La educación del más débil dentro del reino de la subjetividad

Eduardo Ruiz
Democratizar la educación no sólo representa la falsa ilusión de un paraíso terrenal, también la ruptura jerárquica y diferencial del hombre.


Estamos en la época que pretende superar todo tipo de miedo: la modernidad derrotó al pasado, luego a Dios, después los movimientos sociales, de la segunda mitad del siglo XX, encontraron cabida en una lucha no de clases sino de diferencias culturales. Los emblemas de combate: libertad, igualdad, tolerancia, inclusión, diversidad.  

La ilusión de romper toda contradicción histórico-social es el punto de partida de las emergentes vanguardias culturales. “No hay diferencia, sólo igualdad”, exclaman las agrupaciones feministas, homosexuales, ecologistas, animalistas, etc. Tal proceso es sumamente absurdo y ambiguo, pues la igualdad –para estas agrupaciones- radica en la negación de nuestras diferencias, es decir, se realiza la renuncia a la realidad objetiva del mundo a través del reconocimiento de las realidades subjetivas. Negro es también blanco, en el sentido como el sujeto lo identifique; por ejemplo el caso de Rachel Dolezal (activista blanca a favor de los derechos de la población negra en EUA, la cual se identifica y se reconoce como una mujer afroamericana), o el de Stefonknee Wolschtt (hombre de 46 años que decidió reconocerse como una niña de seis años).  La búsqueda de identidad, irónicamente, corresponde a la ruptura de toda identidad, de esa manera se anulan todas las contradicciones, por lo que el imperio de la subjetividad está en nosotros y sobre nosotros.

Intelectuales de los años 60’s y 70’s, de fuerte vena marxista, incursionan las contradicciones económicas al mundo social, establecen así una nueva visión de opresor y oprimido –ya no se habla del pueblo, del proletariado, sino del individuo y la subjetividad-; dicen que las cárceles son un sistema de represión, adiestramiento y obediencia; también que la educación es un mecanismo de coerción que funge a favor del Estado. Para Foucault las cárceles y las escuelas son sinónimos, desde su arquitectura hasta los elementos más íntimos como el uso de uniformes, prefectos, profesores y demás agentes represores. Otro ejemplo es Deleuze al exaltar la creatividad como un acto de resistencia, donde las sociedades disciplinarias y de control anulan las facultades subjetivas del individuo para crear.

Ambos filósofos señalan la confrontación, no contra el Rey y lo medieval, sino contra el Estado, la burguesía y el capitalismo. Para ellos la moral murió junto con Dios y el gran hueco que dejó se reconstruye valorando desde una nueva relación, la cual consiste en la liberación de la subjetividad.

Ambos nihilistas nos dirán que el ser humano es una cifra, un mero número cuantificable. Que los agentes del Estado opresor buscan anular la libertad individual, dominar la subjetividad e imponer los intereses de la clase hegemónica.

El delirio de persecución es grande, pues resulta que hay toda una telaraña, una infraestructura y superestructura, no económica y productiva, sino social y cultural que mecen los hilos de la realidad a favor de un genio maligno.

Para ellos los regímenes “totalitarios” de control y subordinación de la libertad y la subjetividad son diversos, tales como las prisiones, donde se establecen “penas de situación” a delincuentes –algo que enfada mucho a Deleuze es el uso de collares electrónicos donde se le impide al criminal salir de su casa a ciertas horas de la noche-; el régimen de los hospitales, donde dice existe el demiurgo que inventa enfermedades, pues en su lógica: “sin enfermos no hay médicos”; el régimen de las empresas, donde los productos determinan al hombre y sus necesidades; el régimen de la educación, donde la acción de formar individuos se enfoca al trabajo y no al conocimiento.

Ambos no lograron observar con claridad la transformación del mundo que anhelaban, uno se suicida y el otro muere de VIH; sin embargo los efectos nocivos en el régimen de la educación es evidente, al grado de parecer una realidad el sueño de ambos filósofos: procurar la igualdad y la subjetividad del alumnado, no aceptar ninguna figura de autoridad y ejercer, en todo momento, su libertad.
El temor generalmente está vinculado al respeto y a la moral, mientras que el amor a la locura y falta de prudencia. La cultura del “amor”, la fraternidad, la igualdad, la libertad, se sustenta a partir de premisas subjetivas; todos somos “libres” de padecer y ejercer tales emociones, “estamos en nuestro derecho”-se dice-, sin embargo no como experiencia “privada” sino como la imposición del reconocimiento de tal experiencia de forma pública. Que un hombre fantasee con ser una niña de 6 años en su privacidad y perversión, no “vale”, no es verdadero, no es real si no se le reconoce públicamente como una niña de 6 años. Lo privado debe ser público, de esa manera se imprime la igualdad, la inclusión, la tolerancia, etc; pero tal escenario, como mero acto de amor es imprudente, además de que no se puede establecer el temor en una cultura que se opone a toda autoridad moral, para salvarse se incurre a la denominada corrección política, que no es más que la síntesis de una nueva moral encubierta en legislaciones a favor de derechos propios de la libertad más absurda, o al reconocimiento de locuras subjetivas, como menciona Finkielkraut: “lo políticamente correcto es el conformismo ideológico de nuestro tiempo”.  

¡Todos somos iguales! Exclama el profesor, el cual es un compañero más, porque todo el mundo está ubicado en el mismo nivel, en la misma categoría. No existe el alumno imbécil, nadie reprueba grado escolar para no afectar la sensibilidad del "inculpado". La gran mayoría es eso, una gran mayoría con derechos que cuidan de su fragilidad y vulnerabilidad. El profesor si no es imbécil debe volverse uno, ya que es el encargado de hacer valer la igualdad y cuidar la susceptibilidad de los que no están conformados para ser educados. Hoy la educación es la enseñanza de la debilidad, pero también de la irreverencia, la provocación y la paranoia contra todos aquellos que se atrevan a utilizar un lenguaje poco incluyente, o que incurran a cuestionar a las agrupaciones  “vulnerables” o “minoritarias”.

Cuando esos niños crecen y exigen un lugar en las aulas universitarias, pues es su "derecho" obtener el paraíso terrenal por medio de la educación, -ignorantes de identificar no sólo dónde está América en un mapa, sino su propio país- esos universitarios son reaccionarios de todo aquello que representa autoridad, límite, rigor, orden. Odian la autoridad porque enuncian en ella opresión, intransigencia, represión. Ven en toda organización jerárquica un ideal por destruir, sea Dios, el Estado, las "instituciones", la educación, el profesor, la familia, la historia, la biología.

El profesor no sólo discrimina al alumno si lo reprende, castiga o exhibe su ignorancia, sino que también está incurriendo en una falta administrativa, además de un atentando contra la subjetividad del alumno, dañando así su formación integral como individuo. El alumno es intocable, mientras que el profesor un criminal. No es posible hablar de excelencia, de mayores capacidades, el ritmo lo determinan los más lentos para aprender, los torpes, los necios. Los alumnos con cualidades se ven limitados y es muy posible desvíen su camino a otras actividades, limiten su potencialidad o simplemente se conviertan en eternos nihilistas.

Un profesor de Ciencias Sociales, cuenta que un alumno de unos dieciséis años, que se echaba a reír a la más mínima observación y que protestaba las notas, le obligó a sancionarlo más severamente. Para que reflexionara, le pidió que escribiera en una página sobre: “¿Qué es la excelencia? ¿Qué es la mediocridad?” Respuesta: “Nunca deben emplearse esos términos, nadie tiene el derecho de juzgar a los demás, y el mediocre es precisamente el que lanza juicios contra otros. Nadie vale más que nadie”. La interesante respuesta del joven nos dice que comparar y distinguir es un acto reprobable. Ese “nadie vale más que nadie” es el reflejo de lo que Kant expresa como: “la limitación de la estima que nos tenemos a nosotros mismos”, o Hobbes: “voluntad manifiesta por cada uno de ser valorado por el otro al mismo precio que se valora uno a sí mismo”.

Este tipo de situaciones no son extrañas dentro del fulgor de las vanguardias ideológicas comenzadas desde las décadas de los 60's y 70's y, en consecuencia, los estragos culturales del siglo XXI. Camadas que pregonan emblemas como los siguientes: "todos somos iguales", "todos somos Marcos", "todos somos ayotzinapa", "todos somos indios", "todos somos putos", "todos somos todos". Actos de reconocimiento de identidades inimaginables, o la guerra emprendida por la ideología de género, son avisos de una ruptura crítica de la realidad. En este punto la verdad ha sido sacrificada a favor de la locura, el delirio y la fantasía. Al morir Dios muere el mundo, el hombre, la realidad; por lo tanto todo está permitido.

El mundo de las buenas intenciones -diría Nietzsche- es aquél que le pertenece al último de los hombres, aquél que ha inventado la felicidad y que después parpadea. "¿Quién quiere mandar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas".

La aparente superación del miedo tras la muerte de Dios y de la cultura deja tras de sí una gran sombra, aquél fantasma que derrumba las puertas de occidente. El nihilismo que rompe con las diferencias y que exalta la libertad al grado de temerle hasta a su propia sombra, esto lo explica la relación intrínseca entre ambos elementos: la igualdad sostiene a la libertad, pues ésta es un derecho que le pertenece a todos sin “excepción”, es decir igualitariamente. Se considera entonces que la igualdad establece un factor en común, una moral en relación a los elementos que inciden en la estructura del Estado moderno, oponerse a la igualdad representa contrarrestar, no sólo al Estado, sino también al individuo como ser libre, propio de la esencia democrática, es decir, el derecho de todos a parlotear.

En contraste Tocqueville, en su texto “La democracia en América”:

“Cuando las condiciones son desiguales y los hombres desemejantes, hay unos cuantos individuos muy preclaros, muy sabios, muy poderosos por su inteligencia, y una multitud muy ignorante y limitada. Quienes viven en los siglos de la aristocracia se ven naturalmente inclinados a tomar como guía de sus opiniones la razón superior de un hombre o de una clase, mientras que están poco dispuestos a reconocer la infalibilidad de la masa. Lo contrario ocurre en los siglos de la igualdad”.



La sombra de Prometeo

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