El terror, debate para la filosofía de la cultura

El terror, debate para la filosofía de la cultura


Por Benito Rivera Nezahualcóyotl 

El siguiente ensayo tiene como propósito, primeramente, exponer las definiciones hechas por Bolívar Echeverría sobre la identidad, lo político y la cultura, por considerar ínsitos en éstas conceptos esenciales para el estudio del tema del terror por parte de la teoría de la cultura.

Una vez expuestas, se analizarán y problematizarán contraponiéndolas a lo dicho por Edward W. Said en su artículo Cultura, identidad e historia. Considerando que al hacerlo, puede darse con el problema del terror, ya que al tomar ambos trabajos y confrontarlos emerge la definición filosófica de terror. Esto es, a grandes rasgos, exponer el problema que deviene de aceptar una coherencia interna puramente formal dada en la identidad del sujeto y, al mismo tiempo, un potencial de belicosidad y agresividad en el seno de todas las culturas.

Por último, y proveniente de estos dos apartados, se dará una breve exposición de los problemas elementales presentes en un análisis del tema del terror. Ya que la confrontación anterior es insuficiente por no dar cuenta misma del problema del terror, sino simplemente es una aproximación proveniente del enlace entre dos concepciones de identidad y cultura que desembocan en el terror filosófico; con lo que se justifica la relación entre cultura y terror, y el por qué el tema del terror es un tema de debate para la filosofía de la cultura. Así, la intención de esta última parte es plantear algunos de los problemas que en principio pueden abordarse para un análisis honesto que busque dar cuenta del carácter específico del terror en la modernidad, pues sustentan y desembocan la definición filosófica de terror.

La identidad para Bolívar Echeverría reside en una coherencia interna puramente formal y siempre transitoria de un sujeto histórico de consistencia evanescente[1]así  la identidad no reside en la vigencia de ningún núcleo substancial, prístino y auténtico, de rasgos y características, de usos y costumbres, que sea sólo externa o accidentalmente alterable por el cambio de las circunstancias[2]. La identidad, si bien se contiene en una mismidad, es la coherencia interna puramente formal, que no recae forzosamente en la permanencia, que concentra los aspectos externos, así no recibe del exterior neta ni primordialmente su alterabilidad. La identidad se presenta sólo como un acontecer, un proceso de transmigración de forma proveniente de una naturalidad que ha trascendido; trascendencia proveniente del salto de la vida animal a la vida humana.

Al trascender la naturalidad-animalidad o primera naturalidad, con motivo de la carencia que sufría[3], la vida humana se desprende y cambia de fundamento, el cual está dado en el mundo formal concreto, que se presenta como construcción humana artificial y finita, instrumento de la trascendencia de la vida natural-animal. Es decir la coherencia puramente formal concretada.

Para fundamentar este mundo artificial humano se le concede a éste una vigencia de su forma social, la cual es necesaria para fundamentar este mundo, a su vez, esta vigencia está dada y guiada por lo que Echeverría nombra ethos elemental. La vida humana percibe a esta vigencia social como una segunda naturaleza y se desenvuelve como plenamente fundado en ella. Es así cómo se da una ejecución de un código para regular, desarrollar y "conservar" la vida humana. Constituyendo el entorno empírico-social. El seguimiento de dicho código no es explicito, pues la formación de éste sólo marca el ámbito formal en la relación con el ethos elemental; es importante señalar que no se está hablando aquí de un código en términos jurídicos, sociales o éticos.

Sin embargo llegan a presentarse ciertos momentos en que, por encontrarse en estado de virulencia la vida humana, en su entorno empírico-social, cuestiona el código. Y es en estos momentos extraordinarios donde la sociedad debe tomar la decisión entre aceptar la promesa de perfeccionamiento o el peligro de desaparición. Parece ser que en Bolívar no es exterminio ni desaparición total sino transformación, probablemente radical revolucionaria.

Es aquí donde Echeverría ubica el momento revolucionario, identificada en las sociedades arcaicas con un momento sagrado. Al momento, o tiempo guiado por el ethos elemental se le puede identificar como profano en contraposición al sagrado (incluso el momento profano deniega del extraordinario-sagrado por lo insoportable de éste).

Siendo esto así, el autor nos habla de la existencia cotidiana que surge o se forma por la combinación de los otros dos momentos (tanto el profano-ordinario como el sagrado-extraordinario) si no se da el entrecruzamiento de una existencia que cumple lo político automáticamente el programa codificado con una existencia en ruptura, que trata de manera crítica y reflexiva (donde se da el momento sagrado) a ese programa, no puede hablarse propiamente humana[4]. Y es así como se ejerce la actividad política, si ya Bolívar reconoce a la politicidad como el carácter distintivo humano, es aquí donde se ejerce: en el momento rutinario, que es producto de los otros dos. Esta manera de la actividad política es ejercitada por todos los miembros de la comunidad, y es una actividad que se ocupa de la expresión de una voluntad comunitaria que si se enfrenta a la antigua voluntad también se ocupa de la adecuación entre éstas, plasmándola en ley fundamental constitucional. Así, la política re-construye la identidad, encontrada en la voluntad comunitaria, a través de las instituciones, que aseguran la vigencia de esa identidad. Aquí, la actividad institucional implica una absorción de lo extraordinario por parte de la rutina.

Por lo tanto, la cultura es el momento autocrítico de la reproducción que un grupo humano determinado, en una circunstancia histórica determinada, hace de su singularidad concreta[5]. Es en esta definición donde encontramos el hilo seguido por Echeverría, donde la identidad que constantemente cambia ha trascendido la naturaleza-animalidad, creando una nueva naturaleza basada en el Ethos elemental, encontrada en la rutina, combinación del momento sagrado-extraordinario y el profano-ordinario, que permite la actividad política y por consecuencia la cultura. Y por eso afirma que la reproducción de la mismidad (cultura) no puede ser otra cosa que una puesta en juego, una de y re substancialización o una de y re autentificación (actividad crítica=política) sistemática del sujeto[6].

La cultura es entonces una dimensión de la vida humana y por eso la acompaña en todos los momentos y en todos los modos de su realización. Si en el momento de ruptura, revolucionario, la dimensión cultural es reflexiva y autocrítica, en el momento rutinario se presenta "repetitiva e ingeniosa". La dimensión cultural en la rutina se ve cuando hay un gasto de energías ultra "funcional e improductivo". Este carácter "lujoso" se acentúa casi ilimitadamente, alcanzando altos grados de dificultad técnica, y, al hacerlo, niega la omnipresencia de la dimensión cultural, reduciéndola sólo a los que alcanzan estos altos grados y los llama "alta cultura". Esta distinción no es producto así, de una jerarquización y de una exclusión por parte de la cultura, si ésta se da es por la sobre determinación hacia la cultura de la organización jerarquizada del cuerpo social.

Ahora bien si la identidad actual del sujeto es hecha de las muchas identidades divergentes entre sí- entre las que elije y las que combina en su metamorfosis[7]que al unificarse a una de ellas dotan de integridad a su metamorfosis, se supondría que el sujeto tiene en este momento la capacidad de elegir y combinar de entre las muchas identidades entre las que se encuentra. Sin embargo, y aceptando lo dicho por Edward W. Said en “Cultura, identidad e historia”, si, todas las culturas tienen en su seno un potencial de belicosidad y agresividad ilimitada, especialmente cuando este potencial se dirige contra demonios extranjeros que parecen amenazar nuestro equilibrio interno[8], entonces el sujeto ya no tendría una relación con otras identidades donde pueda elegir y combinar, entendiéndose en éstas a la voluntad; y ya no habría un encuentro con otras identidades, sino que se confrontaría con éstas. Se diría entonces, siguiendo a Echeverría, que el sujeto y su entorno empírico social, se encuentran en estado virulento político, donde son exigidas al máximo sus potencialidades. El problema se encuentra si después de dicha confrontación de identidades no se desemboca necesariamente en un sincretismo, sino que se corriera el riesgo del exterminio o la dominación por parte de alguna de estas identidades. Este caso corresponde a lo dicho por Said respecto al poder colonizador, el cual  moldea la historia, la geografía, la lengua, es decir el entramado cultural, e incluso el carácter ontológico del nativo colonizado[9]. La coherencia interna puramente formal del sujeto tendría que aceptar como primordial una susceptibilidad, una alterabilidad, por parte de las circunstancias que se le presentan como externas, que, sin embargo, son el producto de la coherencia interna puramente formal de otro sujeto, es decir el choque coercible entre culturas. Así, la identidad del nativo colonizado no es la que se enfrenta a su naturalidad-animalidad, sino la que choca con otra naturalidad, pero en este caso trascendente también de la animalidad, y pierde ante la fuerza impuesta por esta otra. Así el nativo no adopta otra identidad, puesto que ni la elije ni la combina a voluntad, sino que le es impuesta. Bajo la idea de una formalidad en la identidad se esconde la sentencia de que la plasticidad humana es infinita, y legitima así al más fuerte, en un código que ya no es el resultado del ethos elemental, sino ahora sí un constructo de instrucciones y reglas que buscan domeñar o extinguir el carácter externo o alterno a sí mismo. Por consiguiente se presenta una "subjetividad interminable que se hace pasar por objetiva, ésta es la definición filosófica de terror"[10].  Y es así como se llega a una definición del terror por medio de un análisis que pretende dar cuenta de la cultura, y a partir de esto se pueden marcar las relaciones entre el tema del terror y un estudio de la teoría de la cultura.
  
Ahora bien, el problema de fondo es el siguiente: al aceptar una coherencia interna puramente formal en la identidad del sujeto lo que se está viendo es una construcción histórica propiamente moderna. El término de formalidad dentro de la identidad del sujeto es debido a una concepción inmanentista, esto quiere decir una base físico matemática inserta en el hombre que dicta, no sólo el estudio, sino el acercamiento mismo de las cosas.

El sujeto y la formalidad serán los dos términos y conceptos que construidos en la modernidad fundamenten a su vez  el inmanentismo propio de la modernidad, el cual se presenta como un seguimiento propio de las confrontaciones entre las corrientes filosóficas racionalistas y empiristas, y  que encuentra su punto más álgido en el idealismo, específicamente en la figura Kantiana.

Siguiendo esto, y no dándolo por sentado en la obra de Echeverría, se puede llegar a la omisión de los aspectos que jueguen fuera de los planos físicos matemáticos. Refugiados en la formalidad los aspectos esenciales del sujeto serán prestos a la caída en un subjetivismo, es decir un sentido totalitario del sujeto. El sujeto, o sujeto cognoscitivo, es la definición del hombre moderno, donde se corre el riesgo de perder lo humano, otro término que busca dar cuenta del hombre, también propio de la modernidad, pero que no busca reducir al hombre a la actividad cognoscitiva propiamente físico-matemática.

Así, todo lo que escape de la nueva ciencia, del quehacer cognoscitivo del hombre de carácter inmanentista, será rechazado o modificado y absorbido en este nuevo quehacer científico cuya intensión principal pretende la totalidad.  Y es con base en estos preceptos que se constituye lo que es la trascendencia de una primera naturaleza que se ve como animalidad. Y son a la vez los preceptos que constituyen el Estado Moderno. Con base en esta supuesta trascendencia de la vida animal, la vida artificial, o propia del Estado Moderno, busca omitir características propias del hombre.

Una vez fundada y fundamentada esta segunda naturaleza se verá como un segundo mundo libre de la animalidad; un entorno empírico del hombre, puesto que las relaciones del sujeto cognoscitivo se dan en la empiría, siendo ésta el campo del conocimiento propiamente del hombre moderno. Sin embargo, y traicionando a su precepto formal supremo in derivado e in derivable, pues debe su supuesta trascendencia a la superación que ya no ve a la vida animal como necesaria determinada, este mundo artificial se presenta como necesario. Aquí se encuentra la primera contradicción pues si el entorno social empírico es necesario deja de ser formal artificial[11]. Pues al ser artificial es indeterminado es decir emancipado de la necesidad. Así, es en la segunda naturaleza donde el hombre moderno se encuentra como plenamente fundado y fundamentado, el peligro que corre es que no lo hace de manera reflexiva, pues la trascendencia de la primera naturaleza se debió no a otra cosa que al hecho de que no correspondía a ésta; siendo la segunda constructo del mismo hombre no puede ser trascendida, así el hombre moderno se encuentra en el peligro constante de vivir en un mundo totalitario dado pero construido, en un acontecimiento necesario que desemboca en la perfección constante o en la combinación de posibilidades y que "ignora el peligro de un exterminio total o de una esclavitud igualmente totalitaria". La nueva naturaleza fundamentada en el sujeto tiene su sustento en el sujeto mismo, con lo que su relación con lo otro no será sino en términos empíricos, es decir en una relación sujeto objeto. Impedido de ver al otro como sujeto, el hombre tenderá a objetivar a su semejante, y con esto a sí mismo. "Las relaciones entre hombres serán de extranjeros endemoniados que amenazan no el equilibrio, sino la constitución interna". Se llega así a una segunda contradicción marcada por la imposibilidad de crear una comunidad de sujetos, pues los extraños se encuentran en casa. Por último, y con base en lo dicho, se constituye así una subjetividad interminable que se impone a los otros como objetividad, pues sólo en la imposición se dará el convenio, el convencer.
Benito Rivera Nezahualcóyotl 


[1] Echeverría, Bolívar, Definición de cultura, México, Itaca UNAM, 2001, P.170
[2] Ibíd. p. 169
[3] Carencia y sufrimiento
[4] Ibíd. p. 181
[5] Ibíd. p. 187
[6] Ibíd. p. 189
[7] Ibíd. p. 173
[8] Said, Edward, Cultura, identidad e historia, en Schröder Gerhart y Breuninger Helga, Teoría de la cultura, un mapa de la cuestión, México, Fondo de Cultura Económica, 2005, 191p 51
[9] Ídem.
[10] Camus, Albert, El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1982, p.226
[11] Una lectura alterna puede presentarse como condición de posibilidad para la sobrevivencia humana este mundo propiamente moderno, sin embargo no son aclarados los modos en los cuales debe ser dado el trato ni el mundo artificial.

Bibliografía
Echeverría, Bolívar, Definición de cultura, México, Itaca UNAM, 2001
Schröder Gerhart y Breuninger Helga, Teoría de la cultura, un mapa de la cuestión, México, Fondo de Cultura Económica, 2005
Camus, Albert, El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1982, p.226.

La sombra de Prometeo

1 comentario:

  1. "Como ha notado Jordan Peterson, una de las características esenciales de un estado totalitario –como el estalinismo– es que las personas dicen mentiras y se engañan entre sí todo el tiempo, lo cual es una definición también del infierno.
    No vivimos en una distopía perfecta, en un totalitarismo omnisciente todo-abarcante, sino que vivimos en algo menos inteligible, un mundo “en el que la tecnología se está desarrollando en formas que hacen cada vez más difícil distinguir entre los seres humanos y las cosas artificiales” Alejandro Martínez

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