De América a la Luna: “Sizigias y cuadraturas Lunares”
Por: Norma I. Ortega
Resulta imprescindible recurrir a la magistral pluma de Julio Verne cuando se desea hablar de viajes fantásticos. A bordo de Nautilus, el capitán Nemo nos ha conducido por las profundidades del océano; la expedición de Axel nos ha permitido conocer las maravillas prehistóricas que habitan bajo nuestros pies; la misión, capitaneada por el diputado Barsac, a través misteriosas tierras africanas nos ha enfrentado con Harry Killer y su Fábrica; pese al asombro que despiertan tales travesías, encontramos un relato que despierta una particular admiración en sus lectores, no sólo por las dificultades técnicas que tal viaje supone, sino por su inesperado desenlace, en el cual, nuestros intrépidos viajeros no logran llegar a su destino: la Luna.
De la Tierra a la Luna es una novela en la que Verne examina los diversos problemas que supone hacer un viaje a la Luna, los cuales, después de ser resueltos por sus protagonistas, se ven opacados al no realizarse el objetivo de tan afanosos empeños: antes de arribar a la Luna, el proyectil ha quedado atrapado con sus tripulantes, en la órbita de nuestro satélite.
Los relatos de Verne son una extraordinaria muestra de la relación que podemos establecer entre ciencia, imaginación y literatura; asimismo, evidencian la natural tendencia del hombre hacia el saber expresada no sólo en la actividad científica o filosófica, sino también en el quehacer artístico. No obstante, la pluma verniana no ha sido la única interesada ni tampoco la primera en describir tan fantásticos viajes; ya en el siglo XVII Cyrano de Bergerac, poeta y dramaturgo francés, escribe una Historia cómica de los Estados e imperios del Sol, obra en la cual su autor realiza un viaje al Sol y a la Luna, en la cual describe las características de estos mundos y de sus habitantes, así como la naturaleza de los saberes que éstos poseen, entre los cuales destaca la consideración de la Luna no como un satélite, sino, al contrario, como un mundo cuyo satélite es la Tierra.
La fascinación que supone conocer literariamente otros mundos se encuentra presente en distintas narraciones que van desde la antigüedad clásica hasta principios del siglo XX; entre los autores de estos viajes se encuentran Luciano de Samosata, Dante, Voltaire y, por supuesto, los ya mencionados Julio Verne y Cyrano de Bergerac; de tales travesías queremos destacar el viaje a la Luna que don Manuel Antonio de Rivas, fraile de la orden franciscana asentada en Yucatán, relata en Sizigias y cuadraturas lunares, cuyo contenido, lejos de despertar la admiración o maravilla entre sus coetáneos, suscitó un juicio inquisitorial que culminó con el rechazo de la supuesta herejía presente en esta obra.
Sizigias y cuadraturas lunares[1], publicada en 1775, relata el viaje que Onésimo Dutalón (francés entusiasta de la física newtoniana, conocedor de los arcanos de la geometría y detractor de las inútiles enseñanzas escolares) emprende a bordo de una máquina volante hacia la Luna. El título de esta obra refiere dos fenómenos astronómicos descritos en una carta que los habitantes de la Luna, ignorando cómo, recibieron de un terrícola autonombrado el atisbador de los movimientos lunares: las ‘sizigias’, término con el que se nombra la alineación de la Luna con la Tierra y el Sol y, las ‘cuadraturas’, es decir, la formación, vista desde nuestro globo, de un ángulo de 90° entre la Luna y el Sol.
Las aventuras de Dutalón son narradas a través de una carta escrita por Remeltoín, un anctítona o habitante de la Luna, dirigida al Bachiller Don Ambrosio Echeverría; en ella, Remeltoín elogia el genio, candor, humanidad y precisión matemática del atisbador y, afirma que los mejores computistas versados en la historia del globo terráqueo se reunieron en un congreso a fin de compensar las atenciones que éste ha tenido con ellos. La carta que el bachiller tiene entre sus manos representa el gesto de gratitud de los selenitas con los terrestres.
El congreso anctítona estaba por terminar cuando, de improviso, un carro volador surcó a toda velocidad los cielos lunares, de tal bajel descendió un terrícola llamado Onésimo Dutalón quien presentándose ante los selenitas, comenzó a relatar los preparativos y peripecias que sorteó para llegar a su destino.
Dutalón, como ya se mencionó, abandonó los estudios escolares por considerarlos inútiles y, estando en París, se consagró al estudio de la física experimental de la mano del incomparable Isaac Newton; más tarde entabla amistad con el eclesiástico Desargues[2] a quien le confía el secreto de la construcción y funcionamiento de su máquina voladora, la cual no pudo ponerse en marcha en su patria, debido a que su artífice corría el riesgo de ser quemado en la hoguera por mago; por ello, y antes de emprender su extraordinario viaje, ensayó su funcionamiento en tres lugares de nuestro globo: en África, en el ártico y en Perú; en éste último, dada la altura de las cumbres que visitó y la poca presión del aire, logró observar que: el agua regia[3] es incapaz de disolver el oro y los alimentos de gusto picante no tienen sabor.
Una vez realizados tales ensayos, nuestro intrépido viajero resolvió dirigirse hacia la Luna; en su trayecto hacia el satélite logra observar cuatro interesantes fenómenos: a grandes alturas el aire es más frío que en la superficie terrestre; los torbellinos cartesianos[4] resultaban ser inventos de una imaginación extravagante, lo cual quedó demostrado cuando arrojó agua en el espacio y ésta permaneció inmóvil en él; fuera de la Tierra no se siente ni frío ni calor; finalmente, en este ambiente, los rayos del Sol son incapaces de abrasar ningún material debido a la falta de aire.
Habiendo referido tales observaciones ante el congreso de selenitas y su Presidente, (no sin antes señalar las dificultades técnicas que supone respirar en un lugar carente de aire) este último iba a tomar la palabra cuando de pronto vieron que se aproximaba un séquito conformado por cuatrocientos demonios que llevaban el alma de un materialista al infierno localizado en el Sol, ante tal eventualidad, el Presidente decide dirigirse al alma del condenado para preguntarle si acaso conocía al atisbador que hemos referido líneas arriba, a lo que el materialista contesta que ha conocido muchos avistadores de vidas ajenas, pero que sólo sabe de uno que dedica su tiempo a bagatelas astronómicas, cuando bien podría emplear su tiempo en asuntos notariales. Dicho esto, los demonios deciden proseguir su camino hacia el infierno solar.
Pasado tal evento, Dutalón les pide a sus anfitriones que lo conduzcan a través del orbe lunar a fin de registrar lo que ahí se encuentra; el Presidente sugiere que es preciso dividir su viaje a través de la luna en tres distancias, que nuestro viajero recorre gustoso: la primera, de 132 leguas termina en un monte de plata que no puede observarse claramente desde la Tierra; la segunda, que va desde el País de los Sordos hasta el puente de los asnos[5]; la tercera, que es ocupada en su mayoría por los Campos Elíseos en donde reside el chérif con todas sus casas, valles y plazas.
Mientras Dutalón recorre la Luna, los anctítonas se complacen en situar geográficamente la ciudad de Mérida y deducen que, dada su posición cercana al ecuador, es un verdadero milagro que sus habitantes no salgan disparados por los aires; asimismo, afirman que, a causa del movimiento terrestre en este punto, es probable que los habitantes de la península sufran de vértigos que les impidan llevar a cabo las funciones y reflexiones de un alma racional, lo cual los inclinaría al más hondo libertinaje, profanidades, lujo, farándula, perfidia, alevosía, codicia, ambición y demás vicios por demás reprochables; los yucatecos, en este sentido, serían más lunáticos que los mismos anctítonas.
Para finalizar este relato, ya con Monsieur Dutalón de regreso, los selenitas le piden que entregue la carta en donde se refieren estos sucesos al bachiller Echeverría, a lo cual, el francés responde que la carta llegará a su destino y que estará gustoso de regresar con este personaje a recorrer el globo lunar.
Este relato, por demás interesante en cuanto a las dificultades y observaciones científicas con que Dutalón se enfrenta para llegar a Luna, así como por los problemas matemáticos que los anctítonas plantean a su visitante, lejos de suscitar el asombro y admiración de los coetáneos del padre Rivas, promueve un juicio inquisitorial (que dura casi tres años) por dos supuestas declaraciones heréticas presentes en su escrito: aquélla que sostiene la existencia de dos infiernos y la referente a la proclividad al pecado, atribuida a su situación geográfica, de los yucatecos.
Los calificadores encargados del juicio inquisitorial, al llevar a cabo una minuciosa revisión del escrito, deciden que Sizigias y cuadraturas lunares es producto del ingenio e imaginación de su autor y que sólo si es leído en sentido literal puede considerarse como herético o contrario a la fe; además, asumen que tales acusaciones, al ser promovidas por facciones religiosas opuestas a la orden franciscana, tienen la finalidad de desacreditar, sin fundamento alguno al padre Rivas, esto es, las imputaciones, según los calificadores, son parciales; sin embargo, en atención a la revisión solicitada, nuestros prudentes calificadores deciden apoyarse en las disertaciones de un revisor (cuya nombre se desconoce) y del apologista Diego Marín de Moya, para decidir, sin lugar a dudas, si la obra representa una amenaza para la fe o no. Ambas disertaciones esgrimen, aunque con diferencias no sustanciales, los mismos argumentos.
En primer lugar, recordemos que cuando Dutalón arriba a la Luna, él y los selenitas avistan el alma de un materialista que es conducida al infierno localizado en el Sol. Esta aserción supone un problema teológico en la medida que el padre Rivas sostiene la existencia de dos infiernos, a lo cual, el revisor anónimo sostiene que tal afirmación no es más que una quimera literaria derivada de las extravagantes teorías del anglicano Svvidin[6], y, por tanto, en tanto imaginerías, son inofensivas para la fe; el argumento verdaderamente interesante es el sostenido por el apologista Moya, quien a la sazón sostiene que, según las Sagradas Escrituras, el infierno existe y en él las almas sufren la eterna duración de sus penas; sin embargo, nada hay en los textos sagrados que nos pueda llevar a conocer su localización, aunque, podemos suponer que es un lugar oscuro y profundo, al cual se va descendiendo; por lo tanto, es imposible saber si este lugar se encuentra en el centro de la Tierra o en alguna de sus partes. Ahora bien, si aceptamos la hipótesis copernicana sobre la situación del Sol en el mundo, nos vemos forzados a admitir que, si éste es el centro, entonces, es también el lugar más bajo del cosmos y, si al infierno vamos cayendo, necesariamente, éste se ubicaría en el Sol.
Este bello argumento que relaciona los textos sagrados y los científicos nos sitúa ante una excepcional paradoja: el infierno puede localizarse o en nuestro globo o en el Sol; en efecto, si ignoramos la hipótesis copernicana y asumimos que la Tierra es el centro del cosmos, entonces, es imposible determinar si el infierno está en el centro de nuestro globo o en alguna de sus partes, puesto que en las Sagradas Escrituras no se dice nada al respecto; por el contrario, aceptando la hipótesis de Copérnico, si el Sol es el centro y, por ello, la parte más baja del cosmos, entonces, dado que a la morada de Satanás se llega cayendo, resulta razonable sostener que la morada de Lucifer se encuentra en el astro rey.
Ahora, con respecto a la proclividad al pecado de los yucatecos, nuestro revisor anónimo esgrime un argumento matemático en el que sostiene que, asumiendo que la Tierra gira sobre su eje e independientemente de la localización de la península en la superficie de nuestro orbe, todas las ciudades se encuentran a la misma distancia respecto al centro del mundo, por lo cual, se moverían a la misma velocidad; sin embargo, si asumimos que nuestro orbe no se mueve, careceríamos de razones para suponer que la tendencia hacia el pecado depende de la situación geográfica de los hombres; tal afirmación, concluye el revisor, se desprende de aceptar ingenuamente una hipótesis que, además, ha sufrido en este texto, de una interpretación violenta. El apologista, por su parte, asume que la proclividad al mal depende de diversos factores: el clima, el temperamento, el agua que se beba, la comida que se consuma, la gente con que se conviva y los objetos que se perciban; esto es, la tendencia al mal (y quizá el mal en sí mismo) está condicionada por la situación en el que los hombres se encuentran, respecto a lo cual dan fe las Sagradas Escrituras, pues en ellas el apóstol San Pablo sostiene: “Los cretenses siempre mienten”. Asimismo, el apologista sustenta que en cada nación sobresalen más ciertos vicios que otros y nos ofrece un listado, por demás interesante, de tales naciones y sus respectivas tendencias al pecado: En España sobresale la soberbia; en Francia, la fraudulencia; en Holanda, el libertinaje; en Polonia, la ostentación; en Italia, la lujuria[7]. Este argumento está encaminado a establecer que, probablemente, el padre Rivas uso a sus compatriotas para señalar y, con ello, corregir los vicios y depravadas costumbres que sin duda alguna abundan como efectos del pecado original en toda la gente, en toda nación, en todo reino y país.
Con base en tales argumentos, el inquisidor decide que no hay razones para creer que el contenido de Sizigias y cuadraturas lunares sea herético o contrario a la sana doctrina, por lo cual ordena suspender la causa en su contra.
El destino de la obra del padre Rivas ha sido opuesto al de las obras de Verne, Voltaire o Bergerac; entre sus coetáneos, como hemos visto, fue recibido con cierto recelo, ya sea porque provenía de un miembro de la orden franciscana o porque sus declaraciones con respecto al mal y al infierno parecieran contrarias a la sana doctrina; entre nosotros (sus compatriotas, pero no coetáneos) ni siquiera podemos decir que ha tenido una desafortunada recepción porque, aunque fascinados por los viajes relatados en el Micromegas o en De la Tierra a la Luna, ignoramos deliberadamente las producciones de nuestros propios escritores. Sizigias y cuadraturas lunares (quizá la primera obra de ciencia ficción escrita en América) no evidencia, al estilo verniano, el buen manejo y la extracción de las posibles consecuencias que pueden ser deducidas de las teorías científicas de determinada época; esta obra es el resultado de las atinadas observaciones del atisbador de movimientos terrestres que fue el padre Rivas, en las cuales, a través los anctítonas, valga decir, a través de la literatura fantástica, hace de nosotros, los terrestres, verdaderos lunáticos.
Por: Norma I. Ortega
Bibliografía:
De Rivas, Manuel Antonio, Sizigias y cuadraturas lunares, UNAM, Mérida, 2009.
El texto completo puede consultarse en la siguiente liga: http://cfm.mx/?cve=631:01
[1] El título completo de esta obra es: Sizigias y cuadraturas lunares ajustadas al meridiano de Mérida de Yucatán por un anctítona o habitador de la luna y dirigidas al bachiller Don Ambrosio de Echeverría, entonador que ha sido de Kyries funerales en la parroquia del Jesús de dicha ciudad y al presente profesor de Logarítmica en el pueblo de Mama de la península de Yuactán, para el año del señor 1775.
[2] Cabe mencionar que, dada la fecha de nuestra carta, es muy poco probable que el Desargues de nuestro relato sea el matemático francés contemporáneo de Pascal y Descartes (de quien se hablará más tarde); sin embargo, es preciso recordar que en la Selenografía de Johanes Hevelius, el padre del estudio lunar, diversos accidentes lunares reciben el nombre de importantes matemáticos europeos y no europeos, siendo uno de nuestros matemáticos lunáticos el geómetra Desargues.
[3] El agua regia es una solución compuesta por ácido nítrico y ácido clorhídrico; fue nombrada así debido a su capacidad de disolver metales regios como el oro.
[4] Los torbellinos cartesianos forman parte de la cosmología esgrimida por Descartes, quien a la sazón sostenía que los movimientos de los cuerpos celestes, de la luz, la gravedad y el magnetismo eran producidos por una suerte de torbellinos o vórtices.
[5] El puente de los asnos, según se describe, es una extraordinaria estructura cuyo número de arcos es tal que restado de 188 y del mismo número de arcos restando 48, los residuos o las restas son como 12 con 8; a este respecto, el Presidente sugiere que, hecho el análisis conveniente, se tendrá el gusto de cruzar el puente sabiendo cuántos arcos lo conforman. Tal planteamiento ha supuesto una dificultad para la autora de estas líneas (pues he querido cruzar el puente de los asnos, con el gusto de saber cuántos arcos tiene), ya que parece sencillo saber cuántos arcos tiene tal puente, sin embargo, dado mi limitado (nulo) conocimiento en cuanto al planteamiento y resolución de ecuaciones en el siglo XVIII y, más aún, en el contexto mexicano, me ha resultado harto difícil deducir el número de arcos que lo compone; no obstante, me he valido de no pocas algarabías algebraicas para resolver tal problema y he encontrado que el número de arcos es igual a 104. Espero que un lector versado en esta clase de problemas, confirme mi resultado o lo refute. Anexo a continuación el fragmento con su respectiva ecuación (?) y mis cálculos al respecto:
La segunda distancia es el País de los Sordos y termina en un puente magnífico de una estructura acabada, llamada el puente de los asnos, cuyo número de arcos es tal que restado de 188 y del mismo número de arcos restando 48, los residuos o restas son como 12 con 8
Los cálculos que realicé son los siguientes:
Con A = arcos y n = un número que me permita establecer la proporción 12 con 8. De donde resulta que n = 7 y el número de arcos es 104. Supongo que pasaré el puente de los asnos, como un asno…
[6] El anglicano Svvidin es mencionado en este relato en el siguiente pasaje:
Y que luego escoltado por un destacamento de cuatrocientos demonios fuese llevado a aquel gran pirofilacio, el sol. ¿Al sol, dijo el Presidente del Ateneo, en donde el Atísimo colocó (Salmo 18) su trono y pabellón? Sí monsieur, al sol, repuso Dutalón, porque en el sol colocó el infierno un anglicano, natural de Londres, llamado Svvin, que en una disertación, con los dos versículos 8 y 9 del capítulo 16 del Apocalipsis, pretende persuadir que el lugar de los condenados está en medio del sol (actas de los eruditos al mes de marzo, 1745) y que esta es la razón porque tantas naciones en el orbe terráqueo hayan adorado al sol como Dios. Según eso, dijo el Presidente del Ateneo, ese fatuo Svvidin también pudo con el mismo derecho haber colocado el infierno en este orbe lunar, pues es constante en nuestras memorias que la luna ha tenido en la tierra sus adoradores.
[7] Ignoramos hasta qué punto el apologista asuma que los habitantes de la Santa Sede, ubicada en Italia, sean proclives a la lujuria, sin embargo, no podemos pasar por alto tan atinada observación.
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