SEVERINO (Juan Brian Doyle)

SEVERINO
Por Juan Brian Doyle

—A veces siento que fui raptado por un cuento de Borges. De alguna manera, me he perdido entre los fantasmas de los espejos. 
    Severino me miró a los ojos mientras me decía estas palabras. Era un hombre de años, imposible decir cuántos. Al escucharlo hablar, me daba la sensación de que sus palabras eran arrancadas de un pasado lejano del que nadie había sobrevivido.
    –Él siempre hablaba de los laberintos, ¿sabe? Dicen que su obsesión por ellos nació de un libro que miraba de chiquito en los cuales estaban las siete maravillas del mundo antiguo.
    Severino era amigo de mi padre, y, según me han dicho, antes lo había sido de mi abuelo. No sé dónde se conocieron, no sé cuáles fueron las circunstancias del encuentro. Nadie tenía memoria de cómo había llegado a nuestras vidas. Para todos, Severino siempre había estado allí.
    –Yo supe leer sus cuentos. Recuerdo el de la Biblioteca de Babel. Me llamó la atención mucho cómo alguien podía decir que la Biblioteca contenía todos los libros. Todos los que se escribieron y todos los que se escribirán. Eso quiere decir que todos los libros ya están escritos y los escritores no son más que meros instrumentos de los libros en su afán de existir.
    Los ojos de Severino estaban velados por las cataratas que nunca había querido operarse. Ese centavo de plomo que se había enquistado en sus córneas le daba un aire misterioso, aunque, si lo pienso, todo él era un tornado de misterio. 
    –Borges era un tipo divertido para conversar. Sí, tenía ese estilo rebuscado para armar sus frases que a más de uno le molestaba, pero eso era sólo una máscara. A él lo criaron para ser lo que era y él se tomó el papel muy a pecho.
     – ¿Usted lo conoció?
     –Claro, ¿no estás escuchando lo que digo?
     –Sí, sí, sólo que me sorprendió que lo conociera.
     –No veo por qué. Lo conocí como conocí a muchas personas. Como te conocí a vos, o a tu viejo, o a tu abuelo.
     – ¿Y cómo lo conoció, a mi abuelo?
     –Charlando, es la única manera de conocer a la gente. Hoy es muy difícil. La gente no charla, no conversa. Sólo habla.
     Severino era especial para dar respuesta. Nunca un dardo directo, siempre una comba que parece que se va afuera y, al final, se clava en el ángulo como si una mano misteriosa la encontrara en su derrotero y la arrastrara hacia el lugar imposible.
     –Tu abuelo era un gran tipo, siempre contento. Sólo lo vi llorar una vez. La angustia que tenía mientras lloraba podía palparse. Fue el día que tu abuela lo dejó, después de pasar ocho días en el hospital con un tubo en la garganta y los ojos cerrados. No sé por qué esperaron tanto para decirle adiós. Bah, sí que lo sé. Tenía esperanza, pese a lo que los médicos le decían. Pero esa esperanza no era verdadera, era otra cosa disfrazada de esperanza. Porque aunque entiendo que los médicos a veces no entienden nada, me di cuenta enseguida que la obstinación de tu padre y de tu abuelo en negarse a desconectarla tenía más que ver con el miedo a decir adiós que con la fe en un milagro posible que jamás llegaría.
     –Yo no conocí a mi abuela –le dije.
     –Qué mujer. Era mucho más fuerte que todos. Por eso se fue primero, porque el fuerte se pone en la primera línea para proteger a los demás. El fuerte de verdad. El que no protege no es fuerte, aunque lo parezca. 
     No sé porqué quise llorar. Siempre sentí que me faltó algo en la vida por no conocer a mi abuela. Quise llorar por no haberla tenido, pero sabía que eso era mentira. Ella había estado en mi viejo y en mi abuelo, porque nunca los había abandonado.
     –El laberinto es la vida. Siempre estamos perdidos, buscando una salida. Pero yo ya estoy cansado. 
     No sé cómo llegamos a ese momento. Pese a estar velados por las cataratas, los ojos de Severino siempre estuvieron llenos de luz. Ahora, en cambio, después de su confesión, noté que la luz detrás de las cataratas se apagaba.
     – ¿Y los espejos?
     –Espejos, espejismos, son el reflejo que dejamos de nuestra existencia en el universo.
     – ¿Eso decía Borges?
      Severino rió. –No, pibe, eso es lo que yo digo. ¿Acaso me van a acusar de plagio ahora?

Juan Brian Doyle Escritor, página de Facebook @JuanBrianDoyle


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