Alejandro Pérez Gómez
A
los trece años conocí el porno. Todo el mundo sabe que a la medianoche Golden
se transforma en un canal de películas XXX y yo lo descubrí cambiando
aleatoriamente los canales de la tele una noche de insomnio. Con todo y que
para ese época la industria de la pornografía ya tenía cierto auge, –tanto como
para ser parte de la programación de un canal de paga- no había cobrado las
dimensiones que posee hoy día. La llegada y posicionamiento del internet como
herramienta indispensable en la actualidad ha logrado que el acceso a todo tipo de contenido de esta clase sea
cada vez más sencillo pero sobre todo más demandado. Los más retorcidos gustos
han creado la necesidad de que el porno se subdivida en categorías rayanas en lo
absurdo y lo grotesco convirtiéndolo en una de las industrias más rentables del
mundo.
Pero,
¿qué vende el porno que resulta tan redituable a los que lo producen? Algunos
poco cautelosos dirán que lucra con el sexo pero no es así. El sexo o para
decirlo mejor el reduccionismo a la genitalidad es la mitad de sus materias
primas pero no es el producto final. La
otra mitad de la materia prima -por extraño que parezca- la pone el que está al
otro lado del monitor, pues el segundo componente son las fantasías. En efecto,
los realizadores se sirven de ambas cosas para lograr poner a la venta una
promesa, quizás tanto más falsa cuanto más atrayente: la “realización” de las
fantasías sexuales listas para ver en HD.
El
cuerpo ha estado a la venta o ha sido moneda de cambio desde tiempos inmemoriales, no por nada la
prostitución es llamada el oficio más antiguo. Pero no es por ese tipo de comercio
por lo que está dispuesto a pagar
quien visita un sitio porno, sino por
ver alguien que encarne sus deseos y cumpla por él lo que en última instancia
es humanamente imposible. De ahí que hay incluso quienes, asiduos espectadores
de pornografía, sienten aversión por la prostitución.
El porno
no lucra estrictamente con el sexo sino con la apoteosis del acto sexual, frecuentemente falseado,
exagerado y llevado a los límites de lo creíble. Es por eso que para la inmensa
mayoría de los “consumidores” los actores porno son poco más que héroes;
semidioses cuyas hazañas fálicas, anales o vaginales son reseñadas, discutidas
y laureadas en foros de discusión en
línea a pesar de que se sabe con seguridad que en la filmación intervienen mil
y un artificios y trucos para lograr que nuestros nuevos Heracles tengan
prolongadas erecciones, torrentes eyaculatorios, orgasmos estrepitosos, y
orgías que harían palidecer a Calígula. Esta
es pues, la diferencia cualitativa entre
prostitución y pornografía por la que se decanta el cliente: rentar por unos
minutos la realidad física del cuerpo a secas con sus respectivas y naturales
limitaciones o comprar la fantasía de cumplir toda fantasía, hacerse
con una imagen de lo imposible, tener un héroe que castiga con la verga a las
que se portan mal.
El papel
del espectador en la pornografía es totalmente pasivo y no requiere ningún esfuerzo mental -ya no digamos físico. La
prosecución de imágenes fluye con tan solo dar clic y ponerse cómodo, cambiando entre videos según resultan o no,
lo esperado dando un nuevo clic. Pero
en este ciclo hay un proceso perjudicial cuyo mayor peligro estriba en ser casi imperceptible: la deshumanización una
atrofia progresiva de la imaginación.
Hay una
gran diferencia entre tener sexo por placer y en experimentar placer al ver a
dos personas teniendo sexo, más aún cuando sabemos de antemano que es ante todo
un artificio -y artificio es ya una
palabra bastante generosa para el porno- del que además no participamos.
El que el porno sea en sí mismo un
montaje del que se tenga cierta dependencia o gusto exacerbado indica que somos
víctimas de nuestra propia mentira; lo que fue concebido como ficción viene a
resultar la “realidad” a perseguir, un ideal de vida que por inalcanzable no
deja de ser tan adictivo como esclavizante.
Es por ello que entre más falso y aberrante sea, más parece convencer a
su público.
Podría
preguntarse dónde está lo deshumanizante si dos personas teniendo relaciones
sexuales es lo más natural del mundo, si el acto sexual no es exclusivo del
hombre, pues biológicamente hablando en ése sentido nuestra especie no dista
mucho de cualquier otro mamífero. Sin embargo, a poco que se le considere
notaremos que en el caso del hombre la conducta sexual abarca mucho más que el
mero aspecto biológico y atraviesa la moral, las relaciones afectivas y
sociales e incluso la espiritualidad. Formas de convivencia en las que sí nos
diferenciamos de cualquier otro animal. Las formas explicativas que hacen
consistir al acto sexual en pura animalidad dejan de lado –sin fundamento-
estos correlatos y hacen del hombre una argamasa molecular víctima de sus
hormonas, -neurofisiología- o de su tiempo –-materialismo histórico.
Mostrando
simple llanamente a dos personas que tienen relaciones es que se falsea la
realidad sexual del hombre, pues como se ha dicho, en el aspecto biológico no hay diferencia con cualquier otro animal.
La crudeza de las imágenes pornográficas da cuenta de un mundo al que no
pertenecemos, a saber, el de la pura corporeidad sin rastro alguno de actividad
psíquica, emocional etc. En la pantalla vemos la mentira que queríamos ver y
por la que además pagamos: dos animales cogiendo a secas. Esta falsación de la
vida afectiva del ser humano tiene un efecto enajenante porque al presentar al
hombre como no es, estos aspectos de lo que nos hace propiamente humanos se
escapan de nosotros inadvertidamente haciendo que al considerarlos
posteriormente los miremos con extrañeza y preguntemos: ¿qué hacen estas cosas aquí?
¿De dónde obtuvo algo tan falso un poder tan
enajenante? Sospechamos que la respuesta
recae en la capacidad de desear sin límite y en la infundada creencia de que
dicha capacidad debe regir nuestra vida.
En efecto, los deseos vienen a nosotros en un tropel que no da tregua
pero de eso no se sigue que todo lo que deseamos se benéfico y mucho menos que
en el cumplimiento de todos nuestros deseos
estribe la felicidad. De vuelta del mundo porno, la imaginación y el
deseo quedan falsamente saciados como
alguien que por mitigar el hambre fuera capaz de comer piedras. Pero
alimentarse no es llenar la panza sino darle al cuerpo lo que necesita, y lo
que necesita y lo que apetece no son siempre lo mismo.
Aquí en
el mundo, donde el acto sexual dura unos minutos, donde no hay senos
gigantescos dispuestos para nosotros, culos que eclipsan el horizonte, vergas
que se mimeticen con los rascacielos, o
como dicen por ahí, como brazo de albañil, la realidad nos parece enfadosa,
aburrida y chocante porque hemos llegado a creer nuestra propia mentira, y más
aún a comprarla en pay per view.
La prostitución no es el oficio más antiguo del mundo. Para que haya prostitución tiene que haberse institucionalizado la propiedad privada, y debe haber una economía monetaria, lo que supone que ya hay una especilización del trabajo. Más antiguo que el trabajo de prostituta es el de sacerdote, guerrero o pastor. Puedo decirte que, en África, la prostitución se desarrolló (y mucho) con la llegada de los colonizadores europeos. Por ejemplo, en la Guinea española, la llegada de los madereros españoles estableció un principio de desigualdad: las empleados en una empresa disponían de más recursos económicos, con lo cual podían acaparar mujeres. De ahí al inicio de la prostitución sólo hay un paso.
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