Experimento de la extrañeza

Por: Josué Isaac Muñoz Nuñez



Aquel día, desnuda, frente al espejo, mientras ibas peinando tu larga cabellera, pensabas para ti: ¿Soy yo la del reflejo, esa silueta, ese cuerpo con las manos entrelazadas a mis caderas, esa piel estirada sobre mis huesos y órganos? Mirabas tu imagen. La observabas como se observa lo desconocido. Como si se desdoblara de la planicie fría un ser distinto a ti. Cada poro y milímetro de tu piel era semejanza ajena a la arena blanca, al mármol y a la porcelana fina, tan pálida que dejaba entrever algunos hilillos lívidos en tus brazos a lado de los gruesos cabellos negros que caían de tu cabeza. 

No has nacido para este siglo… no eras para este siglo ni para el anterior, naciste prematura y póstuma a todas las épocas. Pudiste haber nacido en el siglo XX o el X; haber sido pagana, hinduista o cristiana; ser mujer u hombre; existir como perro, lobo o cuervo; pudiste haber sido un astro que gravita inexorable en el fondo oscuro e imperecedero del universo; incluso un insecto o una bacteria, pero no eras nada de eso.

Agatha —sí, así te llamabas—, no puedes dejar de ver la otra que eres en ese momento. Aprietas tu mano izquierda y pellizcas el dorso. Con un escozor despiertas del sopor que te mantenía viendo sin ver el reflejo. Después de dar dos pasos, a punto de salir del vidrio, ves que la imagen se ríe de ti. Se burla de tu aspecto efímero y frágil; se mofa de tú imposibilidad para desprenderte de tu sombra. Temes, y la figura en el espejo lo sabe, perder el recuerdo de tu cuerpo, de tu yo concreto. Cuando intentas recordar tu yo de carne y hueso algo cambia: a veces tienes el cabello ondulado en otros momentos corto, incluso el color cambia a rubio, blanco o castaño; con tu cuerpo sucede lo mismo, y es lo que más te desespera, no poderte definir. Tus recuerdos cambian a cada tanto y cada que intentas pensarte, asirte, afirmarte de una forma específica, te borras y te dispersas en miles de figuras femeninas. Hay momentos, incluso, en que también te recuerdas como hombre, como un niño, como un anciano.
Cierras los ojos. Das ahora tres pasos y sales corriendo a vestirte. Mantienes fragmentos de tu ser actual. Te quedas con el recuerdo vago de tus manos, tus pies, tu boca, tus senos y tu vientre. Lo memorizas pero es inútil: estás sentada en una silla, apenas terminado de subirte el pantalón y el recuerdo que hace poco tenías de ti, ha desaparecido. En tu mente una duda te angustia: ¿Quién soy? Lo único que resta en tu memoria es el color de tus labios rosa pálido.

Tus ojos observan una cama sin tender, un buró pintado de verde, una puerta color caoba y la parte trasera del espejo. Ves el óvalo que está inclinado hacia arriba. Antes de ver tus manos intentas recordar cómo eran. Piensas que tienen un color oscuro como cobre con dedos largos y delgados. Volteas a verlas; tienen un color apiñonado, tus dedos son cortos y redondos. Ante la desesperación te levantas de golpe y empujas el espejo que cae y se rompe. Pisas los fragmentos del suelo y sales de tu cuarto. Yendo a la cocina, una mujer que no conoces te habla. Te pregunta: "¿Qué quieres desayunar?" ¿Quién es está señora? te dices. Desesperada corres buscando la salida.
Al estar en la calle, todo vuelve al olvido. Te sientes tranquila y libre. No sabes por qué pero quieres ir a tomar un café al centro. Pasas por una tienda que tiene un vidrio enorme y te quedas mirando, esperando tu reflejo; allí vuelves a ver a alguien que se ríe. Ahora es una mujer rubia y pequeña. Sales huyendo. Pero los reflejos no te dejan en paz: tus ojos captan en las ventanas de los automóviles figuras distintas que se ríen de ti: una mujer negra, una niña rubia, una anciana de pelo blanco, un niño, un hombre de bigote hirsuto, un hombre gordo y rapado que ríe sardónicamente. No lo soportas y caes en la acera. Cierras los ojos. Sabes que no eres ninguna de esas figuras pero tampoco sabes quién eres. Puedes ser todos ellos o ninguno, o no ser nada ni nadie.

Un hombre te ayuda a levantarte. Ya de pie, agarrado a él abres los ojos. Ves un rostro joven algo cubierto de acné y con una sonrisa compasiva. Oyes que te pregunta algo, sin entender qué. Viéndolo de nuevo, das cuenta de que es bien parecido pero muy joven. Le intentas dar un beso pero te detiene. Te dice, Señora, ¿Se encuentra bien? Ya sabes que eres alguien mayor. Pero quién.

Te deja recargada a un muro. El joven se despide. Lo ves partir. Buscas desesperada donde verte. Ves una casa con vidrios que sirven de espejo. Te acercas y ves a una señora adulta, de pelo ondulado, largo y castaño oscuro; miras la boca pintada de rojo oscuro y unos ojos pequeños y negros. Tocas tu cuerpo grueso. Un señor te grita desde la ventana: “qué carajos hace en mi entrada, váyase”. Huyes riendo de allí. Por un momento dado sabes quién eres: mujer adulta con un cuerpo gordo.

Llegas a un café, te sientas y pides la carta. Pero si no traes bolsa, cómo pagarás. Buscas en tus pantalones ¿llevabas pantalones? Sacas una cartera. Una tarjeta de identificación te muestra que ni siquiera eres mujer. Eres un hombre llamado Miguel, de 35 años y por lo visto muy feo: de nariz chata, delgadísimo, pálido y con un pequeño bigote. Algo te llama la atención. Tus labios en la foto aparecen de un rosa pálido ¿Esa eres tú, o eres tú? Pides un café.

Al llegar a tu casa, la mujer extraña que viste en la mañana, te sigue siendo extraña. Te abraza y besa. Sientes su lengua húmeda y su boca algo rígida. Te invita a comer y te empieza a contar que tuvo que barrer el desastre que dejaste en la recámara. ¿Qué traías en la cabeza?, te dice. Contestas algo sin pensarlo. La basura la tiras mañana, te dice mientras te sirve el guisado. Después de comer van al cuarto. Ya no ves el espejo; te encuentras tranquilo, te acuestas en la cama y la mujer se desviste frente a ti. La miras, la tocas, la besas y hacen el amor.

En tu sueño un vago recuerdo de una mujer rolliza de pelo ondulado y de edad adulta, te llena la cabeza. Te levantas de la cama, sientes una sed inmensa. Al llegar a la cocina ves el bote de basura; quitas la tapa, hurgas en su interior y encuentras los pedazos del espejo. Los tocas y mezclas entre tus dedos: te cortas. Chupas tus dedos que sangran. De repente, en un fragmento de espejo, al fondo, ves la figura de una mujer joven y delgada de tez blanca, pálida, casi transparente. Sacas el pedazo que es del tamaño de un puño. Lo pones en el suelo. Lo miras fijamente; te das cuenta que en ese fragmento está el reflejo de alguien que ya no ríe, sino que está quieta; su rostro muestra el temor de lo extraño. Levanta una mano y se pellizca el dorso de la otra. Cierra los ojos y luego se retira del reflejo. Ya no está ella. Tampoco está tú reflejo. Ves que no hay nadie allí. Intentas recordar quién eres, pero sólo hay pensamientos sueltos. Observas el espejo. Está vacío, y no refleja a nadie. Miras el reflejo del techo y la ventana abierta de la cocina: no hay nadie allí… Intentas recordar quién eres, pero sólo hay palabras… Observas el espejo. Lo observas y lo vuelves a mirar. ¿Quién eres?...  Nadie…    

La sombra de Prometeo

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