El
hombre más triste del mundo
78 años y un siglo de ausencias sobre sus hombros. Todos los
días llega a la pulquería anhelando que alguien le invite un trago. Abre las
puertas como quien abre su corazón a la esperanza aun sabiendo que al final del
día algo lo rompe, ya sean los recuerdos o lo insondable de sentirse solo. Ama
a su sombrero roído y la risa de Mercedes, una mujer un poco loca que lava los
tarros en "Las cremas", pulquería de muchos y hogar para otros
desafortunados a los que la sociedad abandonó. Su rostro tatemadito se ilumina
cuando alguien le sirve un vaso de "blanquito" ya que de otros
depende para saciar su espíritu. Con paso cansado se dirige a la mesa del
molcajete y una tortilla con sal lo espera como primer bocado del día. Regresa
a su lugar, deja caer los años en la banca y las manos sobre las rodillas. Da
un sorbo y la frescura del néctar lo bendice como la lluvia bendice a los
campos. En la sinfonola se escucha "Amanecí entre tus brazos" y por
un breve instante los ojitos de Juan brillan como queriendo desbordarse. Él es
un mar que en cualquier momento te inunda. Se pierde, se baja del mundo y se
olvida en dónde está con cada canción triste.
Tacubita la bella es su barrio, la calle su hogar. A las dos
de la tarde ya está muy cansado como para seguir buscándole horas al día y es
ahí donde deja morir al sol diariamente. Suenan las fichas de dominó y las
risas a un lado. Mercedes sale de la barra y con su voz chillona:
"Juancho, ¿ya comiste, cabrón, o te hago unos huevitos con arroz?" Él
inclina su sombrero y agradece en silencio. Sonríe un poco y ella cómplice lo
atiende. Tiene tanta hambre que podría devorar al mundo con todo y sus
desgracias. Ezequiel lo saluda: "¿A qué hora llegaste, hijo de la
chingada?" y carcajea mientras le da una palmada en el hombro. Juan sólo
alcanza a contestar riendo y murmurando, sólo dios sabe qué. Alza la mirada
hacia la ventana y es casi poético cuando la luz se estrella con su rostro.
Tanta nostalgia y tanta vida en un parpadeo. Le sirven su alimento y le parece
glorioso el primer bocado, justo cuando entra doña Isabel saludando a todos,
pero para él el mundo desaparece cuando come. Como debe ser.
Cómo disfruta estar ahí, la fuga que el mundo le provoca y la
paz que a cuenta gotas siente mientras está borracho. Ayer no llegó y me preocupa.
Hoy Mercedes le preparó un consomé y de alguna forma ella también lo extraña.
Entra, tambaleándose, muy apagado, y a pesar de eso yo me tranquilizo.
Lamentaría terriblemente no verlo llegar, es de esos amigos que no saben que lo
son. Esta vez se sentó con todos y le saludamos en silencio, seguimos jugando
dominó mientras Mercedes contenta de verle le sirve un tarro más grande y
bonito que de costumbre, de esos que regalan las cerveceras. Lo miro y me
sonríe, su boquita parece una grieta. Me dice con voz bajita que llegó de
Veracruz a los 15 años, que su primera cicatriz fue una mujer a los 17 y que el
amor es un tirano. La misma historia me la cuenta cada día y a mí no me molesta
escucharla.
Pagamos entre todos una jarra de 120 pesos y Juan estira su
brazo mientras reniega no sé qué tantas cosas. Al final todos los que estamos
ahí amamos cada muro, cada historia, cada carcajada, cada broma estúpida que se
hace cuando uno está borracho y cada dolor que dejamos ir mientras bebemos
pulque. Dicen que es la bebida de dioses pero nosotros sólo somos unos pobres
diablos. De alguna forma, estando ahí nos olvidamos de todo, ponemos música y
reímos como tontos por las babosadas que cuenta "El charro", otro de
nuestros viejitos encabronados con la vida. Somos un puño de nostálgicos que
bailan danzón mientras todo afuera se derrumba. Hay miradas caídas y sueños
frustrados, pero cada vez que miro a Juan, me duele pensar que él es el hombre
más triste del mundo.
Elena Pineda.
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