¡Hágase el infierno en la tierra como en el cielo!

Por Eduardo Ruiz


¡Hágase el infierno en la tierra como en el cielo!  
El espíritu que determina este momento necesariamente se consume, una y otra vez sin remedio. Así es el tedio y la aniquilante forma en la que aprendemos a vivir. Todos gustan de dar lecciones de supervivencia, de cómo se debe existir, tal parece que tienen la fórmula secreta para hacer del mundo un mejor lugar. Al escucharlos hablar parpadean una y otra vez, pretenden ser buenos creyentes. Es probable que no sean malintencionados, nadie muere por tener buenos deseos, no importa si es la mera hipocresía o el patético deseo de sentirse mejor que los otros al colocarse sobre un peldaño imaginario. Un poco de sinceridad ayudaría a ver que son meros embusteros. Y es que hoy, para nosotros, la palabra no vale, no reafirma nada, la “firma” y la letra son partes de una serie de reliquias ancestrales y obsoletas. Antaño se decía que el hombre era el único animal capaz de hacer promesas, hoy la palabra es una simple moneda de valor de uso y de cambio, pero más devaluada que una prostituta vieja.

Encontramos a muchos propaganderos de un lenguaje aprehendido, pero éstos son incapaces de transmitir más allá de lo que sus pocas luces muestran. Seamos sinceros, tampoco es su responsabilidad, esas atribuciones están sobrevaluadas tanto por la cultura como por ellos mismos. Es falso creer que la educación forja mejores seres humanos, pues ¿mejor en relación a qué y a quién? Claro, hay excepciones porque la regla no existe; sin embargo, entre ellos, algunos se levantan reaccionarios contra las estructuras de “poder”, odian al Estado del cual obtienen subsidios para vivir holgadamente; simpatizan con los niños negros del continente africano, enviando, por medio de diversas amnistías, donaciones para erradicar la pobreza y el sufrimiento de los otros, pero se horrorizan cuando un niño se arrastra para limpiar sus botas, al cual, con una compasión repulsiva, le dan un par de monedas para que se aleje de inmediato.

Es necesario sentir culpa y arrepentirse de muchos pensamientos, es necesario empatizar con aquello que está por debajo de nosotros, pues de tal forma podremos encontrar la simpatía de los que están por arriba de nosotros mismos. Compasión lastimera con el desgraciado, con el torcido, con el enfermo, con el bizarro, con el villano, con el mentiroso, con el desvalido, con el loco, con el pedófilo, con el vicioso, con el ruin, con el desplazado, con el despojado, con el malparido, con el deforme, con el repulsivo, con el asqueroso, con el falaz, con el cirquero, con el harapiento, con el asesino, con el tarado y sus hermanos: el imbécil y el idiota. Es necesario culpar y repudiar al sano, al fuerte, al bello, al bien formado, al conquistador, al emperador, al blanco, al hombre, al aristócrata, al que sabe, al justo, al que ríe, al que odia, al que ama, al que hace valer su palabra, al sincero, al que crea, al que vive, al que muere, al que aún se sorprende, al alegre, al bueno, al que olvida, al que promete.   
Al hombre de hoy se le han diluido los colores, es un personaje de medias tintas, delicado y femenino. A falta de hombres la mujer se masculiniza, se vuelve tosca, salvaje y fea. Tanto relativismo cancela las diferencias, por eso hoy es “pecado” negar, discriminar y señalar: ¡Hágase el reino de la subjetividad ya no en el cielo sino en el infierno! Los hombres son mujeres y las mujeres son hombres; los niños son perros y las putas unas santas. ¿Acaso no es irónico ver iglesias convertidas en bibliotecas? No me alegra ver eso y creer que es el síntoma de la buena cultura y el progreso, por el contrario, la gran ausencia está presente, acompañada de un frenético silencio que hace que todo se convierta en todo y por consecuencia en nada. Hoy todo vale porque la realidad es una ramera demasiado cansada y ya nadie paga por ella. Hoy el ateo no sabe que pronuncia: “ama al otro como a ti mismo”, y es que éste odia a la iglesia pero no a su veneno. Hoy el bello recinto oscurantista alberga libros para los intelectuales, científicos, librepensadores, es decir para los ateos, sin embargo, otra vez y siempre hay que recordarles: “prescinden de la Iglesia pero aman su veneno”.

Hablar alto es demasiado malo, hay que guardarse las opiniones, de lo contrario se corre el riesgo de ofender al otro. El otro es un ser frágil que hay que proteger, no por su debilidad sino porque es un igual, no importa quién sea, el amor es indiscriminado porque siempre ha de poner, “orgullosamente”, la otra mejilla. El orgullo es una palabra sobreestimada, sobrevalorada, magullada, antes ligada al honor, a la valentía, a la fortaleza, por lo tanto al que también sabe despreciar, pues la jerarquía se determina por las cualidades que han de determinar las diferencias.

Quiero concluir con una sentencia que alguna vez leí, no sé en dónde ni de quién y no me importa saberlo, porque me gusta, y es que todos sabemos que aquello que nos agrada lo queremos sólo para nosotros, para regocijarnos como si fuera una auténtica conquista, eso nos pasa también con las mujeres, creamos en ellas, o mejor dicho, nos olvidamos dentro de la ilusión de la autenticidad, sin ese olvido perderíamos todo el gusto por la vida, pues no hay algo que cautive más que el embriagante amor que se bebe, y que a su vez asquea y produce vomito. Así es la aniquilante forma en la que aprendemos a vivir, así es el interminable silencio y la eterna orgía de estrellas que dentro de nosotros ilumina nuestro propio cielo, así es también cada una de las partes del olvido y la ignorancia del hombre que no ha visto a Dios en su gloria profunda, pero más profunda si Dios no le revela que NO EXISTE.        



La sombra de Prometeo

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