Eduardo Ruiz Cuevas
“Lo divino mira a Dios, lo humano mira al hombre.
Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero ni lo bueno, ni lo
justo, ni lo libre, es lo mío, no es general, sino única, como soy yo Único.
Nada está por encima de mí”.
Max Stirner
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¡Qué es el hombre sino un hermoso accidente!
Pensemos en cada uno de nosotros, desde la individualidad más egoísta, veamos
que nuestra existencia es la irrupción dentro de un orden preestablecido —no
sólo por los deseos amatorios de los progenitores que impulsan fuertes
descargas al concretar la vida en un acto impetuoso— pues ser arrojados al
mundo es ya una manifestación de violencia. El primer contacto del recién
nacido con la realidad es un grito, alarido que manifiesta el poder de su
existencia. Rompe una estructura, se desprende de ella, no sólo eso, desgarra
las entrañas de su madre para ser.
Posterior, el mundo, como casa del ser,
habrá de trastornarlo y transgredirlo para moldearle según la forma ya
concebida por un legado cultural. Aprenderá a valorar, a adquirir conocimiento
y reproducir las prácticas establecidas por el orden imperante. Pernotará que
una estructura de dominio utiliza la violencia para sustentar su hegemonía y a
su vez reproducir la ideología de la no-violencia. Se le educará con la
creencia de que todo acto violento es nocivo, perturbador y transgresor. Se le
imprimirá una moralidad de sometimiento, en donde la violencia debe ser
sepultada y sublimada. En él se manifestará el grito de la doble imagen de
violencia, la cual encontrará justificación sólo para hacer prevalecer el orden
establecido, o para combatir elementos nocivos y reactivos dentro de la estructura
de dominio. Al final emprenderá fanáticamente una serie de luchas ideológicas:
la guerra por la democracia, la guerra contra la tiranía, la guerra contra la
represión, la guerra contra la desigualdad, la guerra contra todas las amenazas
de violencia. Aún en el enfrentamiento de la violencia contra la violencia
existe una que es justificada al denominarse “Estado de derecho”; todo lo demás
es barbarie.
2
La violencia incomoda, molesta, mata. No tiene
justicia ni persigue nobles fines. Es algo que nos acompaña, que se acuña a
nuestro ser. Es una necesidad y toda necesidad siempre es un asidero
irremediable. No entiende, por eso atenta en contra de nuestra seguridad y
amenaza nuestra existencia. Transgrede. En ella no hay dignidad, no importa esa
expresión, pues como fuerza destructora viola las formas y las aniquila.
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La necesidad de enfrentar y superar es un motor de
vida, de exaltación de la voluntad de poder, propia de todo ser existente, pues
todo lo vivo quiere vivir, conservarse, permanecer e imponerse a la muerte.
¿Acaso querer vivir no es un acto repleto de violencia? No sé si lo débil busca
la muerte, o es la apariencia de debilidad otra forma de poder que utilizan los
atormentados para conservarse frente a lo caótico. De ser así, quizá no sea la forma
de vida más digna, pero finalmente la resistencia es también un acto
violento.
4
Lo vivo fluye siempre constante; sin embargo aún el
cuerpo muerto deposita en sus entrañas una orgía de vida y descomposición. La
putrefacción es el panegírico del cuerpo, que en estruendoso alarde se hace
notar para fundirse con la tierra. El jolgorio termina cuando el silencio se
torna blanco. —¿Acaso esto es perturbador?— La muerte es silenciosa como lo es
todo esqueleto.
5
Morir significa: no oír, no oler, no probar, no
palpar, no ver, no pensar. Una vez más: la muerte es silencio. La muerte es un
“no” que la violencia no acepta, así que irrumpe de manera salvaje. Un “Big-Bang” se hizo sonar, —al menos eso
se especula— estallido acompañado de estruendo colosal, acto que desata la
expansión de estrellas y galaxias, a su vez las múltiples posibilidades del
azar. Fuera y dentro de nosotros reina la alteridad, el movimiento, la
transformación y el impacto, porque hay algo tan íntimo en el universo
depositado en cada forma de vida que se niega a no sonar.
6
No hay
“razón” en la naturaleza, sólo el ímpetu incansable por permanecer y ampliarse,
por ello la voluntad de vivir se configura en una lucha, un enfrentamiento
constante contra toda resistencia. Todo ser vivo necesita romper su estado de
reposo, pues sólo lo muerto permanece inactivo; sin embargo lo muerto es un
estado de alteridad constante y uno muy raro. Ni el más enfermo, ni el más
desgraciado elije fácilmente su finitud, siempre se prefiere la muerte ajena
que la propia, es por eso que existe una fascinación por los cuerpos carentes
de vida. Un misterio perturbador que nos negamos a ver por lo grotesco, pero a
su vez se manifiesta la necesidad morbosa de contemplarlo.
7
La violencia
es un ejercicio empleado no sólo para hacer daño, sino que también permite
identificar de manera consciente la propia capacidad de poder.
8
En
nuestra vida cotidiana, al comunicar opiniones, puntos de vista, reflexiones o
indagaciones, estamos ejerciendo un acto de violencia, pues un argumento que se
enfrenta a otro establece una lucha, donde cada postura implanta una visión de
la realidad. La filosofía y las religiones han ejercido a lo largo de la
historia este tipo de gimnasia. No hay doctrina del pensamiento que se libre de
lo violento que es imponer lo verdadero. Han existido hombres que mueren por
defender una verdad, no sólo por el amor a ésta, sino que ellos mismos se han
depositado en las entrañas de su ideal al tener la necesidad de crear un mundo.
— ¿Acaso hemos de lamentarlo?— Es lastimoso aceptar verdades sin cuestionar el
origen o las causas de éstas; es terrible someter la voluntad por el miedo a la
violencia, un miedo instaurado en la culpa. No hay peor violencia que la que
padecemos en la resignación, la cual transgrede nuestra voluntad de manera
sorda al tolerar día con día la torturante rutina del sometimiento propio por
miedo a la ruptura y al desgarro de una “verdad”.
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La crueldad es una necesidad para cierto tipo de
temperamentos debilitados de manifestar poder, pero también en la bondad,
caridad y en todo altruismo existe el mismo apetito de impactar en el otro, en
ese caso se usa el disfraz de la filantropía y el gran amor cristiano.
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El vituperio a la violencia es evidente, se le
teme. Por su parte el concepto de amor es glorificado a través de los tiempos;
sin embargo ¿es posible que el amor sea un acto violento revestido de engañosa
apariencia?
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La mentira y el engaño, dueto indeseable,
encarnados generalmente en seres perversos o malignos como el Demonio
—estafador de lengua afilada y de múltiples formas—; pese a ello, todo veneno tiene
un antídoto: es el caso del amor y la verdad, dos padecimientos distintos que
se llegan a confundir uno con otro. ¿Realmente el enamorado es noble al
encontrar su verdad? El amante está poseído y enfermo de amor, desea extender
esa llama y quemar todo aquello que oponga resistencia; condena a todos los que
desprecian su ideal y está dispuesto a subordinar, aniquilar y destruir todo
aquello que represente un obstáculo para su verdad, aun cuando eso implique su
propio sacrificio. En el amor de los sexos sucede lo mismo que en el amor de
las ideas, existe la misma divinización del padecimiento. Se le considera como
un bien desprovisto de todo egoísmo y avidez, cuando en realidad el amante,
poseído por un impulso demoniaco, busca hacer de su objeto de deseo un esclavo
de su amor. El amante busca que el otro se convierta en el más íntimo tesoro,
al cual le entrega incondicionalmente su voluntad, en apariencia, pues el
amante exige al amado su amor, lo cual implica la correspondencia en la valía
del tesoro. El amante busca imperar sobre el ser amado en cuerpo y alma, pues
no conforme con poseer la materialidad, exige el dominio de todos los sueños y
mundos posibles. La opereta del amor es la expresión más intensa del egoísmo,
la transgresión y la violencia de un ser a otro, todo bajo la apariencia del
más noble ideal. Como tragicomedia es capaz de violentar contra los usurpadores
que considere amenazas, no sólo eso, es capaz de arrojarse salvajemente contra
su objeto de deseo al considerarse en desprecio y traición. En algunos casos
castiga al amado infringiendo violencia sobre sí mismo, o cometiendo
suicido.
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No
hay mayor castigo que el que nosotros mismos somos capaces de infringirnos al
forzarnos violentamente a ser fieles donde no es posible; esa es la mayor de
las traiciones: la infidelidad consigo mismo.
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Muchas
veces preferimos la paz a la guerra por temor a luchar. Es por ello que cuando
un orden hegemónico logra imperar implanta la educación de la paz perpetua,
aunque para establecerse haya ejercido todos los medios posibles de violencia,
tal contradicción es superada con la creencia de que hay causas justas, es
decir, el ideal de justicia simplemente “justifica” la violencia de los “unos”
frente a los “otros”.
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—¡Defiende una causa! ¡No importa
cual, defiéndete en una! — Se suele decir, pues defender da un sentido, una
causa de ser. Permite identificarse en un grupo determinado y otorgar
seguridad, poder, fuerza, dominio, es decir, todos esos sentimientos que
generan gran placer. ¿Quién ha de cuestionar la libertad, la igualdad y la
fraternidad? Antes la muerte que la renuncia a tales emblemas universales.
¿Quién se atreve a decir que hay dioses malos? Se responde: “no hay dioses
malos, los injustos son los hombres y las religiones”. Quizá en esa
prerrogativa hay un poco de razón, y es que son los hombres malos quienes crean
dioses perversos y, a partir de ellos se configuran las valoraciones de la
vida. Una cultura decadente creará dioses a su imagen y semejanza, y esa imagen
será la causa que defenderá. Si hacemos a Dios a un lado y nos preocupamos por
lo humano, nos encontraremos que a esta noción no le importa el individuo más
que en función del todo. De aquí se desprenden las grandes denuncias que buscan
justicia y derecho, libertad y fraternidad; el sacrificio de uno es irrelevante
frente a la causa de “todos”, por lo tanto la libertad de uno debe ser la
libertad de todos y el derecho de uno debe ser el derecho de todos, esta es la
gran injusticia de la igualdad, pues quienes la pretenden siempre son los
debilitados de sí mismos, que buscan bajo cualquier medio inyectar el veneno
del resentimiento, al recrear su diferencia como normatividad que debe ser
implantada al colectivo enajenado. Mueren los individuos por las causas de las
masas o de las minorías, y en ese trayecto de muerte se ha olvidado el
verdadero sentido de existir: la causa de ser para sí mismo.
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