Grand Funk

Iván Medina Castro
imc_grozny@yahoo.com

El mal para serlo en pureza,
debe ser gratuito e inmotivado.
Georges Bataille 
Mi nombre es Antonio Castro pero en el barrio me conocen como el Grand Funk. Vivo en la Colonia Ferrocarril, tan cerca de la estación del tren panamericano que a cada marcha de los vagones toda la unidad habitacional vibra como si se fuese a desmoronar. Tengo cuatro hermanos y soy el antepenúltimo; existen algunos bastardos más pero esos valen para pura verga. El primogénito ha caído, por lo tanto, ahora me toca cargar con el business, el chante y la jefa.

Agobiado por una pesadilla que tuve la noche anterior en donde la Santísima me hacía intuir el tasajeo de mi carnal, aterrorizado, así fue como lo constaté cuando mi jefa al terminar de ver su telenovela, se escuchó en el noticiero sobre el hallazgo de un cuerpo sin vida, tendido sobre un charco de sangre en la ribera del río Suchiate, sin ningún documento de identidad, pero como única seña de filiación, se hacía destacar un tatuaje en el dorso con la imagen de la Santa Muerte, aparte de portar un medallón con una rosa blanca. Mi jefa ignoró lo dicho por el locutor, ya estamos acostumbrados a oír eso: muertos; se huele, se palpa y se siente en el ambiente. Además, estaba tan ocupada parchando los pantalones de los chamacos que ni cuenta se dio. Pero yo ya lo sabía, aquí la huesuda viaja más rápido que la información, apenas ayer por la tarde unos batos me avisaron sobre unos tipos que estaban cazando a mi carnal para quebrárselo. Fue imposible ponerlo al tiro, lo busqué en los prostíbulos de la Peña y de la Charca, con los corredores de crack y pastas en Tarasquillo y nadie me dio razón de él. Su valedor, Chito, mencionó: “quizá esté ayudando a cruzar el Suchiate a algunos salvatruchas u hondureños”. Lo ignoré totalmente. Volví al chante y frente al altar de la Niña Blanca ofrendé un lío de mota y una botella de mezcal blanco con gusano, como a ella le gusta. Acto seguido oré con el incienso en un recipiente de vidrio y alcohol en una vasija de barro: “Divina Majestad de mi adoración, no desampares de tu protección a la carne de mi carne. Muerte querida de mi corazón, si no puedes tú, nadie más podrá. Amén”.
Al día siguiente de enterarme del infeliz acontecimiento, conecté al director de la judicial, comandante Pavón Reyes, pues aquí no se trata de competir con la autoridad, sino de utilizarla. Le corrí un kilo de coca y sin rodeos pregunté sobre mi carnal. Ese culero, directo también, respondió: “la policía migratoria lo encontró en los desagües; cerca del río, ensartado trece veces con un machete”. 
Regresé contrariado al chante y transmití la desgracia a la jefa. Casi se me pela allí, se soltó en lágrimas y a partir de ahí, deambuló enloquecida por unos días dentro de la casa. Muchas noches la sorprendí recorriendo el pasillo pausadamente y hablando sola, después, transcurridos algunos minutos, se postraba en el suelo frente al sagrario de la Poderosa Señora y aferrada a la larga túnica negra de su vestimenta, parecía como si le recriminara lo sucedido, pues de su vacilante garganta decía en voz alta: “¡Vivíamos en paz Madrecita!, ¡Vivíamos en paz Virgen Santa!”. Eso eran puras mentiras, cuando él estaba con nosotros cualquier ruido nos provocaba sobresaltos, hasta el sonido del reloj al anunciar cada hora, por eso mi jefa lo echó de la casa.

Pronto pasaron las semanas y nadie fue a reclamar el cadáver, ni siquiera su pinche vieja; la más puta de las mujeres. En el fondo la comprendo, de pendejo uno lo hace, vas a la procuraduría y ya no te sueltan sin antes aflojar una lana, o allí mismo te dan callo. Así son las cosas aquí en Talismán.

Por la noche, observando la túnica bordada en oro de la Santa Muerte, caí en cuenta, si no le entraba rápido al business, pronto no tendríamos ni un centavo ni donde dormir. Busqué a los valedores de mi carnal para reagrupar a la clica, pero Chito me dijo: “el business ha sido tomado por el cabecilla de los MS-13”. En ese momento fue cuando supe quiénes se lo habían chingado. Me entró una furia inmensa saber que los maras estaban involucrados. Están pero bien pendejos si creen que aquí en Talismán pueden hacer lo mismo que en Los Ángeles.
Súbitamente recordé cuando la banda de mi carnal había sacado a varios de sus familiares de aquellos países jodidos sin cobrarles nada. Tenía que barrer a esos cabrones si quería recuperar el territorio.
Miles de pensamientos giraban por mi mente hasta marearme, no me explicaba cómo se había dejado matar mi carnal; él siempre estaba armado y al acecho. Inesperadamente me invadió el miedo, y cuando eso pasa, respiro con dificultad; muy lento. Nunca había matado, pero no me quedaba otra; eran ellos o nosotros.

En el chante realicé mi acostumbrada plegaria a la Flaquita pero esta vez pedí consejo: “Muerte Poderosa y Gloriosa, te imploro me concedas los favores que te pida y alimentes mis deseos de venganza madre querida, hasta el último día, hora y momento. Te prometo que nunca te faltará tu alcoholito. Amén”. A la mañana siguiente, de brumosos recuerdos, nacía en mi pensamiento una idea. Junté a la clica y ordené se difundiera por los vecindarios que daríamos 500 dólares por cada cabeza cercenada de los MS-13. La tira me preocupaba, pero Chito comentó: “no habrá pedo con ello, la chota en estos asuntos no se mete, esos güeyes están comprados, y el que se ponga bonito pues lo picamos y ya”.

El plan estaba dando resultados y a diario rodaban cabezas, pero aún faltaba el líder y un puñado de seguidores. Por mi parte, ávido de contar sus horas, hasta adelantaba las manecillas del reloj. En ocasiones, cuando hacía eso, me sentía estúpido pero no podía evitar hacerlo.
Un domingo por la mañana me dieron el pitazo. Encontraría a los mareros en el mercado central, reuní a la clica y nos fuimos para allá. Una vez allí, oculté a mis camaradas entre los costales de yute y yo me tendí sobre un petate bajo el sol a aguardar a que su tiempo y el mío convergieran en un mismo punto. De repente, unos chiflidos nos advirtieron de su llegada, imprevistamente estaba de frente al líder y de trece de sus homies; sus miradas parecían de hielo. El temor me invadió y el asma inmediatamente se hizo presente, sin embargo, me sobrepuse al acariciar la cacha de la escuadra que portaba escondida en la cintura. Confiado, me aproximé a pocos metros de distancia con la seguridad de que mis camaradas seguirían con la mirilla de los cuernos de chivo cada movimiento que ellos daban. Aún así, mi corazón se aceleraba cada vez más. Escudriñé el espacio y listo a la reacción, de inmediato grité: “Hijo de la chingada, la muerte tiene su precio y ahora pagarás con tu sangre”. Aquellos ojetes, listos para sacar sus fuscas fueron sorprendidos por mis brothers. Tras una señal acordada, cinco de mis camaradas los desarmaron, posteriormente, empuñando varas metálicas les acomodamos una buena madriza, mientras tanto, los marchantes corrían despavoridos tirando sus viandas hasta vaciar por completo el lugar. Mandé hincar a los catorce hombres en una línea horizontal, una vez listos, tomé de las greñas al jefe y a quemarropa le descargué una bala en la cabeza; el despojo cayó junto de mí y le escupí, a los otros, como escarmiento y ejemplo para los barrios que renieguen a la clica del Grand Funk; con una masa de hierro hirviente que obtuve de las brasas bajo un caldero donde se freía chicharrón, cegué los ojos inyectados de terror, menos a uno, el tuerto afortunado que guiaría a cada una de esas mierdas con sus seres queridos. Al principio, sostuve el fierro aparentemente firme, pero inseguro aún, atravesé la cuenca tan rápido que la sangre me salpicó en el rostro. Sentí una arcada, pero proseguí, su lamento se hizo incitador.

Al fin, satisfecho, me quedé ahí mirándolos por largo tiempo, me sentía feliz. Talismán volvía a ser de la familia y mi carnal estaba vengado, pues en este terreno simplemente se arrebata lo que se quiere. Cuando retorné al barrio, el ferrocarril, cargado de ilegales, apenas iniciaba su marcha hacia el norte. Entré al chante cargando tablillas de chocolate, pan integral, un pomo de mezcal y un ramo de rosas blancas, todo se lo brindé a la Parquita por su ayuda y para que en el futuro trajera a mi vida paz y tranquilidad.




La sombra de Prometeo

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