Por Laura
Vargas
(Dibujo de Miguel Neri)
Comida de amor
Las luces naranjas y matices
rosadas atraviesan las figuras que cada vez se hacen más indistinguibles, se
encuentran enfiladas unas tras otras. La “clínica” como la llaman es un
edificio como todos, con
paredes cuadradas de alturas predeterminadas y cada una de ellas pintadas de blanco, seguramente con la
idea de hacernos creer que es un lugar serio e higiénico como las otras
clínicas. Las ventanas son pocas y sólo se encuentran en la parte superior del edificio.
Cada uno de nosotros recibe una pequeña
ficha, responde unos cuestionarios mientras espera con un sin fin de preguntas:
cuántos años tienes, dónde vives, estado civil, qué vacunas te has puesto,
enfermedades genéticas, importantes, padecidas, adicciones, al final: diez
hojas con líneas continuas para responder a la pregunta de por qué estás en esa
clínica en particular. En nuestra época es normal y común que terminemos en
estas clínicas, al final cuando entremos al consultorio el doctor verá si nuestra
condición ha mejorado o empeorado y decidirá darnos más o menos dosis.
El doctor, siempre varón, blanco enfundado
en su bata y quien siempre mira las hojas, cuando te ausculta, cada que te
pregunta y cuando respondes. Saldremos con la sonrisa puesta, con la seguridad que nos esperan sólo buenos y
tranquilos días emocionales, no importa qué pase a nuestro alrededor.
Mientras espero, suelo leer, saco mi libro
mientras miro a mi alrededor. Entonces lo veo: un joven alto, moreno, con el
pelo largo, ondulado y enmarañado, con la sonrisa chueca y lee un libro. Su
libro es grande, forrado con terciopelo rojo, letras negras y detalles en las
hojas de color dorado. No puedo evitar pensar, qué lee, es una edición
especial, él mismo pidió esos detalles. Abro mi libro y le quito la mirada de
encima, un poco tarde, me ha volteado a ver. Después de un capítulo de espera,
por fin entró al consultorio, me recetan, paso por mi medicina y regreso a mi
domicilio.
Mi apartamento está en un edificio gris,
al lado de otros 50 edificios iguales, es el del final de corredor y al entrar
todo es un desorden. Limpio, limpio, levanto, ordeno, entre todo ello tomo mis
pastillas y así transcurrirán mis días hasta que vuelva por más a la clínica.
Parece que cada vez que voy a la clínica
él está ahí, siempre nos miramos y leemos uno en frente del otro o al
lado.
Sexta vez del año que estoy en la clínica,
se desocupa el lugar al lado mío, el joven se acerca, se sienta lentamente, lo
miro de reojo y finjo no sentir cierta incomodidad. Los acercamientos humanos,
sobre todo con extraños que pueden mal interpretar las miradas, las palabras,
me incomodan demasiado. Pregunta entre dientes, casi sin respirar -¿Qué lees?
Mi única respuesta fue subir la mirada y suspirar, mientras muestro la página
del título de mi libro.
No quiero hablar, casi nunca me apetece
hacerlo, prefiero perderme entre mis pensamientos y olvidar que él mundo y toda
su locura existe. No me interesa curarme, no me interesa ver a los otros.
Quiero que me den mi medicina y regresar a mi vida de fachada perfecta y seguir
con el juego perverso que inicié hace
muchos años.
— Evades
a las personas de la misma forma que yo.
— ¿Te parece? O más bien el hecho
de que esté aquí ya te ha dado esa pista.
Risas estruendosas que obligan a los demás
a vernos. Se escucha mi nombre y me levanto presurosa, quiero terminar esto
rápido. Hago una seña con la mano y me voy.
Al salir, me formo en la farmacia, me han
dado más fármaco. Parece que cada día mi dosis aumenta.
— ¡Vaya! Parece que estamos
destinados a hablar.
—
Así parece— digo mientras aprieto
los labios en señal de duda.
—
Desteto este proceso, pero la
verdad estas pastillas son lo único que me mantiene vivo
—
Sí, es tan lento, odio tanta
burocracia. No nos curamos milagrosamente, hace falta mucho más.
—
¿No te gusta
esperar?
— No,
mucho, creo que nunca he sido paciente.
— Y sin embargo, eres
paciente permanente.
—
¿Cómo lo sabes?
— Por tu carnet.
—
¡Oh!, cierto. Hace
cuánto vienes aquí.
— Siento
que desde siempre.
—
¿Y en tiempo humano
común?
— Un par de años.
— Vaya, bastante
ambigüedad. Y la que no quería hablar era yo
— Disculpa,
he perdido la noción del tiempo, ya no sé, ni tengo claridad de fechas. Deja
reviso mi carnet.
— No,
más bien cuéntame, tú por qué estás aquí.
— Sabes
que no lo tengo tan claro, ¿y tú?
— Tampoco
lo tengo claro, sólo sé como tú que antes de llegar aquí no podía vivir
Llegamos a la ventanilla. En mi bolsa no
caben tantos frascos. Saca de su mochila una bolsa de plástico y me la da. Espero mientras le entregan los suyos,
apenas unas pastillas por día, una dosis demasiado baja.
Me da ternura su descuido, sus pantalones
arrugados, su fragilidad. Terminamos conversando horas, le confío y digo cosas que a nadie más. Al
final llegamos a la conclusión: sin amor nadie puede vivir, pero los seres
humanos en general son un asco. Las relaciones son un asco y la única forma de
tolerar estar en ellas o sin ellas son las benditas pastillas que buscamos. Reímos
y después regrese a mi anestesiada relación de pareja, a esa rutina aburrida, a
ese pasear de la mano y fingir que somos la pareja perfecta, a posar para las
fotos.
Seguimos viéndonos una y otra vez, cada
vez nos ponemos de acuerdo para ir juntos a la clínica y pasar esas largas
horas y filas. Llega el momento en el cual nos conocemos y reconocemos en
nuestros dolores, en nuestra condición médica. Creamos una unión de
frustraciones, quejas y dolencias. Me abrazaba cuando me sentía triste, me
llevaba dulces y cosas que me gustaban para esperar, me prestaba libros y me
los leía mientras me recostaba en su hombro a dormitar mientras esperábamos. Se
convirtió la clínica no sólo en un refugio de fármacos, sino un refugio
personalizado, bello, grato y cálido en su compañía. Yo le acariciaba el
cabello, le desenredaba el pelo suavemente con mi mano, le daba caricias en sus
heridas. Nos sentíamos igual.
Un día lo decidimos, nos vamos juntos,
estaremos juntos y no necesitaremos más de esas malditas pastillas. Dejaría
atrás a mi pareja perfecta, esa de las puertas para afuera pero que por dentro
me destruía el alma. Todo estaba planeado, nos iríamos a un lugar apartado de
todos y todo. Teníamos todo previsto.
Nos vimos en la clínica, no pasamos por
nuestra ficha, ni a la farmacia. Todo pintaba a mejor. Avanzamos entre la
ciudad a su apartamento, el cual está en el centro de la misma, en uno de esos
pequeños edificios viejos, con techos altos. Afuera hay mucho ruido. Sólo hay
una habitación, no hay sala, en vez de ella un cuarto que le sirve de estudio
con un pizarrón, su computadora y libros, varios libros. En el atril está el
libro rojo de terciopelo, es una edición de lujo con ilustraciones de
Lovecraft.
Prepara comida para mí, me sirve y me
lleva a dormir a su lado. Será nuestra primera noche juntos, habla de lo dulce
de mis labios, del sabor y olor de mi piel. Empieza por lamerme, después me
acaricia con sus labios, luego chupaditas, hasta que inician las mordidas. Cada
día había comida más y más deliciosa.
En algún punto he perdido la noción del tiempo y de exactamente
donde quedaba el lugar más cercano, lo único que reconozco es a él. Me prepara
la comida después del paseo, pero he entrado y no lo encuentro. Su ausencia me
preocupa, pero seguro regresa. Le busco pero no puedo encontrarlo. Me voy a
dormir, no puedo más. Estoy confundida y aturdida.
Mientras duermo, sentí como se acomodaba
suavemente sobre las cobijas en la cama. Entreabro los ojos y sólo se ve un
bulto enorme a mi lado, siento su respiración mientras extiende su brazo sobre
mí. Escuché un crujir de mandíbula, sentí un dolor tenue y entonces sólo
oscuridad, silencio y ausencia.
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