EN EL TEATRO DEL JARDINERO



En el Teatro del Jardinero



Karl Valentin


     No recuerdo exactamente si fue ayer, o fue arriba en la cuarta planta, cuando fui con mi madre al Teatro del Jardinero. Teníamos dos entradas, y con esas dos entradas fuimos a una representación. Al principio no nos atrevíamos a entrar, porque creíamos que sólo había que ser jardinero para entrar en el Teatro del Jardinero. Así que, precavidamente, preguntamos por teléfono en la oficina de información; y como nos aseguraron que sí, al menos, tuvimos la certeza de que no nos habíamos vestido en vano. Hay que tener en cuenta que al teatro hay que ir vestido.

     Entramos y nos sentamos. Como tardaron mucho en empezar, pensamos: Ya que estamos aquí, vamos a esperar hasta que empiece. Estábamos dispuestos a ver la obra, porque habíamos ido para eso. Pero, de pronto… cuando llevábamos sentados media hora...¡no empieza! –y pensamos que no habíamos pagado para que no empezara-. Y de pronto…entran los músicos, que para ver y oír mejor, se sientan delante del escenario. Ellos delante y la gente que paga, y que no va más de una vez por año al teatro, tiene que sentarse detrás.


     Por fin comenzó la obra; no nos interesaba mucho, ya que mi padre nos la había contado en casa, pero no queríamos irnos tan pronto puesto que habíamos ido especialmente para eso. Después del primer acto hicieron una pausa; y durante la pausa no actuaron. Cayó el telón y no vimos absolutamente nada de lo que pasaba en el escenario. Y como teníamos mucha hambre, mi madre y yo decidimos ir al gallinero. 

     Subimos y subimos –esa parte no la habíamos visto nunca-, y sorprendentemente, allí no había gallinas. Por lo que decidimos bajar y volver a nuestro lugar en el patio de butacas. 

     Durante el acto siguiente nos pasó una cosa muy tonta. Queríamos ver si había una alfombra en el escenario, así que nos levantamos de nuestras butacas y la gente de atrás se puso a gritar: ¡Siéntense! 

    Queríamos sentarnos y no teníamos butacas; acababan de robárnoslas en ese mismo instante. Así que mi madre y yo decidimos quedarnos en cuclillas hasta que terminara el acto. Las pantorrillas nos dolían muchísimo y, cuando terminó el acto, se hizo la luz y nos dimos cuenta de que las butacas estaban allí, es que los asientos se habían levantado solos.

     Después del cuarto acto vino el final y aún no sabíamos cómo se llamaba la obra que acabábamos de ver. Teníamos un programa – uno antiguo del Teatro Real, de “Lohengringo”-, que nos habíamos llevado para no tener que comprar uno nuevo. Pero no coincidía en nada. La obra que habíamos visto, según nos enteramos por nuestro vecino, se llamaba “El hermanos Straubinger”. Y por eso no salió ningún cisne y en lugar del cisne salió el hermano Straubinger.

     Nos hubiéramos quedado sentados un poquito más, pero ya habían salido todos y, como estábamos muy cansados, nos fuimos directamente. Al salir del teatro vimos un taxi esperando –había muchos más, pero nosotros cogimos sólo uno porque no teníamos dinero para más-. Nos metimos en el taxi y cuando el conductor nos preguntó a dónde queríamos ir decidimos bajarnos, no nos gustó su curiosidad y económicamente no nos interesaba, vivíamos enfrente del teatro.  
Así que nos fuimos andando a casa y a la cama; bueno, no exactamente andando, sino subiendo, porque en la habitación no es preciso dar ni un paso para subirse a la cama. Dormimos toda la noche; y resultó que, cuando despertamos, habíamos soñado toda la noche con la dichosa obra de teatro. Volvimos a verla en la cama.

     ¡Saben ustedes! Me arrepiento de haber pagado las entradas y prometo no ir nunca más al teatro, prefiero quedarme en la cama soñando.

La Sombra del Indio ©
https://lasombradelindio.blogspot.mx

La sombra de Prometeo

No hay comentarios:

Publicar un comentario