La
ociosa recurrencia de la compañía amorosa
Enamorarse
y morir en el intento
Por Úrsula Vázquez
A
menudo encontrarse con la imperiosa necesidad de los demás hacia la perdición
amorosa es parte de un devenir divertido y contradictorio porque nos envuelve
en los recuerdos de nuestras relaciones pasadas, estereotipos del inconsciente
y deseos de pasión arrebatadora. Pero también nos vomita porque reconocemos la
trampa y los nauseabundos besucones ansiosos de mostrarse en público, cual
enfermos contagiosos nos divierten para criticarlos hasta que nos asquean, para
denigrarlos porque es cómico observar su rutina: saludos cursis, atenciones
exageradas, apodos ridículos y curiosidad forzada que se entregan para poder
obtener a cambio la satisfacción de recibir lo recíproco; pero casi nunca es
suficiente porque es lamentable el resultado de analizar el abismal vacío
imposible de llenar: la decepción de provocar lo inesperado, lo mínimo y lo
ordinario, el desconsuelo de intuir que ya perdimos la importancia de la
novedad, la tolerancia forzosa para no parecer tiranos, los silencios incómodos
que revelan la verdadera condición de la relación, los gemidos conocidos de
satisfacción temporal, el gozo interrumpido y engaño vil, las miradas
violentas, las disculpas infinitas, los celos asfixiantes, la totalidad de
síntomas que denotan el cuerpo enfermo desgastado en luchas de poder sin
sentido, sin retorno y sin beneficio.
Dignos
y orgullosos de no estar derrotados por esas ridículas blasfemias nos vamos a
casa: el lugar a salvo del contagio: mudo y lento conjunto de rincones
tranquilos. Recordamos la magistral mente que nos ha dado la naturaleza:
superior a toda aquella de quienes conocemos, exceptuando tal vez a un par de
amigos, y así nos entregamos a las lecturas profundas y meditaciones sublimes.
Colocamos las vibraciones musicales dentro de nuestros corazones, en lugar de
personas patéticas y defraudadoras: regocijo insondable que nos alegra el alma
combinándolo con la realidad obligada de salir al mundo en la medida de las
necesidades y oportunidades.
Maldita
somnolencia de la rutina que aturde la razón y provoca nuestra curiosidad hacia
las bestias pasionales haciéndonos caer una y otra vez en el mismo cantar de
los cantares cínicos y regodeados de su terca victoria. Sucede siempre que al
pasar del tiempo se nos olvidan los venenos y volvemos a verlos apetecibles, lo
cual deja dos posibilidades: nos dejamos ir coquetos al ruedo o permitimos que
nos seduzcan, obedientes y locos, pero sin consciencia. O ambas, en el
ejercicio de nuestro derecho a entregarnos a la demente e indestructible
obsesión humana. Henos aquí en el más ridículo de los ejemplos apegados a las disputas
de dominio, las esperanzas con las que nos ilusionamos y sufriendo los efectos
de ser víctimas de uno de los impulsos más bajos de la humanidad: el sexo. Inventándonos
más insuficiencias de las que ya deberíamos haber admitido tener a causa de
mortales: hombres y mujeres de carne y hueso que sangran, sudan, eyaculan,
salivan, gritan, aturden, exigen, molestan y terminan por hacer lo que menos
queríamos porque en lugar de salvarnos nos hieren. Y adictos a los juguitos
segregados por el cerebro ahí vamos corriendo como idiotas a enamorarnos.
Dejamos
de ser funcionales para lo que éramos, esperamos hechos imposibles engañados en
palabrería fatua de los perdedores, normalizamos nuestra conducta y la
igualamos a la de los demás: todos tienen algo aunque no tengan nada. Pero ya
sabemos que el proceso por el cual pasamos no está del todo bien porque el
sentido común no ha muerto y lo normal debería ser lo sano. Ya nos reconocemos
contagiados, sea por el reflejo del espejo o no. Concedemos con pesadez el
estado vicioso en el que estamos para lograr superarlo otra vez descuartizando
cada parte de esa cosa que nunca está destinada a durar: el amor, una de las
carencias más básicas del ser humano en la que tratamos de comprender cómo nos rendimos
a ella.
Decaídos
y tristes, pero sobre todo humillados recordamos que nuestra mente nada tenía
de magistral ni especial, sin excepciones a nadie. Y de esta forma nos
entregamos otra vez a las lecturas oscuras y las meditaciones extensas, en
lugar de a la agotadora tarea de los débiles: el duelo del dolor y la culpa.
Siempre resulta más satisfactorio ahondar en la particular y elegante faena de
los racionales. Aun así, probablemente el nivel de dicha y paz sean tan
inalcanzables que bastan para conformarnos con las perspectivas de nuestro
futuro, incluso en el anonimato y la crueldad de los juzgadores ruines y
diestros que por desgracia conocimos un día, por los cuales nos volvimos sordos
a sus quejas y ofensas, permitiéndonos sentimientos más nobles y puros para
prestarle la mejor atención que podemos a lo meritorio en el mundo: la armonía
de la melodía encantadora del que no sólo está, sino que es exclusivamente solo.
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