Te las encargo, ¡eh!


Te las encargo, ¡eh!


Cuando Carmelito se encuentra en la puerta de su casa se pregunta si llevar un suéter, una chamara o una sombrilla. El día se antoja caluroso pero se acuerda que ayer cayó granizó, toma el paraguas. Ah, pero también recuerda que la semana pasada el frío estaba insoportable, casi le da una pulmonía. Ya se le hace tarde. Toma el suéter guinda con azul marino, la chamarra negra y el paraguas con silbato. Cierra la puerta del zaguán con llave y le da un empujón a la puerta con la mano. Ahí va Carmelito con sus zapatos recién boleados y su mochila que luce como si fuera al bosque de excursión. Ah, como le pesa la mochila. Nadie fuera Carmelito para llevar eso todos los días. Ayer se lo pidieron, hoy también y mañana de la misma manera. Pobre hombre. No hay día en que Carmelito anhele que el metro no venga lleno para poder entrar sin molestar a nadie ya que su mochila ocupa el espacio de mínimo otros dos pasajeros comunes. Ahí en el andén ve una de las pantallas que penden del techo. En ellas se ve el mismo programa de ayer, el de hoy y el de mañana. El letreo de “Próxima salida” se ilumina. El metro empieza a llegar, se detiene, cambia de conductor; avanza. Los vagones pasan, la gente se empieza a acercar. El tren aún no se detiene y ya todos quieren entrar. Carmelito hace lo propio. De lejos se ve cómo un señor chaparrito carga semejante maleta. A su alrededor seguro que la gente se muere de risa o de ganas por entrar y sentarse en algún privilegiado asiento. Ah, pobre Carmelito, se cayó al entrar. Todos pasan encima de él. Cuando se levanta se asegura de que todo dentro de la mochila esté bien. Parece que sí, él sabe que sí. Arranca. A sus lugares todos. Agárrense bien porque se frena.
Ya casi para llegar a la estación Hidalgo, un muchacho le empieza a gritar y jalonear parte del saco negro.
-¡Órale, pendejo. Hazte a un lado!- le dice el joven lleno de ira.
Carmelito no le dice nada, no lo mira y hasta parece que ni respira.
-¡Ya pinche viejo chaparro. No te hagas güey!
Carmelito por fin lo mira y le pide disculpas. Se baja en cuanto abren las puertas y desde ahí camina hasta su trabajo. Las calles vomitan ruido y personas que van de aquí para allá. Carmelito, que tiene la mochila en el pecho, la abraza con ambas manos cuidando lo que está adentro. Ay, Carmelito, tan chaparrito y tan insignificante. Tanto así que un hombre con el celular en mano choca con él.
-¡Ah, fíjate, pinche güey!-dice el hombre mientras sigue caminando y vuelve a clavar la vista en su celular.
Carmelito rectifica que la mochila se encuentre en perfecto estado. Lo está.

A las siete de la noche ya se encuentra en camino a su casa. Camina un poco desde su trabajo hasta el metro. Espera tres trenes hasta que un cuarto es suficiente para que entre él y su mochila. Se agarra de un tubo y mira los diversos anuncios y panfletos que ornamentan el vagón y, efectivamente, son los mismos de ayer, los de hoy y los de mañana. Ya casi llega a Deportivo 18 de Marzo, la gente se alista para apearse del tren. Una mujer de mediana edad con el cabello corto también se acerca a la puerta y mirando en el reflejo del cristal de plástico ve a Carmelito acariciando su mochila. Ah, que viejito tan raro, ha de pensar la mujer.
-Oye, abuelo. ¿Qué traes en esa mochila?-dice ella con la mano en un barandal.
Carmelito, igual que antes, no habla ni se inmuta. La mujer sabe que no tiene caso volver a dirigirle la palabra en medio de toda la gente que de inmediato puso la mirada en la escena. Las personas bajan con una indiferencia impresionante. El tren parece liberarse de una gran carga. Se hace más liviano, va a flotar; eso es lo que pensaba Carmelito cuando estaba más joven. Algunos cruzan los torniquetes para salir a la calle mientras que la mayoría camina el transbordo que va a la Línea 6.
Carmelito viene a paso veloz. Le queman los pies, o al menos eso es lo que siente. La mujer va detrás de él a una distancia considerable para no perderlo de vista. Lo sigue hasta el andén (porque la mujer ya debería estar afuera esperando el microbús). Ambos suben de nuevo al tren, aunque en vagones distintos. Cuando llegan a Vallejo ambos se bajan y salen de la estación.
-Oye, anciano. ¿Qué traes ahí?-grita ella a unos pasos de él.
Carmelito se asusta. No sabe por qué la mujer del metro le está hablando, ni sabe por qué anda atrás de él. Carmelito acelera aún más el paso, cosa que parece inútil gracias a las piernas largas de la mujer. Ah, pobre Carmelito, ya no está para esos maratones.
-¡Espera, viejo!
Carmelito ya está corriendo. Saca de la mochila el topper que tenía uvas hasta antes del desayuno y se lo arroja a la mujer.
-¡Ah!-grita ella mientras esquiva el traste-. Cuidado, abuelo.
Carmelito apenas y alcanza a ver la silueta de su vecina pero opta por detenerse ante lo desconocido; ella ignora la situación y sigue su camino. Carmelito está a punto de caer y desmayarse, o al menos eso es lo que indica su rostro casi pálido y sus manos en las rodillas. La mujer (que está sudando) le arrebata la mochila a Carmelito y éste no duda en abalanzarse sobre ella. Ambos caen al suelo pero ya es muy tarde. La mochila deja de tener una apariencia gorda y atiborrada; y cambia por una plana pero pesada.
Después de una discusión sin sentido a mitad de la calle, intercambian nombres. Carmelito se disculpa y le dice que si desea pasar a su casa a beber café o té. Evelyn que aún no confía en él, rechaza la oferta. Carmelito como no es mucho de andar armando arguende en la noche, le pide que lo espere y entra a su casa un momento. Pasados unos minutos sale con un paquete de galletas Marías que están a medias y dos tazas de café. Evelyn le dice que no le gusta mucho el café. Carmelito piensa que le debió preguntar primero. Ambos se sientan en la banqueta y comen galletas Marías mientras platican.
-¿Cuántos años tienes, abuelo?-ella habla antes de comerse una mitad de galleta.
-¿De cuántos me veo?-dice él con las manos en las rodillas.
-Hum. Como de setenta y tantos-dice mientras sigue masticando-. ¿Me equivoco?
-¡Tengo cincuenta y dos!-replica Carmelito frunciendo el ceño.
Evelyn casi se ahoga. Carmelito sigue con la vista en la pared de enfrente. Ambos están bajo la luz del poste de alumbrado público. A veces pasan carros y uno que otro señor vendiendo pan, tamales y elotes. La noche se empieza a hacer vieja. La conversación constantemente vaga en digresiones y después regresa al tema central.
-Entonces, abuelo, ¿por qué llevabas una piedrota en tu mochila?
-Pues es algo que tengo qué hacer-responde Carmelito.
-¿Y eso por qué?
-Porque me lo encargaron.
-¿Quién?-dice ella cuando toma la última galleta.
Carmelito guarda silencio. ¿Quién? La respuesta es complicada.
-Mi mujer.
-¿Y por qué ella?
-¡Ah, preguntas muchas cosas!
La charla de vez en cuando no llega a nada. La mayéutica que Evelyn supuestamente había aprendido de su maestro Ángel no servía. El por qué y para qué daba el retorno a las mismas preguntas. Ella lo sabía. Así como también sabía que seguro su marido ya andaba preocupado haciendo su escándalo habitual entre amigos y familiares. Al final, la noche se hizo más oscura de lo normal. Carmelito sabía que era mejor contarle eso a Evelyn que a cualquier otra persona. Evelyn con el celular en la mano, alzó su vista hacia Carmelito al escuchar sus palabras. Él le dijo que cuando tenía la treintena su mujer desapareció. Ambos dormían en el mismo colchón y un buen día ella ya no estaba allí. Eso sí, le dejó una nota en dónde se leía que por favor cuidara con su vida las seis rocas que tenían en el patio. Eran el tesoro de ella y sabía que le podía confiar la tarea a su marido. Como Carmelito, que es de buen corazón, pensó que su mujer regresaría algún día, cuidó las piedras como si fueran sus hijas. Les echaba agua, las ponía al sol, las limpiaba con una franela roja y llevaba una piedra distinta en su mochila todos los días a donde quiera que fuera. Día tras día hacía lo mismo. Trabajaba y además cuidaba de la única herencia que le dejó una esposa desaparecida. Con el paso del tiempo, las rocas se fueron haciendo pedazos, así como el espíritu y cuerpo de Carmelito. A sus cuarenta años ya parecía de sesenta. El cuidar las piedras nomás le trajo problemas aquí y allá. Se distanció de su familia y amigos y también se empezó a quedar sin cabello. Ah, pobre Carmelito. Ahí chaparrito, pelón y cansado pero muy leal a las letras sobre papel. Cuidar de las piedras era su única responsabilidad. Lo dejó todo por ellas. Incluso es digno mencionar, la vez que tuvo una cita con Graciela. Ay no, qué vergüenza. Hubieran visto la cara de ella al ver que Carmelito le presentó las cuatro piedras que ya para ese entonces quedaban. Ay, qué espantoso, qué incómodo, qué vulgar. Ella tomó su abrigo y se marchó corriendo de la casa de semejante hombre. Ay, pobre viejito. Lo dejó todo por piedras y letras.
-¿Y cuántas piedras quedan?-pregunta Evelyn.
-Ninguna.
Carmelito está lleno de coraje. No. Está que le hierve la sangre. Le va a dar algo ahí en plena calle, eso seguro. Resulta (y recién se da cuenta) que su mujer, aquella que amaba con una pasión demencial, no sólo se marchó para evitar a un Carmelito empalagoso, celoso, posesivo, cochino, maleducado, terco, egoísta, pedante, arrogante y con olor a mierda; sino que lo hizo para devolverle todas las veces que le hizo la vida de cuadritos. Como la vez que le dijo que parecía una puta con la blusa escotada, la vez que la mangoneo y le grito en plena calle, la ocasión en que le prohibió ir con su familia en año nuevo, o cuando le impidió visitar a su mejor amigo cuando lo internaron por leucemia, o cuando la obligó a tener relaciones sexuales en el cine, o cuando la callaba porque encontraba que su opinión estaba errónea; sin mencionar las veces en que se pedorreaba en la cama, se metía los dedos de las manos en los de los pies y después se los olía, o cuando se picaba los oídos hasta sacarse la cerilla que terminaba por embarrar en su ropa o en la pared, también cuando se picaba la nariz con tanta insistencia que se terminaba por sangrar, cosa que le encanta porque así puede saborearla; y entre más y demás cosas. Carmelito el viejo chaparrito, está que no se la cree. Se quiere morir. Desea que el polvo sea piedra otra vez para poder buscar a su mujer y aventarle la piedra en la cabeza.


Omar Filomeno Medina.

La sombra de Prometeo

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