La
llama del amor
Ahí
estaba él, acostado, tranquilo, casi nunca lo veía así, su cabello entrecano,
con esos rizos que tanto le gustaban, quería acercarse y enredarlos en sus
dedos, como muchas veces había hecho, acariciar esa barba encanecida, tan
abundante, que, al tomar su rostro entre las manos, le daba la impresión que
una suave nube le protegía, pero prefirió disfrutar la escena de lejos, ella
con frecuencia, se contentaba con admirarlo en la distancia, parecía además,
que al acercarse, perturbaría tan dulce descanso.
El
amor que él le había ayudado a descubrir, por ella, por la vida, de todo y por
todo, se cimentaba en la sensación de seguridad que su presencia, le hacía
sentir, eso era para ella, la llama que avivaba y mantenía, su propia
existencia, era la fuerza para vivir cada día, al menos, eso pensaba en ese
momento. Dónde y cómo se conocieron, poco importaba ahora, era un recuerdo
vago, los momentos reunidos con familia y amigos, disfrutando, contribuían sin
lugar a dudas, a mantener esa llama, tantos recuerdos, brotando intempestiva y
desordenadamente.
Pero,
era su cuerpo sobre el colchón, su peso, la sinuosa prominencia que se formaba con
la ropa de cama, ésa montaña, alta, densa, a la que ella se aferraba, siempre
que le era posible, fuera de día o de noche, con alegrías o con enojos y quizá,
en los enojos, era justamente ese acercarse y rodearlo, el inicio de una apasionada
o una suave reconciliación; pues si era ella quien había estado enojada y
cuando todo esto sucedía, él, apretaba fuerte sus manos, gesto que ella solía interpretar como la forma en que le decía: “perdóname,
no me sueltes”.
Ella
sabía, que él nunca pronunciaría palabras como esas, pero entre amantes, las
miradas, son conversaciones tan profundas y completas, que bastan breves
instantes, para abarcar el universo entero que contiene a una relación de amor.
Mientras
con sus ojos, recorría nuevamente ese cuerpo, sintió en su pecho, un enorme
vacio, en su interior, comenzó a sentir que aquél fuego, de pronto, se congeló,
podía ver las llamas, lo altas que habían sido y las veía ahora envueltas en un
enorme témpano de hielo. El dolor que ese frío producía en ella, la hizo desear
que su siguiente respiración la cortara en dos; sí, que la cortara y asi,
dejara de sentir la ausencia de esa llama, que la mantenía viva, feliz.
Muchas
veces había escuchado que quién se ama a si mismo no sufre por la ausencia de
alguien, el amor no causa dolor y sintió que era cierto, era el egoísmo de
sentir la soledad, también recordó, haber oído, acerca de no depender del
afecto de nadie, pero, ¿cómo recuperar lo perdido?, trató afanosamente de
encontrar en su mente, alguna otra frase que diera la respuesta, la solución a
ese momento, pues el dolor era insoportable. La respuesta apareció, como un
susurro proveniente de él: “el tiempo todo lo cura”.
Pero
¿cuál tiempo? sí parecía que se había detenido, desde el segundo exacto, en
que, en ése hermoso cuerpo, cálido, fuente de su amor; el corazón se detuvo,
sin importar los esfuerzos de los médicos, las oraciones, los ruegos, las
promesas. Como si se produjera un hechizo, por unos instantes, ella cambio su
lugar con el finado, se vio a sí misma, siendo la protagonista de la escena, y
se sintió avergonzada del dolor que sentía, respiro profundamente, retomó su
lugar, comprendió que nadie, por voluntad provoca un pesar tan grande, volvió a
mirarlo, las lagrimas corrían por su rostro, y una sonrisa de complicidad, cómo
tantas que habían existido entre ellos, se dibujo en su rostro, se acercó le
rizó el cabello que descuidado caía sobre la frente y le dijo en un tono tan
bajo que sólo ella pudo escuchar: “ perdón. . . tranquilo. . . ya
estoy bien. . . gracias. . . te
amo”.
Volvió
a sentir calor en su pecho, ya no era aquella hoguera que le incendiara el alma
y el cuerpo, el frío de su separación lo redujo, pero, decidió, que para honrar
el amor, que él había construido en y
para ella, continuaría su camino, sin llorar su ausencia pues las lágrimas
podrían apagar el débil fuego, en lugar de eso, agradecería cada día, todo lo
bueno y malo vivido a su lado,
alimentando asi la llama del amor.
Ana Laura Quiroz
Marcial.
Ilustración: Desiree Wong Quiroz
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