimonio,
mi madre había tenido dos niños. Tuvo, con mi padre, un hijo y cuatro hijas. Mi
padre tenía a su madre, mi madre tenía a su padre -ellos estaban a mano, por
así decirlo- y teníamos, además, un tío sordomudo. Éramos doce en la mesa.
De
la noche a la mañana, un plato de champiñones me dejó solo en el mundo.
Solo,
porque había robado 8 céntimos de la caja registradora para comprarme algunas
canicas, y mi padre, con ira, había exclamado:
“¡Ya
que has robado, serás privado de champiñones!”
Esos
vegetales mortales, era el sordomudo quien los había recogido —Y aquélla tarde,
hubo once cadáveres en la casa.
Quien
no ha visto once cadáveres a la vez no puede hacerse una idea del número de
cadáveres que allí ante mis ojos había.
Estaban
por todas partes.
¿Hablaré
de mi tribulación?
Mejor
digamos la verdad. No tenía más que doce años, y estaremos de acuerdo que era
una desgracia excesiva para mi edad. Sí, estaba verdaderamente rebasado por
esta catástrofe y sin tener la experiencia necesaria para apreciar el horror,
me sentía, por así decirlo, indigno.
Se
puede llorar a su madre, a su padre, o a su hermano, ¡pero cómo llorar a once
personas!
Ya
no se sabe ante quien sentir dolor. No me atrevo hablar del aprieto de la
elección –y es un poco sin embargo aquello que pasaba. Mi dolor solicitado a
derecha, a izquierda, tenía sujetos de distracción demasiado numerosos.
El
doctor Lavignac, llamado en el curso de la tarde, no cesó de prodigar, durante
horas y horas, sus esclarecidos cuidados, pero ¡desgraciadamente inútiles! Mi
familia se extinguía inexorablemente.
El
señor Cura, quien desayunaba aquél día con el Marqués de Beauvoir, había
llegado en bicicleta hacia las cuatro. ¡Mucha falta nos haría!
Desde
las cinco de la tarde, toda la villa estaba con nosotros. El padre Rousseau,
paralizado desde hace veinte años, se había hecho llevar hasta allá, y el ciego
repetía empujando a los otros:
“¡Dejénme
ver! ¡Dejénme ver!”.
Yo
había sido expulsado de cuarto en cuarto por las vecinas, las primeras en
llegar, y, no sabiendo ya dónde meterme, me había escondido, temerosamente, en
la tienda bajo el mostrador. Desde allí, escuchaba todo lo que se decía, todo
lo que se murmuraba.
Los
primeros decesos habían sido anunciados no sin una cierta compunción, así como
es de regla. Pero, a partir de la cuarta muerte, los anuncios sucedieron breves
y, más bien, lacónicos:
“¡Otro
más!”
Y
todos los aldeanos resignados y doblegados recobraban el ánimo frente a todos
esos muertos. Les parecía, sin duda, que cada uno de ellos iba a tener un poco
más de aire de ahora en adelante.
Y
yo percibía diálogos inauditos:
“¿Y
la abuela?
-
Todavía no. Pero es cuestión de veinte minutos.
-
¿Cuántos quedan vivos?
-
Sólo cuatro.”
El tío asesino, el sordomudo, murió al último con horribles sufrimientos.
“¿Quién
es el que grita así?
-
Es el mudo”, respondían.
Cuando,
a las siete, todo hubo acabado, salí de mi escondite y me encontré cara a cara
con el doctor, extenuado, que se enjugaba la frente.
Me
vio, me miró, me reconoció, no creyó lo que sus ojos veían, y me dijo:
“¡Eh
Bueno!... ¿Y tú?”
Y
Había en su voz una sorpresa inmensa, con un deje de acusación.
Además,
añadió:
“¿Qué
haces aquí?”
Y
ese “¿Qué haces aquí?” no quería decir: “¿Qué es lo que haces aquí, bajo el
mostrador?” No, significaba más bien: “¿Qué es lo que haces aquí, sobre la
tierra?” En efecto, ¿Con qué derecho no estaba yo muerto, como todo el mundo?
Continuó:
“¿Te
sientes mal?
-
No,para nada.
-
Pero ¿cómo es eso posible?”
Y
ahora él me miraba, como si fuera un fenómeno o el mismísimo diablo. Este
muchacho de doce años que absorbía inmpunemente a los champiñones venenosos,
que sobrevivía a todos los suyos, le llegaba a ser muy interesante para él ¡qué
campo de experiencia! Y, como me parecía que él ya se veía inclinado sobre mis
vísceras, confesé la verdad:
“No,
yo no comí.
-¿Por
qué?”
Y
ese “¿por qué?”, dicho muy aprisa, era extraordinario. Deformación profesional,
si usted quiere, pero juro que lo dijo con un tono de reproche.
Y,
como él repitía: “¿Por qué? ¿Por qué?”
-Preferí
decir todo, conté mi crimen y expliqué cuál había sido mi castigo.
Entonces,
en un esbozo de sonrisa, él hizo un guiño de ojo, que parecía decir:
“¡Tú,
nada tonto!”
La
historia rápidamente dio la vuelta a la villa y dejo a la imaginación los
comentarios que levantó.
El
día del entierro, detrás de esos once ataúdes que yo seguía, con la cabeza baja
y los ojos secos, me preguntaba si el hecho de haber sido milagrosamente
salvado no me daba la sensación un poco de haber asesinado a toda esa gente,
mientras que, a mi espalda, murmuraban: “¿Saben por qué el pequeño no murió?...
¡Porque robó!”
Sí,
estaba vivo, porque había robado. De allí a concluir que los otros estaban
muertos porque eran honestos...
Y,
esa tarde, durmiéndome solo en la casa desierta, me hice sobre la justicia y
sobre el robo una opinión quizá paradójica, pero que cuarenta años de
experiencia no han modificado.
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*Este cuento fue finalista en concurso de traducciones convocado por "Punto de partida" en el 2014.
Exelente.Lo comparto.Me gusta tu narrativa, entretenida y muy personal.Felicitaciones.
ResponderEliminarExcelente!
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