Iván Medina Castro
Mi nombre es Antonio Castro pero en el barrio me conocen como el Grand Funk. Vivo en la Colonia
Ferrocarril, tan cerca de la estación del tren panamericano que a cada marcha
de los vagones toda la unidad habitacional vibra como si se fuese a desmoronar.
Tengo cuatro hermanos y soy el antepenúltimo; existen algunos bastardos más
pero esos valen para pura verga. El primogénito ha caído, por lo tanto, ahora
me toca cargar con el business,
el chante y la jefa.
Agobiado por una pesadilla que tuve la noche anterior en donde la
Santísima me hacía intuir el tasajeo de mi carnal, aterrorizado, así fue como
lo constaté cuando mi jefa al terminar de ver su telenovela, se escuchó en el
noticiero sobre el hallazgo de un cuerpo sin vida, tendido sobre un charco de
sangre en la ribera del río Suchiate, sin ningún documento de identidad, pero
como única seña de filiación, se hacía destacar un tatuaje en el dorso con la
imagen de la Santa Muerte, aparte de portar un medallón con una rosa blanca. Mi
jefa ignoró lo dicho por el locutor, ya estamos acostumbrados a oír eso:
muertos; se huele, se palpa y se siente en el ambiente. Además, estaba tan
ocupada parchando los pantalones de los chamacos que ni cuenta se dio. Pero yo
ya lo sabía, aquí la huesuda viaja más rápido que la información, apenas ayer
por la tarde unos batos me avisaron sobre unos tipos que estaban cazando a mi
carnal para quebrárselo. Fue imposible ponerlo al tiro, lo busqué en los
prostíbulos de la Peña y de la Charca, con los corredores de crack y pastas en
Tarasquillo y nadie me dio razón de él. Su valedor, Chito, mencionó: “quizá
esté ayudando a cruzar el Suchiate a algunos salvatruchas u hondureños”. Lo
ignoré totalmente. Volví al chante y frente al altar de la Niña Blanca ofrendé
un lío de mota y una botella de mezcal blanco con gusano, como a ella le gusta.
Acto seguido oré con el incienso en un recipiente de vidrio y alcohol en una
vasija de barro: “Divina Majestad de mi adoración, no desampares de tu protección
a la carne de mi carne. Muerte querida de mi corazón, si no puedes tú, nadie
más podrá. Amén”.
Al día siguiente de enterarme del infeliz acontecimiento, conecté
al director de la judicial, comandante Pavón Reyes, pues aquí no se trata de
competir con la autoridad, sino de utilizarla. Le corrí un kilo de coca y sin
rodeos pregunté sobre mi carnal. Ese culero, directo también, respondió: “la
policía migratoria lo encontró en los desagües; cerca del río, ensartado trece
veces con un machete”.
Regresé contrariado al chante y transmití la desgracia a la jefa.
Casi se me pela allí, se soltó en lágrimas y a partir de ahí, deambuló
enloquecida por unos días dentro de la casa. Muchas noches la sorprendí
recorriendo el pasillo pausadamente y hablando sola, después, transcurridos
algunos minutos, se postraba en el suelo frente al sagrario de la Poderosa
Señora y aferrada a la larga túnica negra de su vestimenta, parecía como si le
recriminara lo sucedido, pues de su vacilante garganta decía en voz alta:
“¡Vivíamos en paz Madrecita!, ¡Vivíamos en paz Virgen Santa!”. Eso eran puras
mentiras, cuando él estaba con nosotros cualquier ruido nos provocaba
sobresaltos, hasta el sonido del reloj al anunciar cada hora, por eso mi jefa
lo echó de la casa.
Pronto pasaron las semanas y nadie fue a reclamar el cadáver, ni
siquiera su pinche vieja; la más puta de las mujeres. En el fondo la comprendo,
de pendejo uno lo hace, vas a la procuraduría y ya no te sueltan sin antes
aflojar una lana, o allí mismo te dan callo. Así son las cosas aquí en Talismán.
Por la noche, observando la túnica bordada en oro de la Santa
Muerte, caí en cuenta, si no le entraba rápido al business, pronto no tendríamos
ni un centavo ni donde dormir. Busqué a los valedores de mi carnal para
reagrupar a la clica, pero Chito me dijo: “el business ha sido tomado por el cabecilla de los
MS-13”. En ese momento fue cuando supe quiénes se lo habían chingado. Me entró
una furia inmensa saber que los maras estaban involucrados. Están pero bien
pendejos si creen que aquí en Talismán pueden hacer lo mismo que en Los Ángeles.
Súbitamente recordé cuando la banda de mi carnal había sacado a
varios de sus familiares de aquellos países jodidos sin cobrarles nada. Tenía
que barrer a esos cabrones si quería recuperar el territorio.
Miles de pensamientos giraban por mi mente hasta marearme, no me
explicaba cómo se había dejado matar mi carnal; él siempre estaba armado y al
acecho. Inesperadamente me invadió el miedo, y cuando eso pasa, respiro con
dificultad; muy lento. Nunca había matado, pero no me quedaba otra; eran ellos
o nosotros.
En el chante realicé mi acostumbrada plegaria a la Flaquita pero
esta vez pedí consejo: “Muerte Poderosa y Gloriosa, te imploro me concedas los
favores que te pida y alimentes mis deseos de venganza madre querida, hasta el
último día, hora y momento. Te prometo que nunca te faltará tu alcoholito.
Amén”. A la mañana siguiente, de brumosos recuerdos, nacía en mi pensamiento
una idea. Junté a la clica y ordené se difundiera por los vecindarios que
daríamos 500 dólares por cada cabeza cercenada de los MS-13. La tira me
preocupaba, pero Chito comentó: “no habrá pedo con ello, la chota en estos
asuntos no se mete, esos güeyes están comprados, y el que se ponga bonito pues
lo picamos y ya”.
El plan estaba dando resultados y a diario rodaban cabezas, pero
aún faltaba el líder y un puñado de seguidores. Por mi parte, ávido de contar
sus horas, hasta adelantaba las manecillas del reloj. En ocasiones, cuando
hacía eso, me sentía estúpido pero no podía evitar hacerlo.
Un domingo por la mañana me dieron el pitazo. Encontraría a los
mareros en el mercado central, reuní a la clica y nos fuimos para allá. Una vez
allí, oculté a mis camaradas entre los costales de yute y yo me tendí sobre un
petate bajo el sol a aguardar a que su tiempo y el mío convergieran en un mismo
punto. De repente, unos chiflidos nos advirtieron de su llegada,
imprevistamente estaba de frente al líder y de trece de sus homies; sus miradas parecían de
hielo. El temor me invadió y el asma inmediatamente se hizo presente, sin
embargo, me sobrepuse al acariciar la cacha de la escuadra que portaba
escondida en la cintura. Confiado, me aproximé a pocos metros de distancia con
la seguridad de que mis camaradas seguirían con la mirilla de los cuernos de
chivo cada movimiento que ellos daban. Aún así, mi corazón se aceleraba cada
vez más. Escudriñé el espacio y listo a la reacción, de inmediato grité: “Hijo
de la chingada, la muerte tiene su precio y ahora pagarás con tu sangre”.
Aquellos ojetes, listos para sacar sus fuscas fueron sorprendidos por mis brothers. Tras una señal
acordada, cinco de mis camaradas los desarmaron, posteriormente, empuñando
varas metálicas les acomodamos una buena madriza, mientras tanto, los
marchantes corrían despavoridos tirando sus viandas hasta vaciar por completo
el lugar. Mandé hincar a los catorce hombres en una línea horizontal, una vez
listos, tomé de las greñas al jefe y a quemarropa le descargué una bala en la
cabeza; el despojo cayó junto de mí y le escupí, a los otros, como escarmiento
y ejemplo para los barrios que renieguen a la clica del Grand Funk; con una masa de
hierro hirviente que obtuve de las brasas bajo un caldero donde se freía
chicharrón, cegué los ojos inyectados de terror, menos a uno, el tuerto
afortunado que guiaría a cada una de esas mierdas con sus seres queridos. Al
principio, sostuve el fierro aparentemente firme, pero inseguro aún, atravesé
la cuenca tan rápido que la sangre me salpicó en el rostro. Sentí una arcada,
pero proseguí, su lamento se hizo incitador.
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