Contando segundos, contando víctimas




Contando segundos, contando víctimas.

Andrea Gil[1]

  Un minuto. De silencio o de barbarie. Sesenta segundos, mudos, para rendir respeto a víctimas, desconocidas pero tan cercanas a la vez. Sesenta segundos más que suficientes para dejar paralizada a una ciudad. Fueron sesenta segundos los que necesitó una furgoneta blanca para entrar en Las Ramblas de Barcelona la tarde del jueves y segar más de una decena de vidas. Sesenta segundos de cadencia entre bombardeo y bombardeo en Alepo. No sé cuánto importan ahora los nombres. Al parecer, todo y nada. Necesitamos caras, nombres y apellidos para volcar sobre ellos nuestra ira. Pero aunque hayan sido mano ejecutora no son la mente perversa detrás de todo este mecanismo al que llamamos terrorismo.
    
  Lo relativo que es el tiempo. Lo rápido que relativizamos. A las 17.00 nadie sabía qué pasaba; a las 18.00 estaban pidiendo que se expulsaran a los árabes del país. Sin saber, ni querer saber. Cuando un niño de diecisiete años se convierte en un monstruo, en el asesino, en la figura del horror y la culpa, deberíamos preguntarnos qué ha pasado, en qué hemos fallado. Pero nadie mira detrás de él. No señala a los culpables. Al tráfico de armas, a la exclusión, a la vida de migrante. Que se vayan, gritamos. En vez de recibirlos con los brazos abiertos y ayudarles a superar la barbarie que los echa de sus casas y que los estigmatiza. El Islam no es guerra, grita Twitter. Barcelona no tiene miedo, grita la prensa. Pero es mentira. Lo veo en los ojos de la gente en el metro, en la calle y en las plazas.
     
  El mismo día del atentado bajé al restaurante sirio de mi calle para cenar algo, ya que el constante goteo de noticias en Facebook y la tele interminablemente encendida no me permitía cocinar. Estaba vacío. Tan vacío que el eco de las noticias que también tronaban en mi casa era lo único que se escuchaba. “Un hummus y un mutabal para llevar, por favor”. La televisión gritaba. “Al parecer los jóvenes de origen marroquí no tenían más de 22 años”. “Están en busca y captura”. La mujer, detrás de la barra, me lanzó una mirada y yo le sonreí lo más sinceramente que pude. Dos hombres, trabajadores del bar, discutían lo sucedido. Y yo no sabía que decir ni qué hacer. Quería abrazarles, hacerles sentir que yo no les rechazo, que les quiero aquí, vivos y salvos, vivas y salvas, antes que muertos y muertas en Siria por la misma barbarie que a nosotros nos ha arrebatado a 15 inocentes.
  
  Quizás no todos fueran tan inocentes, ni todas tan buenas personas, pero son víctimas. Y no se puede negar la sorpresa, la furia, la ira, la tristeza. Las preguntas, los porqués. Que podríamos haber sido cualquiera, que más de una madre y un padre clamará al cielo que ojalá hubiera sido ella o él. A miles de kilómetros, una madre o un padre sujetarán entre sus brazos a su bebé y clamarán la misma consigna. ¿Por qué nuestras víctimas son más importantes? ¿Por qué estamos insensibilizados a cientos de víctimas en el mal llamado Oriente pero nos rasgamos las vestiduras por las de aquí? Porque en Barcelona estas cosas no pasan. Somos una democracia, ¿no? Tenemos cámaras, tenemos policía, ¡tenemos democracia señoras y señores! Qué ironía.
   
  Esa misma democracia que un día después del atentado permite que un grupo de extrema derecha se manifieste en el mismo lugar en el que tantas y tantos perdieron la vida. Manchando su memoria. Qué ironía, otra vez. Pidiendo que expulsen a los migrantes y se cierren las fronteras. Qué vergüenza. Alimentando el terror, el odio, la xenofobia. Qué tristeza. La misma democracia que fomenta la proliferación de artículos e ideas racistas en la red, en la prensa, en la televisión, en la radio. La que provoca que haya algunos que prefieran fijarse en el idioma en el que se dan las ruedas de prensa en vez de en la gravedad del asunto. Que señalen a la alcaldesa de Barcelona como culpable por no poner retenciones de hormigón en las Ramblas, en vez de voltearse a mirar a la monarquía española y sus relaciones con los jaques sauditas o a las empresas españolas que se han llevado un jugoso beneficio por vender armas en el otra vez mal llamado Oriente. Qué cómico.

  Las vidas son de primera, de segunda y de tercera clase. Las víctimas en Siria no cuentan. Las víctimas de Barcelona sólo son números para que la clase dirigente pueda seguir pasándose la pelota. Y las vidas de primera no tienen víctimas, sólo cuentas en bancos sitos en paraísos fiscales. En Barcelona se demostró que todas y todos somos uno y las nacionalidades de los cadáveres que yacían en las Ramblas destaparon que somos multiculturales y globales mientras que el odio posterior enseñó que somos intolerantes y vulneradores de lo distinto, de lo diferente. En definitiva, de lo que no es europeo o yanky o cristiano. Pero también, a lo largo de esta semana y estos días interminables, enseñamos que somos solidarios, que queremos ayudar, que nos preocupamos. Cuánta contradicción.

  Y la seguirá habiendo mientras las víctimas sean números, mientras las vidas tengan rangos y mientras continúe la hipocresía del mal llamado Occidente. Y mientras no nos quedará más consuelo que encender velas, llorar de rabia y usar cada minuto que tengamos como se merece.






[1] Andrea Gil estudió Periodismo en la Universidad de Zaragoza, España. Sus temas centrales son el periodismo de investigación y el narcotráfico mexicano. Actualmente estudia una Maestría en Criminología en la Universidad de Barcelona.  

La sombra de Prometeo

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