Armando Moyokoyani
He estado dándole vueltas a lo ocurrido en
los últimos días en la universidad, a lo que leo en los diarios y en sus
publicaciones, y me parece que, además del problema de barbarie generalizada
que padece nuestra época, las discusiones comienzan a empantanarse en
argumentaciones que, por partir de perspectivas y focos de atención disímiles,
ni pueden dirimirse, ni pueden resultar en una solución a los problemas a los
que nos enfrentamos.
Para quienes no
estén enterados que, me imagino, serán los menos, el hecho desencadenante es el
hallazgo en la Ciudad Universitaria del cuerpo de una mujer asesinada. De
inmediato, las feministas convocan a manifestarse en las instalaciones.
Mientras se organizan, aparecen los tuits de la PGJ revelando detalles
socialmente reprobables de la vida de la víctima; esto enardece la protesta,
que resulta en pintas y en la vandalización de algunas paredes y una escultura,
en la que muchos universitarios se toman fotografías para expresar su identidad
universitaria en las redes, pues la letras dicen “#HechoEnCU”.
Esto, a su vez, desencadena una serie de protestas por parte de algunos
universitarios, y una dramatización en Medios en la que la comunidad
universitaria se organiza para limpiar los destrozos de los grupos feministas.
Luego viene la respuesta feminista en redes, diciendo que quién fuera pared
para merecer respeto y cosas semejantes, y luego la discusión empantanada que
se repite una y otra y otra vez, en cada protesta feminista.
Por un lado,
entonces, están los quejosos por las pintas, que se han manifestado de
distintas formas; especialmente en las redes sociales. Leo sus comentarios y
veo entre ellos mucha gente que parece obstinada en no entender, o simula no
entender, la protesta. Y no hablo de adolescentes haciendo gala de su
ignorancia y barbarie –y vaya si los hay–, sino de gente intelectualmente capaz
de entender una situación o un argumento; gente –y conozco a más de tres– que,
en algún momento intentó acercarse al feminismo y que, por angas o mangas,
salió tan vapuleado de su encuentro con las feministas que ahora se dedica a
denostar todo lo que huela a feminismo; universitarios de todas las carreras y
aún profesores, sin tara diagnosticada alguna más allá de sus prejuicios.
Una de las
críticas más frecuentes que les he leído es que al no conocerse las causas del
asesinato, no se puede hablar de un feminicidio o que no se puede afirmar que
el género esté implicado en el asunto. Me parece evidente que si lo que
pretendemos es analizar y resolver el caso, esa crítica es válida; pero también
es evidente que los movimientos feministas no están haciendo eso: ellas
observan el caso desde una perspectiva global, en la que existe un sistema
social de opresión de un sexo sobre el otro, al que llaman patriarcado, y lo
que ocurre es una manifestación de ese sistema.
Yo creo que el
asunto es fácil de entender, plantéense ¿qué propicia la aparición del cuerpo
de una mujer asesinada en Ciudad Universitaria en las mujeres que estudian y
trabajan en la Universidad? La respuesta es “miedo”. Miedo porque ese cuerpo significa la
posibilidad de ser asesinada en la universidad, y la UNAM tiene que ser un
espacio seguro para las mujeres.
Si la universidad no es un espacio seguro para las mujeres, éstas no pueden
desarrollarse intelectual, laboral o académicamente, y si se veda a las mujeres
ese desarrollo: se sostiene la diferencia de género. Aún si el asesinato no
estuviese motivado por una cuestión de género –y, hasta donde sabemos, más del
95% de los asesinatos de mujeres en México tienen como base el orden de género,
en tanto que castigos a su transgresión–, existe un problema de género porque
no hay una respuesta institucional que solucione lo que el hallazgo del cuerpo
causó en la comunidad, ¿cómo va a impedir la Universidad que esto ocurra?,
¿cómo va a garantizar la Universidad la seguridad de sus estudiantes,
académicas y trabajadoras?, si la universidad no hace nada al respecto estaría diciéndole
a las mujeres de su comunidad que no piensa garantizar su seguridad y que si
quieren estudiar o trabajar ahí estén conscientes de que en cualquier momento
pueden ser asesinadas sin que la institución haga nada al respecto.
Aunado a ello,
tenemos dos situaciones que empeoran lo que ocurre: las declaraciones
relativamente recientes de Perelló en Radio UNAM, desdeñando la violación
tumultuaria de Daphne Fernández y la infame exoneración de sus agresores; luego
están los numerosos casos de protección institucional de profesores violadores,
acosadores y hostigadores sexuales, que es un problema generalizado en todas
las facultades; que la mayoría de la comunidad quizá desconozca, pero que las
feministas tienen bien presente.
Como si la
situación no fuese suficientemente mala, aparecen los tuits de la PGJ en los
que se afirma que Lesvy no era buena estudiante, que se drogaba, que vivía con
un hombre sin estar casada, que había dejado la escuela, que salía con sus
amigos, que andaba a las cuatro de la mañana en la calle sin su macho guardián,
entre otros… y resulta que eso es justamente parte de lo que se conoce como
orden de género: la mujer, por el hecho de ser mujer, tiene que vivir una vida
determinada, no es libre de elegir lo que quiere ser o lo que quiere hacer,
debe ajustarse a un orden y, si no lo hace, cualquiera está justificado para
castigarla, para violarla o asesinarla, para exponer su cuerpo castigado de
manera tal que todas las mujeres se enteren de lo que les ocurrirá si
transgreden dicho orden.
El mensaje que
está dando la universidad y las instituciones con su inacción, omisión y
frecuente complicidad, es que las mujeres, incluso en el campus, pueden ser
asesinadas, violadas, acosadas u hostigadas, si no se comportan como deben.
Creo que esto explica las demandas de los grupos feministas y sus reacciones en
todos los momentos del caso, y explica por qué les resulta inconcebible que la
gente se indigne por unas paredes pintarrajeadas mientras cierra los ojos al
problema del género. También explica por qué llaman cómplice a quien las señala
por protestar o se indigna por las formas en que llaman la atención de las
instituciones y de la población en general. Explica por qué responden
agresivamente contra quien las cuestiona o por qué se enardecen si los Medios
hacen una dramatización en la que unas feministas salvajes destruyeron nuestra
amada universidad, mientras protestaban porque están locas, y cómo la comunidad
tuvo que organizarse para arreglar sus destrozos.
En el otro polo
están los grupos feministas y personas afines, y debo comenzar afirmando que
los argumentos con los que están defendiendo las pintas me parecen sumamente
falaces, y me parecen viles. Creo que deberían ser más cuidadosas (os) de sus
formas de argumentación, pues de las quejas de muchos universitarios por la
destrucción de sus símbolos no se sigue (non sequitur / ignoratio elenchi) que
éstos valoren más una pared que la vida de las mujeres. Argumentos como “quién
fuera pared para merecer tu respeto”, son sensiblerías (ad populum) y mañas
retóricas que pretenden desarmar a quien reclama la destrucción de sus símbolos
identitarios, haciéndolo aparecer como insensible a la violencia contra las
mujeres o por el asesinato de Lesvy, cuando, argumentalmente, ni justifican ni
contradicen lo que se les está reclamando.
Aun peor es
responder que, en última instancia, el símbolo de la identidad universitaria
que vandalizaron, ni es nada, ni vale nada, ¿qué les hace creer que están
justificadas a destruir lo que otro valora para luego responderle que no sea
llorón porque al fin y al cabo lo que valora ni valía nada? ¿Y cómo esperan que
reaccione quien reclama cuando le responden algo así? En buena onda, muchas
parecen empeñadas en sabotear sus propias luchas.
Sin duda, el
problema de la protesta social no es sencillo de resolver: en última instancia
se está protestando y la protesta es un acto contestatario: si no hay
perturbación no hay protesta, si no se contravienen las normas y no se
transgrede: no se capta la atención del otro y muchas veces no se consigue
nada.
Con todo, creo
que hay, al menos dos cuestiones que uno debe plantearse cuando protesta; la
primera es de naturaleza ética, creo uno debería preguntarse, si consideraría
legítimo y/o lícito que otro grupo hiciera lo mismo que está haciendo;
piénsese, particularmente, en un grupo con ideales antitéticos a los propios,
en este caso, ¿considerarían lícito que un grupo de virilistas o supremacistas
masculinos o como sea que se hagan llamar gente como Roosh Valizadeh y su banda
de safios, grafitearan los muros de alguna institución de defensa de derechos
de las mujeres o alguna escultura simbólica al considerarse agraviados por
cualquier cuestión por la que se sientan ofendidos? ¿Qué pensarían si se
presentara una situación parecida y los símbolos dañados fueran los que los
representan? ¿Cómo responderían si ese grupo les dice que no se ofendan porque
al fin y al cabo sus símbolos ni valen nada, y escribieran diatribas para
explicar por qué sus símbolos no valen nada? Si no consideran lícito que un
grupo antitético haga lo mismo que ustedes, sería más prudente abstenerse de
esa forma de protesta.
La segunda
cuestión que, me parece, hay que plantearse es ¿cómo afecta esta forma de
protesta a lo que estoy tratando de conseguir? Si nuestras formas de protesta
contradicen lo que buscamos o generarán un resultado adverso a lo que
pretendemos, entonces no es una forma de protesta muy sensata.
Veo a los
movimientos feministas cada vez más aislados del resto de la sociedad, los veo
teóricamente inaccesibles a la población, las veo cada vez más proclives a
utilizar las mismas argucias retóricas e ideológicas que han utilizado los
grupos políticos y religiosos que se encargaron de mantener a las mujeres
subordinadas, cada vez menos dispuestas a dialogar, cada vez más eclesiásticas,
cada vez más doctrinales, cada vez más censoras, cada vez menos obligadas a
explicar qué es lo que buscan y por qué hacen lo que hacen y más legitimadas a
imponer su perspectiva. No creo que eso pueda ser bueno ni para su propio
movimiento ni para las mujeres en las sociedades que pretenden transformar.
Por supuesto, pueden etiquetar lo que les digo como
“mansplaining” y ahorrarse el problema de pensar en la legitimidad de lo que
hacen o en lo que propician. Eso es siempre mucho más fácil.
Armando Moyokoyani
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