APUNTES SOBRE LA DESNUDEZ

Por: Gilberto Antolin Nava

 La historia del pensamiento siempre ha reservado sus fuerzas a los más grandes problemas que le han hecho afrenta: el alma, el sujeto, la mercancía, entre otros. Sin embargo, otros tantos temas no menos fundamentales han sido descuidados, no ingenuamente, sino por la dinámica del pensamiento llamado metafísico que ha relegado a segundo plano la inmanencia del mundo, como bien le gustaba afirmar a Nietzsche. Uno de esos temas dejados de la mano del pensamiento abstracto ha sido el del cuerpo y todo lo que con él ha tenido que ver, por ejemplo, su desnudez. Esta última, no obstante, ha venido a ser rescatada por más de dos figuras del pensamiento contemporáneo que para interpretarla recurren, paradójicamente, a textos arraigados a la tradición hebraica, a saber: Bataille, Derrida y Agamben.
En una primera aproximación la obertura a esta cuestión está en un fragmento fundamental del antiguo testamento que la teología no se canso de interpretar: Génesis 3,7. Donde se narra la toma de conciencia de la desnudez. Sin alejarnos demasiado, podemos hacer caso de aquel pensamiento que afirma la codeterminación de mito e ilustración[1], y decir, acompañándolo, que en el relato judeo-cristiano de la desnudez primera se encuentra ya no solo su clarificación, sino lo que se reproduce posiblemente en todo acto de desnudez: la violencia mítica hacia el cuerpo de los castigados.
 No deja de sorprender que este relato vuelva explícita y reproducible la violenta transgresión de las fronteras que nunca cesan entre el “animal” y el hombre. Y en el umbral de estas fronteras el origen negativo del vestido. La desnudez, que desde el punto de vista del antiguo testamento se percibe como una ausencia, no se muestra sin el vestido. Sin la imposición o despojo de éste, aquella no hubiera llegado a ser problemática. El vestido se revela como su antítesis dialéctica.
En el texto, la desnudez no llega sino como lapso entre dos tipos distintos de vestidura. Primero la vestidura como “vestido de luz” bíblico, que es nombrada en el Zohar  y que representa aquel halo de gracia que el hombre conservaba antes del pecado. Segunda, la vestidura producida por el ingenio humano, originariamente hecha de hojas y pieles de animal. En este sentido “la desnudez se da por así decirlo solo negativamente, como privación del vestido de gracia y como presagio”.[2] Tomada de la mano que la niega, así desciende la desnudez sobre la cuenta de los días.
La dialéctica originaria entre desnudez y vestido podría bien interpretarse a partir de una transgresión primera que se da durante la conversión del “animal” en hombre, representada en el Génesis, según el cual Adán y Eva se percatan, después del pecado, que están desnudos: “Entonces se abrieron los ojos de ambos y vieron que estaban desnudos.” Y en este evento sobre el que recae la signatura de la desobediencia de Dios y la posterior caída en la angustiante existencia de lo fragmentario, está la clave de la dinámica histórica que expresa la relación de la desnudez en el acoplamiento de los conceptos de rebelión y castigo. Adán y Eva transgreden las leyes de Dios y éste responde con la transgresión de los cuerpos, desnudándoles. Escena que más allá de representar la nostalgia de lo perdido, hace eco de aquello que según la Dialéctica de la ilustración se pude hallar en la historia: el sacrificio como instauración de la cultura.[3] 


La conciencia que la desnudez revela implica la vergüenza de una existencia fragmentaria, que expresa como pudor la desnudez de la corporalidad sexuada. Después del despojamiento, que otorga la experiencia del pudor, encuentra el hombre, según el mito judeocristiano,  el primer saber de sí mismo como un ser incompleto en el mundo, como un ser que despojado tiene que cubrirse, como un ser al que algo le falta: por lo pronto la huída que representa el vestido. El pecado no ha de consistir sino en un despojamiento y una puesta al desnudo. Solo un Giotto habría sabido pintar la cohesión entre pecado y desnudez de aquellos que cruzan representando el dolor en el rostro desparpajado.
Cuando me desnudo, frente a alguien o para ver mi cuerpo, siento quizá la incógnita vergüenza adánica de saberme despojado, desprotegido; corro inmediatamente a cobijarme en el vestido. Al mismo tiempo, como contrapunto, tengo la consciencia de no poder estar absolutamente desnudo, como el animal, sino solo para vestirme o desvestirme en lo sucesivo. La interpretación posestructuralista del Génesis da cuenta de ello. La vergüenza de la desnudez y la negación de ésta es la experiencia humana que por antonomasia se presenta como lo más propio del hombre, lo ajeno a los animales que, tal como apunta Derrida, desnudos como están no tienen la conciencia de estarlo.[4]
  En el hombre, además y a diferencia de los animales, la desnudez potencia una anamnesis. La que nos recuerda nuestra “animalidad” olvidada, relegada, sexualmente reprimida y que, no obstante, se presenta en cada una de las escenificaciones de la desnudez. Por ello, en la puerta de la religión, cuna de la ilustración, se llama a su prohibición. Ya Freud hacía hincapié de la ecuación entre cultura y barbarie al subrayar que en la marcha de la civilización el ser humano necesariamente tiende a negar sus pulsiones fundamentalmente sexuales, las que recuerdan al cuerpo del animal, a lo ausente de moral y de técnica, es decir, a lo ausente del sentido entre bien y mal y de aquello metafísico que recuerda el adorno.  Tras lo cual es claro que la negación de la desnudez, su vestido, se debe a que ella hace surgir el caos primigenio de la “animalidad” y de todo aquello que la sociedad tuvo que sacrificar en miras al progreso técnico.
El vestido como adorno ya es la técnica. Inaugura propiamente el trabajo histórico al poner sobre la naturaleza algo que no se encuentra en ella: la naturaleza no se viste. Técnica y pudor, comenta Derrida, van de la mano. Aquella marcha sobre este no solo por la necesidad humana de conservación, sino por afán de transformarse en algo distinto de lo que se es. El pudor, aquí, se presenta como la base de lo negativo. Pero lo que se niega no es el cuerpo en sí desnudo, sino la desnudez del cuerpo que se carga de signos, de este cuerpo que calla frente al espejo y que, según Bataille, representa en el hombre uno de los vehículos primordiales de la transgresión, de las potencias que rasgan la débil tela del ser.[5]    


Hay que señalar, sin embargo, que la transgresión no es unilateral. Como acto de transgresión la desnudez no se presenta siempre aislada y nuda, sino preformada y representada en un escenario social. En el mito, antes de que Dios transgreda el cuerpo del hombre, despojándole del “vestido de luz”, el hombre ya ha transgredido. La desnudez, así, se vuelve efectiva a partir del cuerpo que se desnuda libremente tanto como del cuerpo que es desnudado coactivamente. Desnudarse es indudablemente una consigna política, pero desnudar coactivamente el cuerpo con el objetivo de amedrentar es sin duda una de las muestras más bajas y brutales de las prácticas policiales desde la antigüedad. De esta manera, la desnudez  no solo tiene lugar en el goce y en el erotismo sino en la rebelión y la lucha. Cuando en esta ultima surge la violencia por medio del Estado, se vuelve a reproducir en los cuerpos desnudos la violencia primigenia del mito, pues en esta se experimenta la desnudez como un castigo por la rebelión.


Si bien ha caído en desuso la simple comparación entre el concepto de Dios y el de Estado al estilo hegeliano, no es inútil señalar que los mecanismos de coerción de este último tienen como su causa algo análogo al origen en la acción divina del castigo: al final son semejantes los cuerpos desnudos que caen de los mitos y de los aviones durante los procesos de represión política presentes ahora de manera global, pues ambos caen a causa de su resistencia. De la desnudez del cuerpo como exposición involuntaria de sí, como castigo, como tortura y rotura de humanidad sabe muy bien la imagen: Hombres vestidos que observan cuerpos desnudos, esta escena evoca irresistiblemente el ritual sadomasoquista del poder (Ver imagen  4 y 5).[6]







   





[1] Theodor Adorno. Dialéctica de la ilustración. Pág. 24.
[2] Giorgio Agamben. Desnudez. Pág. 84.
[3] Recuérdese que desde el punto de vista crítico  “la historia de la civilización es la historia de la interiorización del sacrificio”. Cfr. Theodor Adorno. Dialéctica de la ilustración. Pág. 68.
[4] Jaques Derrida. El animal que estoy si(gui)endo. Pág. 18.
[5] George Bataille. El erotismo. P. 6
[6] Giorgio Agamben. Desnudez. Pág. 79. 

La sombra de Prometeo

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